Ese término del idioma inglés usualmente escrito con la grafía whodunit –contracción de “who has done it?” aparentemente acuñada por el crítico literario Donald Gordon a comienzos de los años 30–, se traduce usualmente como “historia detectivesca o de misterio”. Pero una definición más precisa podría ser la siguiente: se trata de todo aquel relato que gira alrededor de un asesinato, en el cual la identidad del homicida no es revelada hasta el final. Claro que los whodunits existieron desde mucho antes que Gordon los bautizara como tales y es muy probable que uno de sus primeros cultores –como ocurrió con tantos otros géneros y subgéneros del cuento literario, fantástico o realista– haya sido Edgar Allan Poe, Rue Morgue mediante. Sin embargo, fue en el período de entreguerras, ya en el siglo XX, cuando el universo del “quién lo hizo” floreció de manera robusta y tupida, con la insigne Agatha Christie como la figura más popular del pelotón, aunque sería la colega estadounidense Mary Roberts Rinehart la responsable de cristalizar el cliché “el asesino es el mayordomo” en su novela La puerta. El cine reflejó de inmediato ese mundo y sus técnicas narrativas –ideales para atrapar al espectador y mantenerlo ocupado en tareas detectivescas amateurs– y fueron muchos los productores y realizadores que decidieron aplicar las reglas lógicas de la pista, el despiste, la falsa deducción y la sorpresa. Muchísimos, con una gigantesca e insigne excepción: el así llamado maestro del suspenso, Alfred Hitchcock (mote difícil de sacudir, que minimiza su cualidad de cineasta enorme, infinito) declaró en más de una ocasión su displacer ante el juego del whodunit y, con la notoria excepción de Asesinato (1930), Sir Alfred nunca dejó que la identidad del criminal se mantuviera en secreto hasta el último minuto de proyección, ese esperado momento de la revelación final. Más bien todo lo contrario. “Para mí el misterio es raramente suspenso. Por ejemplo, en un whodunit no hay suspenso, sino una especie de interrogación intelectual. El whodunit suscita una curiosidad desprovista de emoción y las emociones son un ingrediente necesario del suspenso”, le diría a Francois Truffaut, en una de las conversaciones que darían origen al invaluable volumen El cine según Hitchcock. El whodunit cinematográfico fue herido en varias ocasiones pero nunca asesinado y la reinterpretación psicosexual del giallo en la Italia de los años 70, las reversiones de clásicos como Asesinato en el Orient Express y las lecturas modernas como El nombre de la rosa (la novela y la película) o Gosford Park, de Robert Altman, lo mantuvieron vivito y coleando, aunque un poco adormecido durante las últimas dos décadas.

Entre navajas y secretos, el nuevo largometraje del realizador Rian Johnson –que tendrá su estreno local dentro de diez días y ha recibido las más generosas alabanzas de la crítica especializada–, pretende actualizar el veterano y venerado universo del “quién lo hizo” con ingenio, una pizca importante de humor y un reparto aprovechado hasta la última gota de su jugo histriónico. “He leído los libros de Agatha Christie desde que era chico”, afirmó días atrás el realizador en una entrevista con el periódico británico The Independent, además de acotar –como para reunificar las voces en disidencia–, que su película “es un whodunit, pero con un motor hitchcockiano en el centro”. Nacido en Maryland en 1973, californiano por adopción desde muy temprana edad, Johnson debutó en el largometraje con Brick luego de estudiar cine y realizar un par de cortometrajes. El film tuvo su estreno en 2005 en el Festival de Sundance y su particular utilización de tropos noir en una típica high school estadounidense llamó la atención de inmediato en el ambiente indie norteamericano, llevándolo a un segundo proyecto de mayor envergadura –el pseudo caper Los estafadores (2008), con Rachel Weisz, Adrien Brody y Mark Ruffalo– para, desde allí, pararse sobre el trampolín de los grandes presupuestos. Looper, asesinos del futuro (2012) pisaría firme sobre el terreno de la ciencia ficción, abriendo finalmente las puertas del Episodio VIII de la famosa saga estelar. Un ascenso vertiginoso en las grandes ligas de Hollywood que no parece detenerse (el realizador ya está contratado para dirigir la primera parte de una trilogía/spin off de Star Wars) y la plataforma indispensable para escribir y dirigir a sus anchas y con total libertad Entre navajas y secretos . Dándose el lujo, al mismo tiempo, de contar con un reparto de figuras envidiable: Daniel Craig, Christopher Plummer, Jamie Lee Curtis, Michael Shannon, Chris Evans y siguen las firmas. “Una parte importante de la inspiración fueron los films basados en Christie con los que crecí: Muerte en el Nilo, El demonio bajo el sol, las películas con Peter Ustinov como Poirot. Eran producciones grandes, con estrellas. Eso es algo que conscientemente quise replicar con Knives Out y fue lo que le dije al productor: necesitamos un cast de figuras, esa clase de entretenimiento a la vieja usanza. Así fuimos sumando, pieza por pieza, el increíble reparto, en el cual incluso aquellos actores que tienen poco tiempo en pantalla logran establecer una gran presencia. Y es necesario contar con mucho talento para ofrecer actuaciones grandiosas como son las de la película, porque si bien las performances nunca caen en la caricatura, están siempre al borde de hacerlo”.

El sabueso humano

Más grande que la vida. Ese parece haber sido el horizonte de Johnson a la hora de escribir y dirigir su más reciente película, que difícilmente logre revitalizar el whodunit cinematográfico en su conjunto, aunque en ciertos momentos de la proyección parece estar a punto de hacerlo. En la pantalla grande, todo comienza una noche, luego de las celebraciones por el 85 aniversario del natalicio del patriarca de la familia Thrombey. Harlan (Plummer, desde luego) es un exitosísimo y multimillonario escritor de novelas detectivescas que se ha transformado en una franquicia por derecho propio y de quien toda su familia –hijos, nietos y allegados de toda calaña– parece subsistir directa o indirectamente. El hombre, desde luego, fallecerá esa misma madrugada, en lo que aparenta ser un simple suicidio. ¿Simple? ¿A quién se le ocurre acabar con su vida de semejante manera, habiendo métodos tanto más apacibles y menos dolorosos? Ese es el punto de partida –sencillo, directo, claro como el agua– de Entre navajas y secretos, cuya trama comienza a complicarse (y mucho) cuando el día después trae consigo no sólo a un par de detectives de la policía sino también a un investigador privado de imponente nombre: Benoit Blanc (Daniel Craig). Lo primero que hace el sabueso humano es, como corresponde, sospechar de todo y de todos e iniciar una primera sesión de careos con los miembros de la familia. Y también con los escasos empleados de la mansión, en particular la joven enfermera Marta Cabrera (la cubana Ana de Armas), una hija de inmigrantes que durante los últimos años de vida del escritor logró entablar una relación cercana a la amistad. Ya en esos primeros minutos resulta claro que el tono de la película –que nunca dejará de lado las pistas de la investigación y una muy cuidadosa construcción, casi sin agujeros, de la trama en términos de verosímil– será el de la parodia poco ostentosa. La ironía ligera, si se quiere, eso que los británicos suelen ilustrar con la imagen de una lengua apoyada en el lado interno de la mejilla. Para Johnson, esa ironía es intrínseca al género, sea consciente o no, y está ligada a cuestiones de clase. “Los whodunits están equipado de manera única, por razones diversas, para hablar de las clases sociales. Porque, inevitablemente, uno se encuentra observando un corte transversal de la sociedad al mirar a los sospechosos. Y ahí se construye una dinámica de construcción de poder entre aquel que es asesinado y aquellos que tienen motivaciones para ver a esa persona muerta. Lo que hice fue aplicar esa idea a los Estados Unidos de 2019”.

La aparente cronología sin fisuras le cede el lugar a la multiplicidad de flashbacks y cada uno de esos “recuerdos” será bien diferente, dependiendo de quién cuente qué y cuáles cosas quiera ocultar, destacar o alterar ligeramente, más allá de los por qué, que llegarán más tarde. Si para Blanc todos son sospechosos, el hecho de haber sido contratado por un cliente anónimo echa un manto más denso de misterio a todo el asunto. Ese “todos” incluye a la hija mayor del clan Drysdale, Linda, nueva evidencia del talento de Jamie Lee Curtis para la comedia a cara de piedra: el suyo es el personaje más señero –si se excluye de la lista al finado– y su serenidad e inteligencia parecen rasgos pacientemente construidos con el tiempo. Su marido y socio Richard, un tipo cínico y, por momentos, desagradable, fue creado específicamente para Don Johnson, demostrando aquí una vez más que su carrera pudo haber sido muy distinta (mucho más eclética, en principio) de no haber quedado tan pegado a las hombreras y el sol de Miami. El ensamble se completa con la presencia del hijo de ese matrimonio –la oveja negra de la familia, interpretado por Chris Evans–, el otro hijo vivo del pater familias (Michael Shannon), encargado de la editorial que ostenta los derechos de la obra de Thrombey, y la viuda de un tercer hijo, a cargo de la siempre cumplidora Toni Collette. No hay nada caprichoso en esta cita al reparto central en su totalidad: es en ellos, en su interacción, en la composición del todo y de los detalles, en la cadencia del habla y los mohines corporales, donde se jugó una parte sustancial del éxito o el fracaso de Entre navajas y secretos. Si hay algo “teatral” en la película no es tanto su puesta en escena como el concepto mismo de su corazón narrativo: la mansión en la cual transcurre gran parte de la acción y el grupo de actores y actrices encerrados allí dentro. Cerca del final volverá al centro del escenario otro cliché del género –la lectura del testamento–, utilizado como bisagra del tercer acto, el momento en el que comienzan a caer las máscaras que los personajes sostenían firmemente frente a sus rostros.

La familia como monstruo

Por cierto, hay algo monstruoso en esa familia, a pesar de una aparente normalidad. La presencia de Blanc y su olfato para detectar anomalías en el discurso de cada uno de ellos termina descubriendo el cuadro de Dorian Gray oculto en algún lugar de la casa. Al mismo tiempo, la película encuentra en el personaje de Marta el termómetro moral con el cual es posible medir al resto de las criaturas: la enfermera –de quien nadie logra recordar exactamente su lugar de origen, mezclando países hasta componer un gran estado latinoamericano– termina transformándose en la verdadera protagonista, testigo y a la vez motor del cambio. Para Johnson, el whodunit ha logrado sobrevivir durante tanto tiempo “por tratarse de un universo confortable, donde hay una cierta claridad moral”, según declaró en la mencionada entrevista. “Hay un crimen al comienzo, el mundo es lanzado hacia el caos moral, aparece un detective y, gracias al razonamiento y el orden, logra recomponer todas las piezas, encontrando al villano y poniendo las cosas en su lugar. Es un contraste muy fuerte con el noir, con Chandler y Hammett, donde lo que prima es la oscuridad moral. El whodunit está ligado a la claridad. Pero, en realidad, lo menos interesante de un whodunit es esa pregunta, el ‘quién lo hizo’. Los mejores ejemplos del género tienen un motor que va más allá de la simple recolección de pistas para intentar dilucidar el acertijo”. El tiempo dirá si Entre navajas y secretos se transforma en un clásico del futuro en su propio terreno o queda relegada a mero ítem en una lista histórica. Por el momento, con los rumores de múltiples nominaciones en la temporada de premios que se avecina, Johnson parece haber hallado la clave para revitalizar momentáneamente un género que se antojaba anquilosado. Olvidado, incluso. A todo esto, ¿quién será el asesino? Mayordomo no hay.