Qué hacer con el dolor, se pregunta G. “Quien más quien menos, todos tenemos un mal”. El cielo vira de celeste a gris mientras G. camina por el bosque con su Kierkegaard a cuestas. “Si no te apurás, te va a agarrar la noche, la garra negra”, escribe ya de regreso en su cabaña de playa.

El lector puede suponer que G. es sin más el alter ego de Guillermo Saccomanno, quien acaba de publicar su último libro de cuentos El sufrimiento de los seres comunes y que como G. hace años ya que elige vivir cerca del mar, en Villa Gesell. G. es el narrador del último y el más extenso de los relatos de esta colección, titulado “La búsqueda de Dios (basado en hechos reales)” y al que es necesario prestarle especial atención dado que funciona como clave de lectura de todo el libro. En él se cuenta cómo cada día G., el escritor, sale en busca de historias que apunta en su libreta. Hasta se hace pasar por médico con tal de que la gente suelte la lengua y le cuente sus desgracias. Ahora bien, esas historias que recopila G. se van intercalando en el relato con lo confesional, una especie de diario de escritor. “Se escribe por complacencia del yo, pero también por angustia y exorcismo. Por qué no, por venganza”. G. desnuda su alma. “La exposición de sus llagas”, dice. “Había perdido la fe en la escritura. Y la confianza en sí mismo. Dudaba de su honestidad. Qué era ser honesto en la escritura”. Con este recurso donde se intercalan literatura y vida, lo social y lo individual, Saccomanno logra como en una orquesta afinada, que al mismo tiempo que se leen esas historias (algunas de pocos renglones pero todas eficaces y devastadoras) pueda verse el revés de la trama y los conflictos del escritor mientras las escribe. Así este último relato funciona como lo sumergido del iceberg que con su solidez,  le da sentido a la totalidad del libro.

En El sufrimiento de los seres comunes, vuelve la desolación costera como escenario privilegiado en la obra de Saccomanno desde su inclasificable Cámara Gesell (Planeta, 2012). Pero también aparece Buenos Aires, sus barrios desde el Bajo a zona norte, pasando por Moreno hasta la Patagonia; departamentos, casonas y quintas. Saccomanno se encarga de dejar claro que no importa dónde estés ni quién seas, el sufrimiento nos alcanza a todos. “Nuestras vidas son distintas y tal vez nada nos une demasiado, ni una pasión en común. Pero cuando llega esta hora, todos tenemos esto que nos une: lo que buscamos aplacar”, dice un personaje acodado en la barra de un bar porteño. 

El rati, la cheta, la costurera del Once; Tina, de Callao y Quintana, Amelia Ingenieros y su mucama “originaria” Evelyn Agüero. Todos en este libro son a su manera, “sobrevivientes avergonzados”. Así los llama G. Como el profesor que da clases de literatura en la cárcel y le dice a su reemplazante: “Querés demostrarte que sos mejor tipo de lo que sos. Venís a ver el infierno, lo visitás y salís sin haberte chamuscado”. O el hombre que en un bar mira de lejos al padre y a su hija con leucemia y se alegra de que aquella no sea su nena. También la pareja que no puede tener hijos y escucha cada noche desde la cama, el llanto del bebé del departamento lindante. O la adolescente que acepta el trato que propone su vecino de ponerse una mini y visitarlo. O Johnny, el inglés que dispara los torpedos sobre el Crucero General Belgrano en Malvinas.

La noche y el insomnio son un material omnipresente en estos relatos. Seres que deambulan cuando el resto duerme. “El insomnio es el motor de la memoria”, se lee en el cuento donde las mentes de dos hermanos permanecen unidas por no poder dormir, acaso porque lo que en realidad los une, es cierto trauma infantil. Y en “Criatura”, un hombre se desvela con los ruidos de una laucha en su departamento, y cada intento frustrado de atraparla representa su propia vida que se escabulle.

También están la soledad y el miedo. En “Chéjov” el arquitecto Manfredi de pie en el jardín observa embelesado su casa estilo Corbusier, mientras piensa: “La felicidad es el patrimonio de los infelices que se conforman”, aunque pronto, la separación de su amante que lo llama “papi” porque él le lleva treinta años, va a ponerlo de frente con lo peor de sí mismo. Más adelante, en “La arquitectura del suicidio”, dos amigos jubilados toman vodka en el Florida Garden mientras el pasado se esfumó y el futuro son ellos dos caminando en la noche, del brazo y con miedo a caerse.

El ojo de Saccomanno es una cámara implacable por donde a su vez el lector es obligado a mirar y a hacer foco en la miseria del mundo. A esta altura, este tratamiento narrativo puede considerarse su impronta. “Podría decir que se trata de ficciones pero siento a veces que están más cerca del documentalismo”, escribe Saccomanno en la contratapa, quien hace tiempo viene planteando abiertamente su crisis con la ficción. Que prefiere, si no es Dostoievski, leer poesía y filosofía, ha dicho. Y eso, claro, filtra su prosa como una buena savia. Precisa y austera, cada palabra que Saccomanno elige por sobre las demás, es un golpe sobre la hoja: “El latido del corazón sobre la almohada. El ritmo monocorde de la respiración. El roce de la sábana. La ciudad duerme. Ella no.” Historias contadas en tres renglones que dispuestas de otro modo serían por qué no, un poema. “En un paso puede transcurrir un instante y también todo el tiempo del mundo, la memoria de las estaciones felices y, súbito, el miedo, un vértigo, el temor del cielo. Un temor infantil. Ese grito que escuché la otra tarde cuando caminaba por el pinar”.

En El sufrimiento de los seres comunes, además del cielo tormentoso y el frío, los personajes visten de negro, y hasta lo que brilla es opaco. La desesperanza baña la humanidad como un lodo espeso.

“Al reaccionar de una pesadilla, solemos despertar en otra peor: la realidad. Y este era el mensaje de la historia”, dice el profesor que da clases en la cárcel. “A veces me siento Sísifo, dejás el alma en el aula. Y vuelven a caer.”

 

“Mi idea es que la literatura tiene que incomodar, cuestionarte a vos mismo”, declaró recientemente Guillermo Saccomanno; que al igual que el profesor, insiste. Quiere traspasar tu duro corazón, plantar bandera en medio de la banalidad. De la insensibilidad maníaca del mundo.