“El agua fluye, las piedras se agrupan, somos eternos”.

Nos conocimos en el 2004. Me acuerdo del día y del momento, pero lo que más recuerdo es cómo me impactó su sonrisa tan conmovedoramente hermosa. El “Cholo”, o el “Cholito”, como nos sigue gustando decirle, tenía la capacidad de sonreír hasta con los ojos y, quizá por eso, era un tipo al que al instante adorabas. Nos hicimos amigxs enseguida, algo que con él era muy fácil, a pesar de que tenía muchos años más que yo.

En esos tiempos empezábamos a recorrer un camino de justicia, impulsadxs por Juan, en su querida San Nicolás de la que tanto renegaba. Pasábamos muchas horas juntxs. Cada vez que con Manu y Gastón llegábamos para asistir a una testimonial, él nos estaba esperando. Tengo grabada su imagen parado frente a la fiscalía, con frío, con calor, con lluvia, con sol. Se las ingeniaba para congeniar las clases que daba, su militancia en Suteba y estar siempre. Nunca faltó. Ni una vez. Nosotrxs entrábamos y él nos esperaba con esa paciencia de caracol que tenía -como él mismo decía y como tantas veces graficó en volantes, banners y postales- sin importar cuantas horas demoráramos. Nos esperaba para abrazarnos después, para devolverle a nuestro mundo la humanidad que escuchar los relatos del horror le habían arrebatado y con esa sonrisa suya recordarnos que todo también estaba hecho de ternura y afectos.

Muchas veces recorrimos ese San Nicolás tan hostil, buscando testigxs, visitando a la madre de algunx de sus compañerxs desparecidxs o porque quería señalarme el lugar donde la dictadura genocida había asesinado a algunxs de sus amigxs. Al “Cholito” también lo habían secuestrado, a sus 19 años, y me fue relatando despacio todo lo que había sufrido. Había sido militante desde muy joven y su paso por la UES y el peronismo revolucionario había marcado su camino. Estando secuestrado, se había escapado, desnudo, pero lo habían vuelto a detener y pasó más de 5 años preso en distintas cárceles de la dictadura. Yo lo escuchaba y cada vez lo admiraba y quería más. Esas veces, a pesar del ensañamiento del terrorismo de Estado con él, no se ponía tan triste como cuando me contaba sobre sus compañerxs. Exactamente así era el “Cholito”.

Pasaron los años y me mudé dos veces de ciudad, pero siempre nos seguimos escribiendo y llamando. Me visitó en cada lugar en donde viví. Venía a verme y podíamos hablar cinco horas seguidas de todo, pero en especial de nuestra gran pasión, la lectura. Tomamos la costumbre de regalarnos libros y lo seguimos haciendo aun estando lejos. En esos años logramos la condena de varios de los responsables de lo que vivió, fue uno de los momentos más felices que compartimos.

Los primeros días de diciembre de 2016, volví a Rosario. El primer fin de semana en que estuve, fui al encuentro anual que hacen lxs compañerxs sobrevivientes y los organismos de DDHH de San Nicolás y zona. Estaba bastante cansada, pero fui porque tenía muchas ganas de verlo. Hablamos un montón, estábamos felices de volver a estar cerca. Él se sentía muy afectado por cómo el macrismo estaba destruyendo el país, estaba preocupado por lo que nos esperaba y por la continuidad de los juicios, que tanto le importaban y por los que había trabajado la mayor parte de su vida. No alcanzaba con que sus secuestradores y torturadores hubieran sido condenados, él pensaba en sus compañerxs y por eso seguía tejiendo la memoria con la justicia.

Pocos días después, sonó el teléfono. Era la Vale, para avisarme que el “Cholito” había muerto. Entendí por qué la gente a veces describe lo que le pasa diciendo que se les cae el mundo a los pies. Me costó bastante encajar el golpe. Lo primero que hice, después de recibir la noticia, fue mirar el teléfono y revisar nuestros mensajes que se habían interrumpido un día y medio antes. El “Cholito” me preguntaba cómo me trataba el regreso a Rosario y me mandaba una postal de las que él hacía y de las que guardo decenas –esa forma tan suya de enhebrar, en imágenes, sentimientos y memorias-, con un río muy azul sobre el que había escrito que estaba feliz porque su “Pipus” -como a veces me llamaba- volvía a estar cerca y eso le entibiaba el corazón.

Su muerte me llenó de una tristeza inenarrable que se me quedó impregnada y que todavía arrastro. Posiblemente me acompañe, aunque vaya languideciendo, siempre. Desde que se murió tengo una foto de él y yo que no creo en ese dios en el que él tanto había creído en su juventud, la aprieto fuerte en los momentos en los que necesitaría que sus abrazos me devolvieran la ternura del mundo, como cuando nos esperaba en la puerta de la fiscalía.

 

El “Cholito” soñaba con irse a Panaholma, el lugar que había elegido hacía varios años, pero lo postergó porque le había prometido a sus compañerxs desaparecidxs por esa dictadura feroz hacer justicia. Hace un tiempo la “Negra”, otra compañera sobreviviente, dijo en su testimonio en el juicio “Feced” que ella creía que había un cielo de compañerxs y que cuando llegara a ese cielo les iba a contar que lxs había buscado hasta el último minuto. Cuando la escuché, lo primero que pensé fue en el “Cholito”. Estoy segura de que él coincidiría con la “Negra” en que existe un cielo de compañerxs. Y si ese cielo existe también sé que el “Cholito” cuando llegó pudo abrazar a todxs sus compañerxs y decirles que nunca, ni un instante de su vida, dejó de buscar justicia por ellxs. Y lo debe haber dicho sonriendo hasta con los ojos, como sólo él sabía hacer, con la sonrisa más hermosa del mundo.