A los cinco años la francesa Alexandra David Néel dio indicios claros de su espíritu libertario: escapó de casa para internarse en los bosques de Vincennes, en las afueras de París. Un gendarme la encontró al caer la noche y la llevó a la estación de policía, mientras la niña le arañaba la mano con saña: se dice que juró venganza, advirtiendo que un día huiría de los adultos que no la dejaban hacer lo que ella quería y no la encontrarían nunca más. Con los años repetiría las escapadas, esta vez a Holanda, Suiza e Italia; con solo 18 años se fue sin avisar a España y regresó a su país convertida en la primera mujer que completó el Tour de France a pedal.

Con 21 años Alexandra soltó amarras definitivamente para ir a Londres, donde se relacionó con la esotérica Sociedad Teofilosófica y comenzó a estudiar las culturas del Oriente en la biblioteca del Museo Británico. Dos años después hizo su primera incursión oriental aprovechando la herencia de su abuela: viajó un año por India y Ceilán, donde escuchó por primera vez las enigmáticas melodías tibetanas y estudió sánscrito. De regreso en Europa se hizo militante feminista y anarquista radical. Más tarde estudió música convirtiéndose en una cantante de ópera que giraría por muchos países. Pero todo esto no fue más que la preparación para las décadas de viaje permanente que tenía por delante, cuyo máxima aspiración era descubrir los secretos entonces ocultos del Tíbet.

HACIA EL TECHO DEL MUNDO Entre 1895 y 1897 Alexandra fue primera cantante en la Ópera de Hanói y en 1900, establecida en la Ópera de Túnez, conoció al ingeniero Philippe Néel, con quien se casaría. Pero la estabilidad no le sentaba bien a esta viajera que había decidido no tener hijos para no perder esa independencia que la impulsaba hacia el oriente como un misterioso influjo. El matrimonio perduró siete años y no se rompió por ningún conflicto en particular: el 9 de agosto de 1911, a los 43 años, la señora Néel simplemente decidió irse rumbo a Egipto, Ceilán, India, Nepal y Tíbet. El plan original era completar el periplo en 18 meses para volver con su marido. Pero el viaje se extendió 14 años. En su diario escribió “sólo me quedan dos opciones: marcharme o marchitarme”.

Lo curioso es que los esposos mantuvieron por el resto de su vida una larga correspondencia y amistad. Además el señor Néel le administraba las propiedades familiares, algo fundamental para esa vida errante. En 1912, instalada en Calcuta, Alexandra llevó a cabo experiencias extremas como acostarse en una cama de clavos con los faquires y ser parte de rituales de sexo tántrico. En Benarés recibió un doctorado honorario en filosofía por parte de la Escuela de Sánscrito. También conoció al Dalai Lama quien le recomendó aprender tibetano. 

Luego se instaló cerca de la frontera con Tíbet, en el monasterio de Lachen, para recibir del Gomchen –Gran Ermitaño– los secretos de la telepatía. Según sus relatos, el Gomchen vivía en una cueva e imponía una presencia majestuosa usando una corona de cinco lados, un collar con 108 piezas de cráneo humano y una daga mágica. La aprendiz permaneció dos años en el monasterio, donde dominó el tibetano y le revelaron el misterio del tummo, una técnica de “desplazamiento de energías internas” para generar calor corporal y soportar el frío extremo. Mientras tanto comenzaba a hacerse conocida en París a través de los artículos periodísticos que enviaba a diarios y revistas.

El célebre maestro sintió respeto y admiración por sus avances, asignándole el nombre religioso de Yshe Tome (Lámpara de la sabiduría). Fue por ese tiempo que conoció a Aphur Yongden, un monje de 15 años de quien no se separaría nunca, convirtiéndolo en una suerte de secretario, ayudante de traducción, compañero de viaje e hijo adoptivo. Juntos se instalaron dos años en una cueva a 4000 metros de altura, donde ella estuvo a punto de morir de frío. El objetivo era profundizar los ejercicios de meditación y a largo plazo llegar a Lhasa, capital de Tíbet, prohibida para los occidentales. La pareja de peregrinos hizo dos incursiones preliminares, razón por la que serían expulsados de Sikkim en 1916 por los colonialistas ingleses.  

El 13 de julio de 1916, sin pedirle permiso a nadie, emprendió su primer viaje al Tíbet en compañía de Yongden hasta la ciudad de Shigatse. Allí, en el monasterio Tashilhunpo, tuvo acceso a antiguas escrituras budistas y entabló relación con el Panchen Lama, quien admiró su dominio de la lengua tibetana. Imposibilitados de viajar a Europa por la Primera Guerra Mundial, Alexandra y Yongden fueron a Japón y Corea, y luego cruzaron toda China de este a oeste atravesando el desierto de Gobi hasta Mongolia y Tíbet otra vez, donde hicieron un retiro espiritual de tres años en el monasterio de Kumbum. 

VIAJE A LHASA En febrero de 1921 Alexandra y Yongden volvieron al camino decididos a llegar a la ciudad sagrada de Lhasa, mimetizados como dos peregrinos que efectivamente eran. Fue un viaje épico por una ruta inédita que les llevó tres años, cuyas circunstancias están relatadas en el libro Mi viaje a Lhasa. Ella tenía 57 años al iniciar la travesía, que incluía estrechos pasos a 5000 metros de altura. En el camino fueron descubiertos dos veces, debiendo hacer largos rodeos como a comienzos de 1923, cuando fueron hasta el norte del desierto de Gobi para reingresar al Tíbet vía China. En total recorrieron más de 12.000 kilómetros a caballo, a pie y en palanquín, al acecho de bandidos, tigres y leopardos. 

Cierto día los viajeros se cruzaron con un Lung-gom, un monje en estado de trance tan avanzado que le permitía correr durante días a una velocidad asombrosa con zancadas sobrenaturales, sin comer ni beber. Alexandra lo distinguió a lo lejos con sus binoculares: “Pude ver su cara impasible con los ojos abiertos como si mirasen fijamente algo elevado. Avanzaba a grandes saltos. Parecía tener la elasticidad de una bola y rebotaba cada vez que sus pies tocaban la tierra. Sus pasos tenían la regularidad de un péndulo”. Yongden le advirtió que no debían detenerlo porque podría morir si despertara.

La curiosidad indómita de Alexandra la llevó a una experiencia extrema de meditación: la creación de un tulpa, un monje imaginario que se proyecta desde la mente de quien lo piensa y es visto por los demás. Sus maestros le habían advertido que era peligroso porque esos fantasmas terminan siendo incontrolables, lo cual no hizo más que alentarla. Aislada en una cueva logró crear esa entidad bajo la forma de un monje petiso, regordete y bonachón que respondía a sus mandatos y la acompañaba en sus viajes. Pero con el tiempo también el tulpa demostró un carácter anarquista y comenzó a obrar a su antojo perdiendo sus modos afables, incomodando a todos a su alrededor. Alexandra comenzó a temerle por sus actitudes siniestras como venir por detrás y tocarle el hombro, así que decidió borrarlo de su mente: esa ardua tarea le llevó seis meses de profundo esfuerzo. 

Los caminantes llegaron a Lhasa en febrero de 1924, ya sin el resto de la caravana y ocultos en una multitud que iba a una festividad: era peligroso que los descubriesen. Permanecieron dos meses visitando monasterios sin que nadie reconociera a la mujer como extranjera. Era una perfecta tibetana que se expresaba en lengua local, tenía la cara y las manos oscurecidas con hollín, usaba una peluca hecha con cola de yak y llevaba el pelo untado con tinta china. Lo único que despertó sospechas fue su “extraña” costumbre de ir cada mañana al río a higienizarse. Fueron denunciados pero el gobernador estuvo lento de reflejos y los dos ilegales pudieron partir a tiempo. Pero Lhasa no era lo que Alexandra esperaba y dejó testimonio de su decepción: ni siquiera el palacio Potala le pareció gran cosa. 

DE REGRESO AL HOGAR En 1925 la aventurera volvió a Francia y pareció echar raíces hasta 1937. Compró una pequeña casa en los Alpes marselleses a la que nombró Fortaleza de Meditación –hoy un museo– y se encerró a escribir. Pero nuevamente sintió que se marchitaba y a la edad de 69 emprendió una nueva gira asiática de nueve años con su secretario-monje, ahora interesada en estudiar taoísmo antiguo. Tomó el tren Transmongoliano de Moscú a Pekín y recorrió China en plena guerra sino-japonesa por un año y medio, hasta regresar al pueblo tibetano de Tachienlu, donde hicieron un retiro de cinco años. Estando allí se enteró de la muerte de su exmarido en 1941.

Regresaron a Francia en 1946, ella con 78 años y el rango de lama tibetana, convertida en una premiada celebridad europea a quien todos querían oír en sus conferencias. También tuvo detractores que no creían sus historias de levitación, fantasmas y reencarnaciones. Vivió 101 años, hasta el 8 de septiembre de 1969, y al cumplir un siglo renovó su pasaporte “por las dudas”, declarando: “No sé absolutamente nada, apenas estoy empezando a aprender”.