Desde Río de Janeiro
En mis años jóvenes, solía escuchar cada tanto la frase “este es un mes para olvidar” o, en casos extremos, “a este año, mejor olvidarlo”.
Pues 2019 es, para mí, todo lo contrario: un año para recordar siempre y siempre, para no olvidar jamás.
Ha sido uno de los peores años de mi vida. En parte, por razones de índole personal. Pero principalmente, o mejor, esencialmente, por lo que hicieron y hacen con mi país.
De la autonomía universitaria a las artes y la cultura, con especial énfasis en el cine; del medioambiente a las facilidades para que una policía corrupta y asesina mate cada vez más; del desmonte de la estatal de petróleo Petrobras a la destrucción de comisiones de la sociedad que contribuían para la defensa de derechos humanos; del funeral de la educación pública al final de una tradición de décadas en política externa, por donde se mire lo que se ve es pura, furiosa destrucción.
En un año hemos retrocedido décadas, y vaya saber cuántas más serán necesarias para volver al punto en que estábamos antes de la catástrofe. Las instituciones sacrosantas siguen apáticas. Nadie parece capaz de pararle la mano a Bolsonaro y su furia destructora.
A mis edades, no creo que alcance a ver esa vuelta.
Brasil desapareció del escenario internacional, y ni siquiera en los años más duros de la dictadura tuvo una imagen tan negativa entre los países civilizados del mundo.
No, no hay que olvidar este año tenebroso, de puras tinieblas. Lo que me pregunto es cómo hemos llegado tan fondo a este pozo sin fondo.
Jair Bolsonaro es grosero, totalmente desequilibrado, sin noción alguna del puesto que ocupa y del país que destroza. Actúa basado exclusivamente en furia, en odio, en resentimiento. Un ultraderechista sin norte ni rumbo, que ve enemigos en todas partes y que no oye otra voz que la de su mente enferma.
Lo que me inquieta y me desespera es que nada de eso es novedad. A lo largo de larguísimos 28 años fue un diputado cuya ocupación central era, además de hacerse con un montón de dinero, defender a las milicias paramilitares, a la dictadura que de 1964 y 1985 sofocó a este país, a elogiar a torturadores nauseabundos.
Durante su campaña electoral recorrió el país advirtiendo que una vez electo trataría de extinguir el comunismo y el socialismo que jamás existieron en Brasil, a defender los valores de la familia, valores que nunca definió, a gobernar bajo la tutela de dios un país que constitucionalmente se declara laico.
¿Cómo nadie advirtió el peligro anunciado, escandalosamente anunciado? ¿Cómo semejante esperpento logró convencer a los electores de que valía la pena jugarse a una apuesta suicida?
Entre los votos obtenidos por Fernando Haddad, el candidato del PT, y los que optaron por votar en blanco, anular el voto o abstenerse, se llega a un 61% del universo de electores brasileños.
La única conclusión a la que logré llegar es que los que votaron en blanco, anularon o se abstuvieron son los responsables directos por el horror que vivimos. Por ignorancia o lo que sea, pero son responsables.
Habría, claro, que mencionar a un juez manipulador y parcial, Sergio Moro, que impidió que el favorito Lula da Silva disputase la elección presidencial, mandándolo a la cárcel en un proceso escandalosamente absurdo. Ese mismo que, en una elocuente demonstración de indecencia, ahora ocupa el ministerio de Justicia del presidente que ayudó a elegir. Y también el poder de los medios hegemónicos de comunicación, que se empeñaron hasta el fondo del alma para demonizar la política y abrir espacio para un “renovador” que, concretamente, venía y representaba lo peor de lo peor de la política más miserable.
La única conclusión a la que llego es que había un país sumergido, extremamente reaccionario, racista, homofóbico. Un país que siempre supe que existía pero creía muy minoritario, y que se reveló en todo su esplendor al elegir a semejante bestia.
Dicen los sondeos de opinión que Bolsonaro llega al final de su primer año siendo el presidente más rechazado de la historia. O sea, mi país es también un país de arrepentidos. Inconsecuentes arrepentidos.
A principios de 2019 la sacrosanta y dañina entidad llamada mercado financiero preveía que a estas horas el dólar estaría cotizado a 3,80 reales, que el PIB habría crecido 2,5 por cienot, que todo andaría de maravillas.
Bueno: el PIB rondará alrededor de 1,1 por ciento, el dólar ronda los 4,10 reales, hay como unos 12 millones de desempleados y otros 24 millones de subempleados o trabajadores en situación de extrema precariedad.
Los ricos de siempre siguen optimistas. Los ninguneados de siempre siguen ninguneados. Y el nefasto desequilibrado que nos preside sigue prometiendo empeorar cada vez más lo que ya está destrozado.
Sí, sí: 2019 es un año para ser recordado para siempre. Ha sido el año del retroceso. Queda por ver qué y cómo hacer para resistir y sobrevivir a un 2020 que se diseña turbio en un horizonte gris.
Nunca, como hoy, decir “Feliz Año Nuevo” es más, que un deseo, un pedido desesperado.