No se trata de sugerir una tipología pero si se piensa en las distintas formas de crecer, o al menos en las representaciones disponibles en el cine y la literatura, quizás una diferencia importante sea entre crecer solx o crecer entre muchxs. Por estos días se estrena en Estados Unidos una nueva versión de Mujercitas, un claro ejemplo de relato de aprendizaje en el que las hermanas March se prueban, exploran y definen como individualidades de a cuatro, y también por supuesto mirando a otras mujeres y a la mamá. La botera, primera película de Sabrina Blanco que participó de la Competencia Argentina en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, es la historia de una chica que crece en soledad. No importa cuán rodeada de gente o no pueda estar Tati, la protagonista (la actriz no profesional Nicole Rivadero); en su casa o en las calles de Isla Maciel, donde vive con su padre, a Tati siempre parece separarla del resto una distancia espesa, dura, a la que ella responde con un gesto permanente de malhumor y desconfianza.

Hay algo con las distancias que es importante en la película: el bote al que se refiere el título es uno que hace el cortísimo recorrido para atravesar el Riachuelo de Isla Maciel a Capital y aun así, en la vida de Tati y otros de los personajes de la película, ese tramo se percibe como un abismo. Lo que está totalmente a mano y sin embargo inalcanzable es un elemento intangible y a la vez muy real en La botera; separada de sus compañerxs de escuela, que la reciben entre burlas en la única escena en que se la muestra en el colegio, o de las chicas que bailan reggaetón en la calle y como grupo de amigas, Tati pasa todo el tiempo sola. Solo parece relajada y en su elemento en los breves momentos en que se la ve tendida en la cama, con el pelo suelto, o desayunando en bombacha; el resto del tiempo parece acorazada dentro de sus camperas, con el cierre subido a tope. 

Es el bote, precisamente, el elemento que va a empezar a acortar las distancias, en primer lugar con el chico que lo maneja y que va a ofrecer lecciones de remo, un desplazamiento pequeño como los ochos que hacen los remos en el agua oscura del Riachuelo pero que va a generar grandes cambios. La botera sigue a Tati en sus modestas peripecias en Isla Maciel y hace de esa locación un hallazgo, el de un mundo particularmente duro en el que los camiones, enormes, le pasan por el costado a la protagonista mientras camina por el barrio y donde el paisaje al otro lado del río es opaco, de puertos y autopistas, poco apto para el tránsito humano. 

La pequeña escala del bote que cruza a los vecinos con sus bolsas de compras a cambio de seis pesos habla de una vida de rebusque que se construye casi a espaldas de la gran ciudad, y que incluye al comedor donde Tati ayuda varios días a la semana, o las changas que hace el padre. En ese contexto, lo que construye La botera también es el despertar sexual de Tati, atenta a las condiciones particulares de la vida en la Isla. El padre, por ejemplo, la tiene en la casa como un animal enjaulado y hasta pone alambre de púa para que la chica no se escape saltando la pared; un plano sutil en una guardia médica que muestra a una chica muy joven embarazada quizás explique por qué. Pero Sabrina Blanco también persigue otro tipo de experiencias más universales como mirar el cuerpo de otras, tener asco del sexo de lxs adultxs o pintarse los labios por primera vez. En La botera, crecer es una aventura solitaria en la que no hay tanto transiciones plácidas como espasmos, incluso golpes: un día Kevin, el amigo de la infancia de Tati —con el que planean una misión tan infantil como enterrar a un gato muerto—, se va al norte a trabajar con el padre; un día, Tati es capaz de desnudarse frente a un chico y lo hace de un tirón, como si se arrancara una curita. Para esa violencia del crecer, Sabrina Blanco encuentra un paisaje inmejorable en Isla Maciel y en la mínima travesía de un bote que apenas une dos puntos muy cercanos, acá y allá, pero que cobra un sentido poético construido con inteligencia y belleza.