Vi la mancha azul cuando lavaba las piedras que había recogido esa tarde en la playa. Caía el sol, y la arena brillaba como vidrio roto.

Los mayores me llamaban desde la sombrilla, pero fingí que no los veía. Me acerqué a la mancha y noté que en realidad era un resplandor que alumbraba la arena desde abajo. 

Me puse a escarbar y al rato desenterré una piedra azul, chata y redonda, con una protuberancia en el centro. Me asombró que no fuera brillante, sino opaca. El fulgor azul la envolvía como una nube. No era preciso lavarla, porque no tenía arena pegada. Me la escondí en el pantalón de baño y volví a la sombrilla. Llevaba las otras piedras en una bolsa. Mi padre quiso verlas cuando llegué.

–Mostrame el tesoro de Barbarroja –dijo. 

Y Barbarroja le mostró sus piedras, todas menos la azul.

A la noche subí a acostarme apenas terminé de cenar. Ese verano sentía por primera vez el orgullo y la frustración de dormir en un cuarto propio. Había anhelado ese aislamiento. Ahora que mis hermanas y yo habíamos crecido, desvestirse era una complicada serie de maniobras “en salvaguarda de la intimidad”, como decía mi tía. Además, me fastidiaban esos cuchicheos de mujeres en la penumbra. 

La soledad, sin embargo, era más hiriente de lo que había imaginado. 

Mi dormitorio daba al jardín trasero –así llamaba mi tía a un pastizal lleno de cosas arrumbadas– y por la ventana se veía un árbol nudoso y negro que a veces me paralizaba de miedo. Pero esa noche apoyé la piedra en la cómoda y el miedo y la soledad se disiparon. Dormí como si me protegiera una sombra benigna.

Cuando me levanté, la piedra se había transformado. Ahora era una piedra doble, dos láminas chatas con una protuberancia en el centro, exactamente iguales a la original, unidas por un puente delgado pero firme. Me apoyé la piedra doble en la nariz, como si me probara anteojos, pero en seguida volví a dejarla en la cómoda. En la playa, cuando todos estábamos reunidos bajo la sombrilla, me sentí obligado a contar lo que había ocurrido. Mi tía jugaba a los naipes con mi madre, mis hermanas admiraban furtivamente los músculos de un bañero, mi padre dormitaba en la lona. En voz muy baja, pues casi prefería que no me oyeran, comenté que había encontrado una piedra azul y en la noche se había duplicado.

–Todo puede suceder, con los tiempos que corren –dijo mi tía sin apartar la vista de los naipes.

Pasé el resto del día como envuelto en un capullo. Todo era frágil pero inmenso.

–Hoy no juntaste piedras –observó mi padre después de la cena.

–Colgaron a Barbarroja –le respondí.

–Del cuello hasta morir –rió mi padre.

Un viento fuerte me despertó a medianoche. Miré hacia la ventana: las hojas del árbol negro aleteaban furiosamente, y las ramas parecían brazos velludos. La casona crujía. Aunque mi tía estaba orgullosa de esa propiedad que le había legado la familia, era un edificio destartalado y grotesco. Mi tía tenía más ínfulas que dinero y la casona –aunque ella pronunciara esta palabra con mayúscula– era asfixiante. Pero esa noche el árbol no me asustó. Me sentía amparado por esos ojos azules que brillaban sobre la cómoda y parecían escrutar, en su pétrea placidez, el universo entero.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos en el jardín, quise hablar de nuevo sobre la piedra. Mis hermanas escribían cartas a sus novios de Buenos Aires mientras mi tía recitaba antiguas glorias familiares en las que mi madre creía con un candor que entonces me divertía y con el tiempo me resultó alarmante. Me acerqué a mi padre y le repetí la historia de la piedra azul. Me escuchó con una sonrisa.

–Un talismán llegado del mar –exclamó teatralmente.

Mi madre lo miró con tristeza. Mi tía murmuró algo sobre los problemas del crecimiento y las fantasías perniciosas. Aún hoy recuerdo esa palabra, “perniciosas”, como un taladro horadándome el cráneo. Mi padre aceptó subir a mi cuarto para ver el talismán. Mi tía comentó que las extravagancias del hermano siempre habían sido la vergüenza de la familia. Mi madre asintió como quien se resigna a una fatalidad.

–No es un talismán –le dije a mi padre mientras subíamos la escalera. No estaba seguro del significado de esa palabra, pero sospechaba que mi padre no había entendido–. Esa piedra está viva.

–Todos los talismanes están vivos –respondió mi padre. Y añadió, para mi decepción–: En cierto modo.

Arriba le mostré la piedra doble. A mi padre se le borró la sonrisa. Examinó la piedra con admiración y espanto. Tenía la expresión de una fiera, pero hizo un esfuerzo para dominarse. Comentó, casi con desdén, que había otras más bonitas.

–¿Viste el fulgor azul? –exclamé.

–Un fenómeno óptico –explicó vagamente–. Claro que no parece una piedra común. Con razón imaginaste esas cosas. –En seguida se arrepintió de esa frase–. Quiero decir que encontraste algo interesante.

–Cuando la encontré no era doble.

Mi padre no respondió. Le quité la piedra con brusquedad y la apoyé de nuevo en la cómoda. Él extendió el brazo como para recobrarla, pero se puso la mano en el bolsillo.

Más tarde, en la playa, descubrí el esplendor del mundo. Mi piel tocaba la arena, y la arena tocaba el mar, y a lo lejos el mar tocaba otras playas, y la arena de esas playas tocaba la piel de otra gente. Hilos invisibles unían todas las cosas. Recogí arena y la apreté con fuerza. 

La arena era la eternidad, y la tenía en un puño.

Esa noche me acosté y me puse a mirar el árbol. A través de las ramas, vi el resplandor lechoso que cuajaba el cielo. Pensé de nuevo en los hilos invisibles y los imaginé como una gran telaraña. Esa telaraña era el mundo, y se segregaba e hilaba a sí misma. Vi un fulgor azulado palpitando en la oscuridad. Los ojos de piedra parpadeaban en la sombra para ver el mundo del que formaban parte.

A la mañana, durante el desayuno, mi tía me preguntó:

–¿Qué es esa costumbre de prender y apagar la luz de noche? ¿No te enseñaron a no gastar electricidad? El despilfarro ha sido la ruina de esta familia.

La miré sin entender.

–Te habrás dormido leyendo y no te diste cuenta –balbuceó mi madre, tal vez para ayudarme.

–Nadie lee prendiendo y apagando la luz –insistió mi tía–. Anoche sentí calores y me levanté. Salí al jardín y vi un reflejo intermitente. Miré tu ventana y el reflejo venía de allí.

–¿Jugás a los fantasmas? –bromearon mis hermanas.

Mi padre callaba pero me observaba con avidez, como si el mundo dependiera de mi respuesta. Me quedé mudo, y mi tía murmuró algo sobre los malos ejemplos y los jóvenes irrespetuosos.

–No lo hago más –dije al fin, para quitármela de encima.

Mi padre me miró defraudado. Una sombra le cruzó la cara.

–¡Bu! –exclamaron mis hermanas.

–Yo no creo en fantasmas –contesté de mal humor.

El mal humor no me duró mucho tiempo. 

Cada día, la piedra me revelaba que nuestra soledad es una apariencia. 

Una noche, un chasquido en la puerta de mi cuarto despedazó ese milagro. Me desperté, pestañeé y vi a mi tía en el umbral, con la mano en el picaporte. Una luz azul la envolvía, el fulgor palpitante de la piedra. Me quedé quieto para que ella me creyera dormido, pero estaba demasiado perpleja para fijarse en mí. Evidentemente había abierto la puerta de golpe para sorprenderme en mi presunta desobediencia, pero la mirada acusatoria y triunfal se le había borrado. Clavaba los ojos en la luz azul. 

Se acercó a la cómoda en puntas de pie. Al principio no se animó a tocar la piedra. Tanteó alrededor de ella como buscando una conexión eléctrica. La piedra dejó de parpadear. Mi tía la tomó con cautela y la soltó como si le diera asco. La piedra parpadeó de nuevo. Mi tía se llevó las manos a la cabeza, y se le desprendió un aro. No se agachó a recogerlo. Abrió la boca para gritar, pero no pudo. El grito (de algún modo hay que decirlo) le salió por los ojos. En la penumbra azulada, sus pupilas centellearon como ascuas.

A la mañana bajé a desayunar con el aro en el bolsillo.

–¿Por qué traés porquerías a mi casa? –rezongó mi tía.

Mi madre se tapó la boca con las manos.

–Querida hermana –dijo mi padre–, empecemos el día en paz. ¿De qué porquerías estás hablando?

–Las piedras. ¿Para qué trae piedras de la playa?

–No tiene nada de malo, y además lo hizo siempre.

Mi tía murmuró algo sobre los padres irresponsables que llevaban a los hijos por la mala senda.

–Son sólo piedras –dijo mi padre–, y están guardadas en una bolsa.

–Ayer entré a limpiar y vi una piedra en la cómoda. ¡En la cómoda!

–¿Te referís al talismán? –preguntó mi padre.

Mi tía lo miró boquiabierta.

–Esa piedra está viva –declaró mi padre, guiñándome el ojo.

Mis hermanas, por contener la risa, se atragantaron con el café.

–¿De qué estás hablando? –preguntó mi tía.

–Es sencillo –explicó mi padre, impostando la voz–. Esa piedra vigila el universo. En ella están los ojos de Dios.

Mi tía se santiguó, murmuró algo sobre herejías y blasfemias y perdió la paciencia.

–Debí imaginarme que vos andabas metido en esa broma pesada –protestó.

–¿Broma? –preguntó mi padre, sinceramente intrigado. Se puso serio de golpe. Mi tía intuyó que había hablado más de la cuenta.

–Vos y tu hijo –masculló–. ¿Por qué no aprenderán de las mujeres de la familia? A vos también te hablo, mocoso –añadió, mirándome con ferocidad–. ¿Por qué no aprendés de tus hermanas, que son unas señoritas?

–No quiero ser una señorita –murmuré.

Mi madre agachó la vista. Mis hermanas se levantaron respetuosamente de la mesa y entraron en la casa. Oí el eco de sus risitas apenas cruzaron la puerta.

–¿De qué broma estás hablando? –insistió mi padre.

Mi tía frunció la cara, no con enfado sino con angustia. Sentía ganas de gritar y el grito, como la noche anterior, le salía por los ojos. Parecía estar viendo el parpadeo de la piedra azul. Yo me irrité al recordar la noche anterior.

–Vos no entraste ayer a limpiar –dije de golpe–. Entraste anoche.

Mi tía murmuró algo sobre calumnias y difamaciones. Qué me había creído, jadeó. Tan luego ella, andar fisgoneando de noche en los dormitorios.

Me enojé tanto que no pregunté qué significaba “fisgoneando”.

–Me despertaste –insistí–. Fuiste a espiarme.

–No inventes cosas –tartamudeó mi madre.

–No sé cómo permitís este bochorno –le dijo mi tía a mi padre–. Siempre dije que este chico fantaseaba demasiado, pero nunca creí que fuera capaz de insultar a sus mayores.

–Yo no fantaseo –protesté–. Anoche, para cenar, te pusiste los aros rojos.

Instintivamente, mi tía se llevó la mano a la oreja.

–Después perdiste uno en mi dormitorio –concluí, tirando el aro sobre la mesa.

–¡Monstruo! –dijo ella.

El desayuno terminó en un revuelo de excusas y acusaciones. 

Esa tarde, cuando yo tomaba sol en la playa, mi padre se me acercó.

–La tía quiere que tires las piedras – me susurró al oído.

Alcé la cabeza sobresaltado.

–¿Todas? –pregunté.

–Todas.

–Quiero quedarme con una. Sólo una.

–Tienen que ser todas.

–¿Por qué? ¿Qué tienen de malo las piedras?

–Nada, pero vos sabés que las personas mayores tienen sus cosas.

–¿Qué tienen que ver esas cosas con mis piedras?

Mi padre extendió la mano y me ayudó a levantarme.

–Vamos –dijo–. Yo te acompaño. Quiere que las tiremos al mar.

Caminamos por la playa y la calle de arena hasta llegar a la casona. Mi tía estaba en el porche, sentada en la mecedora, abanicándose. Aferré con desesperación la muñeca de mi padre.

–Amo esa piedra –le dije. Y el amor me quemaba los nervios, me pegaba en las sienes.

Mi padre no respondió.

–Es una lástima que no aproveches la playa –le dijo a mi tía al llegar al porche–. Es un día hermoso.

Ella no dijo nada y desvió los ojos, abanicándose con rabia. Murmuró algo sobre la vejez y los años perdidos.

–Pero la tía no es vieja –le susurré a mi padre mientras subíamos. 

–No se lo digas nunca –repuso mi padre–. Ella quisiera ser vieja. Ella quisiera estar muerta.

Y parecía muerta cuando bajamos. Sentada en la mecedora, con el abanico en el regazo, lucía doblemente inmóvil. Tenía los ojos abiertos, pero no nos siguió con la mirada.

En la playa, mi padre y yo vaciamos la bolsa y nos pusimos a arrojar las piedras al mar. Jugamos a ver quién las tiraba más lejos. Las piedras rebotaban en las olas antes de hundirse. Las gaviotas las perseguían, tal vez creyendo que eran peces. La piedra azul quedó para el final. Mi padre la recogió y echó el brazo hacia atrás para arrojarla, pero se arrepintió y me la dio a mí. Miré la piedra doble: había perdido el fulgor, y era como un par de ojos muertos. No quise aceptarla. Mi padre la dejó caer en la arena y se fue hacia la sombrilla. Quise gritarle que era un cobarde, pero mi propia cobardía me lo impidió. 

Lagrimeé. 

Tomé la piedra y la tiré al mar. Las gaviotas se dispersaron en un estallido de plumas. El cielo parecía un cristal hecho añicos. 

En la cena de esa noche, mi tía abusó más que nunca de su papel de anfitriona. Repitió en una sola sesión las historias familiares que siempre nos administraba en dosis homeopáticas. Mi madre le festejaba las bromas con carcajadas histéricas. Mi padre y mis hermanas asentían en silencio. Yo miraba el plato con una sensación de vértigo. Después del postre, dije con timidez que esa noche no quería dormir solo. Pensé que mis hermanas se burlarían de mí, pero ambas me aceptaron con entusiasmo.

–De chico él era igual –dijo mi tía, mirando a mi padre con la ternura de un buitre. Murmuró algo sobre la edad difícil y el miedo a la oscuridad. 

Mi padre recordó anécdotas sobre su infancia y juventud. Nunca las había contado antes, y quizá las estaba inventando. Reía, pero cuando fui a despedirme de él y le besé la mejilla noté que la tenía húmeda.

En el dormitorio, antes de acostarse, mis hermanas se pusieron a mirar el mar desde la ventana. Hablaban de películas y actores de cine. Yo estaba echado en un colchón que habían puesto en el suelo y observaba la silueta de ambas perfilada contra el claro de luna. Mis hermanas me llamaron de pronto.

–Mirá eso –exclamaron, señalando unas astillas de luz azul que bailaban en la espuma frente a la playa–. Deben ser medusas.

Mis hermanas se fueron a acostar y yo me quedé junto a la ventana. 

Sabía que no eran medusas. 

A medianoche vi a mi padre en la playa. Estaba arrodillado de cara al mar, y se quedó allí hasta que la luz azul murió. 

Al día siguiente, mientras caminábamos juntos cerca de las rocas, le tomé la mano para demostrarle que no le guardaba rencor. Noté que le temblaba el brazo, y supe que no se había perdonado a sí mismo. Abatido, recogí un puñado de arena y lo apreté con fuerza. 

Pero se me escurría entre los dedos, y era sólo arena.