La trayectoria única de Sandro deja cifras que también son únicas para la industria, como las de una convocatoria que llegó a dejar 40 teatros Gran Rex llenos en una temporada extendida, entre el 16 de octubre de 1998 y el 28 de febrero del año siguiente. La más profunda condición de único, sin embargo, se cifra en lo que Sandro lograba que ocurriera en el transcurso de esas cifras. Arriba, y también abajo del escenario.

Sandro creció y maduró en escena y junto a su público, y su gran conquista fue que, lejos de aceptar los años como un atributo negativo –como propone toda la subjetividad contemporánea, y mucho más cruelmente dentro de la industria del espectáculo y el entretenimiento– los transformó en virtudes, para él y para sus seguidoras. Y así su erotismo corporal mutó del revoleo de pelvis de juventud, a la oda a la panza orgullosamente amasada en esos recitales de fines de los 80, cuando pedía para ella un aplauso, porque, explicaba, había allí “un símbolo de libertad”, instando a los demás a entender del mismo modo cada cuerpo.

Ya en su última etapa, entrado el nuevo siglo, hasta llevó la enfermedad con la que convivía a esos conciertos que eran liturgia. “A mí ya no me maquillan, me restauran”, avisaba. Su micrófono tenía un cañito que lo ayudaba con el oxígeno y, lejos de ocultarlo, lo exhibía y bromeaba con eso. O aparecía directamente mostrando el respirador. Siempre, eso sí, luciendo su brillante bata de raso, qué trasgresión. También en eso Sandro fue único: un tipo que logró calentar a todo un auditorio arrastrando un respirador y avisando entre risas que en cualquier momento se podía morir.

Lo increíble era que Sandro lograba sostener todo esto en medio de un alucinante despliegue kitsch. El repaso por las crónicas de la época suma en un mismo concierto una entrada triunfal con “Así habló Zaratustra” de Strauss; un final con “Serenata a la luz de la luna” y un cielo estrellado de fondo; tres japonesas con kimono presentadas como “el coro butterfly” y a favor de “la hermandad de los pueblos”; una orquesta pretenciosa al estilo big band; un cuerpo de baile; un libreto con moraleja de Marcos Carnevale; gitanos encarnados por Rita Cortese y Matías Santoaiani.

Una barroca intensidad que esta cronista paparula no lograba por entonces decodificar, aunque intuía que en el fervor incondicional de aquellas nombradas como “mis nenas, mis niñas, mis muñecas”, había alguna clave por develar. Apelativos que no deben confundir a le lector deconstruide: Roberto (porque Sandro era para la gilada, las que lo sentían cerca lo llamaban por su nombre) fue el gran precursor de un goce al que tantos feminismos no le entran todavía, el de la madurez y más allá. Goce aun prohibido y estigmatizado si los hay. Goce por el que les madures de hoy deberemos seguir luchando. Gracias, Roberto, gran precursor, por la panza y por la bata.