El sol cuyano era fuego sobre el asfalto. Los alrededores del Hospital Italiano lo salpicaban mujeres maduras ya agotadas por la espera y el calor seco. Aguardaban cada parte médico en silencio, con esa tensión de las definiciones por penales. Estallaban eufóricas si el indicio era bueno –aullidos, algunas gitanas que echaban a bailar-; se hundían en la angustia y el llanto si el parte era negativo. Las fans pendulaban entre el negacionismo y la fe. El deterioro fue progresivo: el parte final del cardiocirujano Claudio Burgos provocó pena, mucha pena, pero no sorpresa. Nadie reparó en el espantoso tecnicismo médico: solo importó el “dejó de existir”, ese (también horrible) eufemismo. “A las 20.40 hora local, el señor Roberto Sánchez dejó de existir debido a un cuadro de shock séptico que se complicó con una necrosis intestino mesentérica y una coagulopatía por consumo”.

Aún la muerte más anunciada provoca dolor. En el caso de Sandro, ese dolor se potenció tal vez por haber sido él mismo quien decidió someterse a un trasplante de alto riesgo, temerario para un hombre de su edad. Hubo en la decisión terquedad vital y una pareja dosis de coraje y romanticismo; fue, al fin, un gesto poético. Sandro lo decía bien sencillo: “No me interesa vivir conectado a un tubo de aire. Quiero vivir en serio”.

Minutos después del comunicado caminé entre las lloronas pensando qué me había fascinado tanto de Sandro. Tuvimos una relación profesional, de periodista a artista, respetuosa, noble, por momentos personal. Fascinaba su canto, sí, su insuperable condición de performer y su carisma. Pero el arte que manejaba magistralmente y que más me atrapó fue el de la conversación. Fue un charlista extraordinario y tenía una memoria de oro: un Funes no solo del espectáculo (podía ir con autoridad y anécdotas e imitaciones de Nini Marshall a Osvaldo Pugliese, de Robertone a Oscar Casco, de Pappo a Ian Anderson), también de los usos y costumbres barriales de los años 50, de la literatura popular, de la cocina étnica y de las religiones comparadas. En el refresh melancólico frente a la cordillera recordé la noche que lo conocí, una epifanía que fue a parar al prólogo de mi libro “Sandro. El fuego eterno”.

Fue el invierno de 1993, en el camarín del Cine Mayo de San Miguel. Yo había ido a cubrir uno de los conciertos suburbanos con los que solía preparar su desembarco en la calle Corrientes. Sandro probaba el show 30 años de magia, que en semanas estrenaría en el Gran Rex. Fue una gran decisión: verlo cantar ahí, un día de semana, fue finalmente el motor del libro. Las fans ardían y él se movía como un viejo hechicero. Era un miércoles o un jueves, la Selección Argentina dirigida por Alfio Basile estaba a punto de coronarse campeón de América y en San Miguel caía una escarcha pesada. El teatro estallaba: habían agregado sillas en los pasillos. Vi a esas mujeres maduras, rejuvenecidas durante el extraño ritual con tanta parodia como erotismo en estado de pureza. Vi corpiños al aire. Vi a un titiritero excepcional. Vi uno de los mejores shows de mi vida.

Cuando terminó el concierto, su manager me encaró y me dijo: “Vení. Roberto te quiere conocer”. Entré: estaba con la bata roja. Todo me resultado nebuloso, onírico. “Bienvenido al Madison Square Garden”, me dijo en el camarín de tres por tres, sillas raídas, espejos viejos y un florero con rosas. Me invitó con champagne francés, él tomaba gin en un cáliz color cobre. No paraba de llenar mi copa. Hablamos de todo, con esa confianza creciente que solo da el alcohol. Me hizo jurar que jamás daría detalles de la guitarra que le mandó Elvis.

A esta altura, todo lo que se escriba sobre Sandro tiene sabor a lugar común. Fue simplemente un artista único, que soportó uno a uno los embates y el desprecio de quienes luego se rindieron a sus pies: periodistas, rockeros, cierta intelectualidad. Nunca mostró ningún tipo de rencor. Estaba como un poco más allá de los cotilleos menores. Al fin, su verdadera lucha fue contra el tabaco.

Sandro murió hace diez años porque quería vivir. Esa es la gran paradoja. El resto – ¿quién fue realmente?, ¿de dónde salió su genio?, ¿componía los temas?, ¿su temperamento realmente difería entre Roberto Sánchez y Sandro?- es, sigue siendo, misterio. 

* Autor del libro "Sandro. El fuego eterno"