Durante estos días las puyas por el “haiga” de Axel y la atribución de novelas a Borges por parte de Alberto Fernández no hicieron más que seguir una tradición conservadora que comenzó con los chistes sobre la supuesta ignorancia de Carlos Aloé, gobernador de la provincia de Buenos Aires durante el primer gobierno de Perón , y siguió , con las mofas al Menem que citaba un Sócrates leído y al “conmigo o sin migo” ideado por Herminio Iglesias.

Nada nuevo en el humor gorila aunque la concesión de hábeas corpus a algunos simios debería haber modernizado las especies aun en la metáfora.

Je suis Catita

El personaje llamado Catita (Nini Marshall ) revolucionó el Saber bajo la forma de una insurrección que dinamitaba todo protocolo de conocimiento , explotando los equívocos del lenguaje . Minguito Tinguitella (Juan Carlos Altavista) se fascinaba con los grandes artistas hasta perder el habla, pero su intención era tener acceso a lo que lo excluía como “mersa” ,”bestia”, o “analfabeto crónico” y no dejaba de aspirar al vocablo difícil, a las maneras del periodismo televisivo, a una módica cultura que le permitiera verduguear a otro . El Toto Paniagua (Ricardo Espalter) quería las maneras de la mesa de un cortesano y para eso dignificaba el conocimiento chanta de su profesor. Pero Catita, de todos los personajes que hicieron de burros en radio o televisión, es la más revolucionaria. Ella puede meter en un búcaro de Lalique una planta de ruda macho , mandar a limpiar un espejo "manchado" o pedir que le rebajen el precio de una Venus de Milo –ella la llama “Venus del Mirlo”–  por su falta de brazos . No se abatata ante la Cultura, la apropia.

El corrector no es el sabio y la burla gorila no viene de la erudición sino del valor puesto sobre la cultura de claringrilla como la llamaba David Viñas : definiciones provisorias y siempre frágiles ante las artes de la argumentación en el campo siempre en pugna de las ideas que es histórico y que es político, datos sobre hechos que se pretenden relatables como fenómenos físicos, universos resumidos en un manojo de nombres propios; todos saberes como aquellos de los que hacía gala el personaje encarnado por Juan Carlos Thorry que consideraba a la torre Eiffel, no un incómodo edificio sin paredes y por eso al alcance de la curiosidad de los vecinos como lo hacía, su interlocutora radial, Catita, sino “una monumental construcción de hierro, un monumento de 300 metros de altura con un observatorio , una torre abierta al público para su solaz y diversión”.

Si Catita gusta sin discusión, no es sólo por su gracia o su relevamiento sociológico – aunque encontrarle una utilidad es calmar su índole irrespetuosa y festiva– sino porque hace de los conocimientos, la educación y las buenas costumbres del lenguaje, no elementos de “acceso” o de dominio, sino de alegre perversión y mezcolanza sacrílega, entonces no se equivoca cuando llama a ese higienizador de la lengua de Thorry, corrutor y no corrector. El error no se equivoca: sabe de otra manera.

Curtura general y curtura de generales

Cierta mistificación de los intelectuales, de su poder emanado de sucesivos sistemas de evaluación de conocimientos, a adquirir mediante difíciles pruebas como si se tratara de secretos templarios, en el marco de sus instituciones jerárquicas y a través de sus palabras sacralizadas, suele generar en los “laicos” un fantasma intimidatorio que suele provocar “errores”.

Recuerdo haber escrito en una nota “Mimí Pons” en lugar “Lily Pons” y, en otra, Gunter Sachs por Günter Grass para befa de la craneoteca universitaria que sabe que tengo secundario con materia debida. Por supuesto que no confundía a una vedette con una soprano, ni al novio de Brigitte Bardot con el escritor, pero el fallido viene de sentir como una mole la prohibición de equivocarse, entonces el inconsciente hace de las suyas confesando, en mi caso, que para una cronista de sociales es más legítimo saber del jet set que de la culture .Y sin embargo, confieso que he leído.

Pero ¿qué clase de errores hace reír a los gorilas? ¿Acaso no suelen ser de los que los hacen sentir superior por detectar un saber que, sin embargo, se podría considerar irrisorio? Porque ¿Es saber sobre Borges saber que no escribió novelas? ¿Qué haya dicho ”haiga” en lugar de “haya” hace tambalear la credibilidad en que Axel sabe? En realidad había una novela en Borges: la del saber como mapa personal. El no confundía en un fallido a Sartre con Camus, por ejemplo, no podía equivocarse simplemente porque deliberadamente los ignoraba. Ahí está el maravilloso libro de Alan Pauls El factor Borges para desenmascarar, detrás de la supuesta erudición borgeana a un lector de enciclopedias, de una suerte de Lo se todo a su capricho y hecho de estruendosas exclusiones.

Lo que despierta la burla gorila son los errores –que son comunes a todos– , de los llamados autodidactas, es decir de los que desean saber por fuera de las aulas sacrosantas. Pueden incluso llenarse la boca con la educación pública pero les escandaliza el que pisa en chancletas un pisito del conocimiento en el que no fue inscripto. Extrañamente, para algunos gorilas, ser autodidacta equivale a hacerse la del mono . Y es que la palabra es un tanto absurda: queda claro que es un “autoservicio” y un “autobombo” pero ¿es posible enseñarse a sí mismo lo que no se sabe? Germán García, cuando le endilgaban esta palabra –a veces con admiración, otras con ironía– la corregía un poco definiendo al autodidacta como alguien que elige a sus propios maestros en lugar de que otros los elijan por él.

El humor gorila se ceba en los que han luchado por saber desde un origen que se lo negaba, pero también en los que, profesionales, hablan de lo que han aprendido fuera de su carrera por su propia voluntad y placer. Alberto Fernández pertenece a la generación que reemplazó el fetiche de la revista literaria por los vinilos y que, sin dejar de leer, leyó con los oídos en las letras de Bob Dylan y del Flaco Spinetta. Y resulta que el mayor Carlos Aloé tenía una gran biblioteca y había escrito libros. Y que Perón (¡que horror peludo!) era un escritor. Lo que al gorila lo hace reír por no llorar es un deseo de saber descamisado, que las patas se metan no solo en las fuentes sino en las fuentes griegas sin inscripción previa y, en el fondo, detrás de esa risa nerviosa, se esconde el terror a que se imponga como poder, el popular, capaz de imponer otros saberes, otras formas de conocimiento.

¿Axel dijo “haiga” y Alberto habló de las novelas de Borges? ¿Acaso nuestra literatura, no viene del error?: el hecho que había desencadenado la escritura del Facundo comienza por afuera de nuestro territorio, la cordillera que es camino para el exilio por el oeste, como lo es el río por el este, en huida y deseo grafitero de “On ne tue point les idée” que, como señala Ricardo Piglia, Sarmiento atribuye a Fourtoul , pero Groussac a Volnay, pero Verdevoye a Diderot.

Y ¡ojo! No vaya a ser que la Academia Literaria que, hasta hace poco, tendía a privilegiar la “ley de pureza genérica” (expresión de Julio Ramos ) pero, asfixiada por esa misma ley, comenzó a interesarse por los géneros híbridos como la crónica, se despache con que El Aleph es una novela o la RAE (Real Academia Española), en un arranque de demagogia, bienvenga el “haiga” por su prepotencia de existir en la lengua oral. En todo caso qué lindo es llevar como divisa popular un poema de E.E. Cummings : “Quien presta atención a la sintaxis de las cosas/nunca te besará del todo”.