EL CUENTO POR SU AUTOR

Sin curiosidad no hay ciencia, no hay literatura, no hay empatía ni vida que valga la pena. Por eso siempre me contrarió la cantidad de relatos de la cultura occidental que la penalizan: Barbazul, la mujer de Lot en la Biblia, el mito de Pandora (la lista es larga). Que además sean mujeres las que son castigadas por su deseo de saber no me parece, por supuesto, nada casual, sino otro de los modos en los que se ha construido el patriarcado en la tradición narrativa que nos ha educado por siglos. Hacía rato que quería escribir, entonces, una reivindicación de la curiosidad como facultad primordial de nuestro intelecto, imprescindible para la libertad y el pensamiento crítico. Como docente, la curiosidad es la cualidad que más valoro en mis estudiantes y siempre la encuentro en los que llegan a mis clases de la Universidad de Buenos Aires.

Sabía que ese relato tenía que tener como protagonista a una niña, pero su forma solo se me hizo evidente al escribir otro relato que apareció en Verano12, Receta para obtener un niño melancólico. Se puede decir que los protagonistas de estos cuentos se miran en el mismo espejo, el espejo de la forma. Dialogan, se prestan ritmos e imágenes al igual que otros personajes del libro inédito y sin género al que pertenecen. Las referencias a los cuentos de hadas, la vuelta a cierto modo clásico de contar (Oscar Wilde y Lewis Carroll pasean por ahí), el juego con la fantasía y la alegría de la narración como salto al vacío o, más bien, como un salto al lenguaje de quien lo descubriera por primera vez, se repiten en todos los cuentos del libro. También, las referencias a algunas de las escritoras que me precedieron en este camino lúdico y complejo que es la reescritura en clave feminista de ciertos textos y géneros tradicionales: Christina Rossetti, Angela Carter, Margaret Atwood, Alejandra Pizarnik, María Negroni, por solo nombrar a algunas. 


RECETA PARA OBTENER UNA NIÑA VERDADERAMENTE LIBRE

Primero es necesario traer al mundo una niña curiosa. Debe serlo en los dos sentidos de la palabra: una niña singular y, a la vez, inquisitiva. Puede ser muy alta o muy baja, muy celeste o muy roja, extremadamente cuadrada o redonda, o poseer, por ejemplo, un lunar con forma de estrella en la punta de la nariz. Debe tratarse de una niña notable, de esas que la gente se para a observar en la calle porque nunca se ha visto nada igual (ser singular le ayudará a ser perceptiva, a intuir que no todos los peces viven en el agua, ni todo sapo tiene su pozo propio y que, a veces, el que ríe último, ríe peor). Si se la quiere realmente libre, la niña debe ser curiosa también en el sentido más obvio, es decir que no pare de preguntar y de interesarse en todo lo que la rodea. Por eso necesita padres temerarios, que estén dispuestos a contestar sus preguntas por más que no tengan ni la más remota idea de las respuestas. Es más, mucho mejor que sean padres sin ninguna idea, improvisados e inmaduros, padres enamorados y creyentes en la naturaleza.

La casa también es importante: debe ser diminuta, pues eso aumenta en la niña el deseo de salir, de correr, de conocer una mina de carbón o la Antártida. Mejor si es un departamento de esos donde apenas cabe la vida, en este caso representada por mamá, papá, la niña con su lunar estrella, un perro, un jazmín y trece escarabajos. Completan el hábitat las paredes llenas de libros, trofeos, afiches, instrumentos musicales, un gliptodonte y mucho más, de modo que, a pesar de su pequeñez, el departamento parece más profundo por lleno, o a punto de abrirse hacia un abismo bajo el peso de las cosas: el abismo de la realidad.

—Acá no cabe ni un alfiler— dice el padre al ver entrar a la madre con una colección de no-sé-qués.

Pero al verles las caritas, les hacen espacio y las no-sé-qués se quedan, muy contentas, junto a los escarabajos.

Como está rodeada de criaturas, la niña del lunar estrella empieza a interrogar el enigma de la vida. Todo el tiempo, en un rincón de su casa, en el baño de la escuela, a la vuelta de la esquina, ¡zas!, algún misterio se le abalanza a tal punto que casi no puede dar un paso sin hacer una pregunta:

¿Cuántas plumas tiene un pájaro?

¿Por qué el cielo es celeste?

¿Quién inventó el trabajo?

Y, ¿Para qué sirve el dolor?

Los padres intentan respuestas pero a veces se cansan porque la niña llega a formular unas setenta y tres preguntas por día. (Las preguntas mantienen la mente en movimiento, las respuestas, se sabe, le dicen que se quede quieta y, a la verdadera libertad, la quietud le resulta sospechosa).

Para cuando cumple diez años, la niña del lunar tiene una lista muy completa de dudas que la acompañan a todas partes, listas para ser desplegadas y exhibidas ante cualquiera que se interese. Están las más obvias, como la duda de Dios, la de la vida extraterrestre y la de la muerte, pero también hay algunas más prácticas y sofisticadas, como si la felicidad se puede medir, pesar o guardar para después, qué función tienen los sueños y qué hacer con la basura.

No se debe creer que las dudas hacen pesada la vida de la niña. Al contrario: son pura levedad, la liberan de la obligación de obedecer y repetir que gravan las vidas de otros. (Obedecer y repetir no suelen ser verbos favorecidos por la gente libre). Por el contrario, gracias a sus dudas, la niña siempre es la primera en hallar el contraejemplo, el pelo en el huevo o la quinta pata al gato.

—El conejo —recita un compañero de escuela— habita en campos cercanos al nivel del mar.

—¡Falso! —grita la niña y saca de una galera una coneja que tiene mucho para contar sobre lo que pasa en las tiendas veterinarias.

—Todo lo que sube tiene que bajar —dice una chica.

—Solo en la Tierra —acota la niña— porque, en la luna, las cosas flotan.

—Dos más dos son cuatro —dice la maestra, pero la niña insiste en quedarse con el beneficio de la duda.

Escenas como estas se suceden hasta que la niña cumple doce años, momento en que su cuerpo la traiciona. O eso parece: hay partes que se agrandan o se vuelven más redondas, otras que duelen. La cintura se afina. Un par de granitos deciden manifestarse en el momento y en el lugar menos indicados. La niña deja de usar cierta ropa, se peina diferente, pasa mucho tiempo frente al espejo y está siempre de mal humor: toda la facultad inquisitiva que ha desarrollado durante los años anteriores se vuelve, de un día para el otro, hacia sí misma. Y así los dos sentidos de la palabra que la definen, se encuentran de golpe: la niña curiosa se pregunta por primera vez porqué será tan curiosa.

Sea porque estaba demasiado ocupada en observar al mundo o en pasear sus dudas, la niña nunca se había puesto a pensar en porqué la gente la miraba tanto: se consideraba igual a otros niños. Pero ahora se da cuenta de que la igualdad, el común denominador, la similitud y la mismidad son, si no inexistentes, por lo menos, objetables. Tampoco es que nunca antes se haya mirado al espejo, pero siempre lo ha hecho apurada, preocupada por alguna otra cosa. La cuestión es que al hacerlo con detenimiento, el lunar con forma de estrella en la punta de su nariz se le aparece enorme. Tan fuerte es su impresión que se lo tapa con las manos. ¿Cómo ha podido vivir doce años con esa mancha descomunal?, piensa, sin darse cuenta de que acaba de caer en la trampa del yo. (El yo siempre parece el más importante de los misterios). Todavía con las manos en la nariz, va hasta la cocina y grita:

—¡Soy un monstruo!

—¡Qué bien! —contesta la madre, pensando que se trata de un juego.

Busca la niña, entonces, a su padre.

—¡Soy un monstruo! —repite

—La belleza es solo un punto de vista —le contesta él, que algo sabe del problema de la singularidad. Lo que pasa es que no lo explica muy bien porque saca un diccionario de la biblioteca en el que hay láminas de varios ejemplares de monstruos. La niña concuerda en que algunos son feos, otros lindos, algunos ni una cosa ni la otra, pero tiene que admitir que en realidad no se parece a ninguno de ellos. Como el padre sigue buscando libros y ahora habla de cosas como universos y diagramas de Venn —cosas que no pueden responder a la pregunta que su hija todavía no formuló—, ella lo deja hablando solo y se va dar una vuelta por el barrio.

Es entonces que ocurre el acontecimiento. En la vidriera de un negocio, la distrae de sus pensamientos el objeto más lindo que haya visto en sus doce años de vida. Se trata de una cajita de música dorada. Está abierta sobre un estante. Muestra sin pudor su interior de terciopelo negro, del que brota una bailarina blanca vestida de rosa. La mujercita gira y gira sobre sí misma al ritmo de la música y de su imagen repetida en el espejo oval a sus espaldas. A la niña, que nunca en su vida ha deseado tanto un juguete, se le acelera el pulso, se le colorean las mejillas, se le suspenden las preguntas. Gasta todo su dinero en la cajita, que le vende un señor alto y de barba negra, tan negra que es casi azul. Le explica que le da mucha pena desprenderse de ese tesoro pero que se alegra de que se vaya en tan buenas manos. Antes de que la niña abandone la tienda, le advierte que nunca (pero nunca) debe abrir la cajita por la noche porque si lo hace, "sucederá algo terrible". (El señor es un poco melodramático).

Pasan entonces algunos días gordos y luminosos, que es como se sienten los días llenos de felicidad en los que la niña no para de mirar a la bailarina. Es lo primero que hace al despertarse y lo último antes de que caiga el sol. Hay algo hipnótico en la muñeca. Como si el hecho de repetir su baile detuviera el tiempo y lo transformara en espacio: el espacio de la perfección. De a poco, la niña comienza a imitarla porque la perfección es siempre un deseo. Parada frente al espejo de su pieza, gira sobre sí misma sin dejar de mirarse. Hasta consigue un vestido rosa y se peina con rodete. Aunque le duelan los brazos de tanto llevarlos en alto y la cara de tanto sonreír, no se detiene hasta que lo hace la bailarina. La réplica sería exacta si no fuera por el lunar. Nunca le ha parecido tan ridículo ni tan lamentablemente suyo.

La ceremonia de imitación se vuelve tan meticulosa que a la niña no le alcanzan las horas para ensayarla. Los días dejan de ser redondos y luminosos. Ahora son planos, sin sentido. Todas las dudas que la hacían leve y singular son aplastadas por certezas categóricas sobre lo bueno, lo bello, lo mejor. El misterio de la vida retrocede, reemplazado por el del artificio. Ni Dios, ni la vida extraterrestre, ni la muerte pueden competir con el mundo siempre igual de la muñeca. Ni viva ni muerta, ni joven ni vieja, reina para siempre en su dominio inescrutable.

¿Dormirá la muñeca? ¿Qué le ocurrirá cuándo la caja está cerrada? ¿Y por qué no habría de bailar de noche? Estas preguntas llenan las horas de la niña. Cuando no está en casa, canta la melodía o imagina a la bailarina plegada y asfixiada en su ataúd de fieltro negro. Siente su llamado. Pronto empieza a oírlo también por las noches. Ya no duerme. Y aunque recuerda la prohibición del hombre de la barba, llega un punto en el que el deseo de saber es tan fuerte que la niña levanta la tapa de la cajita justo cuando la luna está bien alta en el cielo.

En una versión de la historia, el mundo se destruye. En otra, se llena de males. En una tercera la niña debería transformarse en estatua de sal o bajar al infierno para recuperar su belleza perdida a manos de una diosa. Hay incluso una quinta versión en la que muere un gato.

Pero en la historia de la niña del lunar, no pasa nada de esto: ahí está la muñeca, tendida sobre su fondo nocturno. Poco a poco se levanta e inicia su danza, que finaliza, igual que siempre, cuando se acaba la música.

La niña se encoge de hombros y se ríe de las supersticiones del hombre de la barba. Cuando se acerca a la caja para cerrar la tapa, el espejo oval de la bailarina capta su rostro justo en el momento en que un rayo de luna entra por la ventana y se posa sobre la marca en su nariz. Es entonces que la bailarina se inclina hacia adelante, hace una reverencia y sale volando hacia la noche. Ahora la niña está sola frente al espejo. Nunca antes se ha visto reflejada en ese mundo. Quizás por el efecto de la miniatura o por el de la luz familiar del astro que lo despierta, el lunar en la punta de su nariz ya no le parece enorme ni ridículo sino una parte necesaria de su personalidad. Nunca le ha parecido tan maravillosamente suyo.

¿Sucederá ahora una desgracia? Para nada. ¿Habrá liberado la niña a una criatura siniestra al soltar a la muñeca? Ni siquiera. Al día siguiente, las cosas siguen igual que siempre, con la diferencia de que ahora la niña ha aceptado el misterio de la singularidad (hay misterios que es mejor conservar como tales).

De grande, quizás descubra que un pájaro pequeño tiene más de mil plumas, que el cielo es celeste porque ese color viaja en ondas más cortas o encuentre pruebas irrefutables de la vida en Marte. También es posible que se haga famosa como "la actriz del lunar en la nariz", que escale montañas solo para ver qué hay en la cima o considere que el dolor sirve para evitar experiencias peores. Todas esas cosas le parecerán muy importantes (y le parecen, ahora que todavía no tiene trece años). Pero ninguna de ellas se equipara a ser la única persona del mundo que liberó de su cárcel a una muñeca. Porque a veces, la verdadera libertad consiste en haber ponderado los riesgos y haber decidido que, de todos modos, alguien tenía que mirar dentro de la caja.