En la edición del domingo anterior en el Cash, Anabel Marin sostiene que el conflicto social y político que atravesamos en Mendoza relacionado con la minería transnacional a gran escala abre la oportunidad de definir otra política de explotación de los recursos naturales. Disentimos con la idea central de Marin, agregando también a la discusión puntos de vista, experiencias y sensibilidades ausentes en ese planteo.

El núcleo central de esa posición es el siguiente: la minería es un sector que debe desarrollarse dada su capacidad de generar divisas y de alentar otras actividades con posibilidades exportadoras. Este potencial del sector sería especialmente importante en un país que atraviesa una crisis económica que se expresa en una carestía de dólares y en el que el principal sector exportador (el agro productor de cereales y oleaginosas) tiene un peso económico y político exagerado. Por ello, el actual gobierno nacional debería crear instituciones y procesos que permitan construir un acuerdo social para el desarrollo de la actividad.

Acaso el punto más valioso del argumento sea reconocer que actualmente no existen instancias reales de diálogo entre quienes impulsan y quienes rechazan la actividad. Frente a ello, propone que este diálogo social debería tener “objetivos transformadores”, lo cual puede entenderse como un llamado a que el complejo minero-gubernamental no sólo hable, sino también escuche.

Sin embargo, la propuesta dialogal de Marin, aunque bienintencionada, parece desconocer algunas circunstancias, basadas en la experiencia de numerosas comunidades y poblaciones a lo largo del país y el continente. Entre ellas cabe notar:

1. La asimetría de los supuestos hablantes. La vinculación entre empresas mineras transnacionales y la población potencialmente afectada por sus proyectos no es horizontal, ya que aquellas tienen la capacidad de intervenir significativamente en la vida cotidiana de la población, aún antes de instalarse. Se produce así lo que ha sido caracterizado como “contaminación social”, es decir, la generación de divisiones y desigualdades al interior de la población y el surgimiento de expectativas falsas o exageradas, sobre todo en relación con las posibilidades laborales. Entre empresas mineras y comunidades es difícil imaginar una habermasiana comunidad de diálogo, en la que no se imponga el poder económico, político y mediático de las primeras.

2. La existencia de lo que el economista catalán Martínez Alier ha denominado “lenguajes de valoración”. El punto de vista estatal-económico (medido a escala nacional o provincial, cuando se toman en cuenta las escasas regalías mineras) es sólo eso: un punto de vista entre otros. Cualquier diálogo debería partir de no subestimar las vocaciones territoriales, las historias, los intereses de los diferentes poblados involucrados directa o indirectamente en un proyecto. Qué es importante y qué no lo es, no puede fijarse de antemano, ni atendiendo sólo a criterios macroeconómicos.

3. Es difícil establecer un diálogo entre funcionarios muchas veces ligados a empresas mineras y comunidades repetidamente estigmatizadas, engañadas y criminalizadas por su resistencia a diversos proyectos. En muchos lugares del país existen fuertes organizaciones que llevan cerca de 15 años lidiando con una propaganda insidiosa, con mentiras en los medios de comunicación y con la judicialización de sus participantes. Esta historia, por ejemplo, explica por qué la mayor parte de la población de Mendoza, se ha manifestado en contra de la minería a gran escala en las cabeceras de las cuencas y en áreas de reservas hídricas.

4. Las poblaciones y organizaciones que rechazan la instalación de grandes proyectos mineros conocen bien el tema y participan desde hace años en discusiones públicas. 

En definitiva, la discusión por la minería transnacional a gran escala tiene ya una historia larga en el país y esta debe ser reconocida y comprendida. El conflicto en Mendoza, sin ir más lejos, comenzó en 2005, no en 2019. Pero desde comienzos del siglo a la fecha esta discusión ha asumido nuevas dimensiones, sobre él se han construido identidades políticas y territoriales; la ambientalización del conflicto social se ha profundizado. También se han creado, en esa provincia, leyes y espacios de debate que han demostrado que el acuerdo social para desarrollar la minería no existe. En estos espacios, cabe mencionar, se cuestiona duramente la propia noción de “minería sustentable”. Asimismo, la persistente sequía en Chile y el oeste argentino constituye un agravado telón de fondo sobre el que es necesario pensar la conveniencia y los riesgos -también económicos- de abrir paso plenamente a la minería a gran escala. En cualquier caso, es evidente que las problemáticas ambientales cobran continuamente sentidos nuevos y actualizados.

Existen otras aristas que podrían discutirse del planteo del Marin, por ejemplo, la idea de que contar con una minería más desarrollada podría servir de contrapeso al complejo agroindustrial o su, al menos en Argentina, no constatada capacidad de articularse con otros sectores, como las tecnologías de la información. Pero quizás el punto más endeble de este nuevo llamado al diálogo sea desconocer que hay asuntos que tienen pocos matices. Andalgalá no quiere al proyecto Agua Rica porque ya conoce a La Alumbrera; en Esquel no quieren poner en juego sus puestos de trabajo ligados al turismo; los/as mendocinos/as no quieren arriesgar el ya menguante caudal de sus ríos y arroyos; en Jáchal no creen en las supuestas garantías técnicas que darían las normas internacionales puesto que ya conviven con los derrames. Aquellas poblaciones quieren y exigen respeto, y que su voluntad colectiva sea escuchada.

*  Gabriel Liceaga: UNCuyo/Conicet.

** Lucrecia Wagner: Conicet.

 *** Nicolás Parise Schneider: UNCuyo/Conicet.