La minería en Argentina está de nuevo en el centro de la discusión. Se enfrentan dos posiciones opuestas en relación a los efectos que ésta tendría en el desarrollo del país. Una de ellas se centra en sus potenciales efectos negativos, por ejemplo, en el medio ambiente y en otras actividades como la agricultura, con la que compite por el uso de recursos escasos como el agua. La otra, rescata supuestos impactos positivos en el desarrollo económico, a través de la generación de divisas, impuestos, empleo y el fomento de otras actividades vinculadas. Las posiciones parecen irreconciliables y las posibilidades de desarrollar la actividad cada vez más lejanas.

El desafío al que se enfrenta el gobierno actual en este escenario no es el de elegir una u otra posición, y convencer a un sector de la sociedad o al otro. Ambas posturas deben ser consideradas. Abundan ejemplos de impactos positivos en el desarrollo económico en países como Canadá, Estados Unidos, Australia y Sudáfrica, como de efectos negativos de todo tipo. Uno muy cercano y reciente es la contaminación con cianuro, por un derrame en la mina Veladero, de cinco ríos en la provincia de San Juan.

El verdadero desafío que tiene el gobierno, entonces, es crear las instituciones y los procesos que permitan construir un acuerdo social que sirva de base para el desarrollo de la actividad de manera sustentable.

Ahora bien: ¿Por qué es tan importante llegar a un acuerdo social sobre el tema minería? ¿Puede llegarse a un acuerdo social sobre temas tan controversiales? ¿Cómo se llega a estos acuerdos? ¿Es un plebiscito el camino o hay otros más prometedores? ¿Podría en base a estos acuerdos realmente desarrollarse una minería sustentable?

La realidad es que la economía argentina necesita divisas. Las crisis recurrentes de balanza de pagos lo demuestran. El país históricamente exporta poco y sus exportaciones están concentradas en un sector: el agrícola, el que disfruta de un poder económico y político excesivo. Esta situación crónica es agravada actualmente, además, por la abultada deuda externa contraída durante el último gobierno, la cual se paga en dólares.

Cualquier actividad capaz de exportar y generar divisas, desafiando al mismo tiempo la supremacía del campo, será vista por el gobierno actual, por lo tanto, sin dudas, con ojos positivos. El sector minero es un excelente candidato, con un gran potencial comparable al de Chile (e.g. Pascua-Lama) hasta ahora inexplotado: Argentina exporta la décima parte que el país vecino. 

Con las políticas correctas, además, ya es aceptado que la minería puede ser plataforma de desarrollo de otras actividades dinámicas, como las de conocimiento, con un gran potencial exportador. El ejemplo de Australia, donde se desarrolló una industria de tecnologías de la información que hoy exporta más que la minería es excelente. Finalmente, en la medida que se localiza en algunas de las provincias menos desarrolladas, esta actividad tiene también el potencial de contribuir al desarrollo local, lo cual parece crucial en un país con fuertes disparidades regionales como el nuestro.

Parece claro, sin embargo, que sin acuerdo social, construido de manera legítima, no hay posibilidades para el desarrollo de esta actividad en un país como Argentina, con menos del 30 por ciento de sus recursos conocidos explotados y ocho provincias que prohíben o limitan la actividad. 

Los enfoques utilizados generalmente por las grandes empresas para ganar la denominada “licencia social” (permiso de las comunidades para operar) están mostrando resultados pobres. De hecho, hay más de 21 proyectos parados por conflictos sociales. Un plebiscito tampoco resuelve el conflicto, ya que simplemente hace que se imponga una visión sobre la otra. 

Es necesario y urgente, por lo tanto , que desde el gobierno se generen las instituciones y procesos que sirvan para involucrar a diferentes sectores de la sociedad, tanto a nivel nacional como local, en la toma de decisiones con respecto a la minería. Estas instituciones deberían ser capaces de incidir en todos los temas que importan. Deberían, por ejemplo, poder redefinir radicalmente los modelos actuales de explotación con los cuales unas pocas empresas se llevan los beneficios y la mayor parte de la sociedad paga los costos ambientales. No hay ninguna posibilidad de que la actividad minera sea sustentable si las decisiones no se toman colectivamente, a través de un diálogo que reconozca tanto los potenciales efectos positivos como los negativos, quiénes ganan y pierden en diferentes escenarios y cómo se pueden revertir estos efectos.

El diálogo además debería tener objetivos transformadores. El trabajo llevado adelante por las empresas y los gobiernos para construir licencia social tiene como objetivo en general convencer, “educar”. El enfoque es asistencialista. No es sorprendente por lo tanto que la sociedad civil, informada, organizada y movilizada, no responda positivamente. 

Un gobierno progresista como el de Alberto Fernández tiene la oportunidad y la obligación de utilizar otros enfoques, ser innovador y ambicioso. La aspiración en el mediano plazo debería ser incentivar cambios profundos, no solo en los modelos de gestión y distribución de rentas e ingresos; sino también en las tecnologías utilizadas y permitidas para operar. Sabemos de experiencias históricas en que las tecnologías se transforman y redireccionan a partir regulaciones, muchas de las cuales han surgido como respuesta a la presión social.

Así, el conflicto por el intento de reforma de la la ley 7722 en Mendoza, la que cuidando un recurso tan preciado como el agua, prohíbe la utilización de sustancia tóxicas en la minería metalífera, más que una limitación a la actividad, debería verse como una oportunidad para el cambio, si es trabajada socialmente con miras a que tenga un efecto transformador incentivando la búsqueda de métodos alternativos. El sistema legislativo, el cual le otorga un poder significativo a representantes temporarios, no debería tener la responsabilidad modificar leyes de esta naturaleza, con efectos de largo plazo irreversibles. Se debeos pensar otras alternativas.

Los procesos participativos puede derivar en resultados sorprendentes. La experiencia que están transitando otros países como los europeos, utilizando instituciones y procesos participativos a nivel regional para incentivar transformaciones hacia la sustentabilidad que aborden los desafíos del cambio climático, es alentadora. 

En procesos que convocan e involucran amplios sectores de la sociedad, utilizando metodologías participativas de vanguardia, las que atienden cuestiones centrales como la diferencia de poder entre los actores, se ha logrado redefinir objetivos y pilotear políticas claves para iniciar procesos de transformación hacia la sustentabilidad con acuerdos entre los distintos tipos de actores, en principio, inesperados.

* Conicet/CENIT-UNSAM EEyN.