Había nacido con ese mandato. Siempre lo supo. El día que cumplió 20 años se lo pasó encerrado en su habitación –en eso no modificó en nada su habitualidad: si estaba en su casa, estaba encerrado, solo, en su habitación− recordando, reflexionando, bebiendo licor de dulce de leche y comiendo vainillas que había tenido la precaución de comprar (cuatro botellas de licor y 6 paquetes de vainillas) el día anterior. Desde que se despertó, su mente comenzó a trabajar trayendo recuerdos y elaborando relaciones que conducían a esa única conclusión: había nacido con el mandato vital de descubrir el misterio de la muerte. En realidad, el único misterio de la vida. El misterio de la muerte y del más allá.

De niño participaba de las conversaciones que los mayores emprendían en las reuniones familiares. Lo hacía del único modo que se le permitía: escuchando. A diferencia de otros niños, él se interesaba vivamente de esas conversaciones acometidas casi con descuido por los adultos mientras saboreaban algún licor y se reconfortaban con un café en una pausa en el juego que compartían. La familia se reunía a pasar un buen momento. Lo que incluía conversaciones sobre diferentes temas a los que les daban una importancia que no tenían: el clima y sus consecuencias en las cosechas de ese año (ninguno de ellos tenía ni siquiera una pequeña huerta), chismes familiares (especialmente sobre engaños amorosos y reconciliaciones frustradas o exitosas), mil maneras de ganar dinero fácilmente, relatos de vacaciones y viajes y… la muerte, los muertos y toda una segunda línea de temas relacionados: apariciones, fantasmas, mal de ojo, brujerías, luz mala, etc.

Este último popurrí temático era el que él prefería. Existía una atracción morbosa por esas conversaciones donde todos tenían algo que contar. La nonna Pascualina se despertaba de su dormitar indiferente. La tía Clarita se ponía sus anteojos de leer como si eso le permitiera escuchar mejor, mientras alternaba grititos de fingido horror con estremecimientos de sincero asco. El abuelo Carballeira apuraba a pequeños sorbos, lujuriosamente saboreados, su orujo gallego (que llegaba regularmente cada seis meses desde el San Sadurmiño natal) mientras miraba el escote revelador de la tía Maruca, su cuñada, y se reía escandalosamente por cualquier comentario. Su propio padre era un surtidor inagotable de relatos e historias cuyas escenografías alternaban entre el cementerio, algún campo en la noche cerrada, una vieja iglesia o una casona abandonada. El abuelo Carballeira no hablaba; se mantenía en silencio o se reía acompañando a los demás, saboreando el orujo y el escote.

En el preciso momento en que el parloteo adquiría un tono dramático y tenso, cuando la cara de la prima Clotilde reflejaba verdadera angustia, en ese momento surgía la voz joven y chispeante del tío Beto que lanzaba a la rueda verbal un chiste de contenido sexual explícito y grosero seguido de una risotada que era escoltada por la risa de todos los demás, aún de la Nonna Pascualina, que no entendía el chiste y pedía explicaciones entre nuevas carcajadas de toda la parentela.

Al finalizar sus estudios primarios, sus padres decidieron que lo mejor para él era una escuela regenteada por una congregación de religiosos que se dedicaban a “educar cristianamente a los niños y jóvenes”, según expresaban los folletos que su padre había traído a casa. Ingresaría como pupilo, ya que los más de cien kilómetros que separaban a su casa del colegio no permitían otra alternativa. El primer día de clases llegaron con su madre y su padre a las 9:00 hs al colegio. Traía una valija con su ropa y un bolsito con algunas pocas pertenencias personales. Los recibió un viejo cura, desabrido y gruñón, que los acompañó hasta un depósito donde quedó su equipaje con el de varios otros alumnos. Señaló una puerta al final de un largo pasillo y les indicó que esperaran allí con los demás “ingresantes de afuera”.

Era una habitación pequeña, con enclenques bancos de madera arrimados a las paredes que necesitaban una mano de pintura. Sentados en los viejos bancos estaban otros seis muchachos acompañados por sus respectivos padres. Todos callados, mirándose con recelo; los mayores acobardados por la destemplanza del viejo cura, los niños con la perplejidad que produce lo nuevo pintada en el rostro.

Mientras se escuchaba el estridente repicar de una campanilla, el mismo cura que los había recibido abrió la puerta y, con un gesto desagradable y autoritario, les indicó a todos que salieran del lugar. Todos salieron tras él ya que el cura, sin modificar un ápice su gesto hosco y su actitud agresiva, empezó a caminar con la seguridad de los que están acostumbrados a ser obedecidos. Después de recorrer varios pasillos llegaron a un patio.

En ese patio enorme se desarrolló la ceremonia de apertura del año lectivo. Palabras de bienvenida, ceremonias protocolares, las palabras “dios” y “patria” omnipresentes, profusión de celeste y blanco de banderas argentinas y blanco y amarillo de la bandera papal… La misa, la primera misa “solemne” de la que participaba. El cura oficiante escrupulosamente serio y abstraído (después supo que era el Superior General de la Orden) vestido con un traje abundante en oros y bordados con piedras; varios chicos vestidos con túnicas blancas que se movían torpemente alcanzando cosas; y humo, mucho humo, que despedía una cajita de metal. Con el paso de los años estos fueron los recuerdos que quedaron impresos de ese día iniciático de la secundaria. Éstos y algunos párrafos que el Superior General expresó en su homilía y que, él estaba seguro, fueron dichas para él; no perdió esa certeza en toda su vida. Fueron pocas palabras, apenas un par de frases indicando que “el destino del hombre es la muerte como paso a la eternidad”, algo referido a que “debemos aprender de nuestros muertos” y una referencia a la resurrección futura.

Del resto del día prefirió olvidarse y lo logró sin ningún esfuerzo. Pero de la noche no se olvidaría jamás. Antes de acostarse, fueron a la capilla a rezar las oraciones que repetiría mecánica y aburridamente durante los cinco años que duró su permanencia en aquel colegio. Las oraciones incomprensibles recitadas en un latín chapucero, el improvisado y estremecedor coro de quinientas voces adolescentes, el nauseabundo olor a cera que desprendían los velones… Cansado, abrumado, somnoliento, lo sorprendió la mención de la muerte. En una oración se comparó el sueño con la muerte, se mencionó que el dormir era como un anticipo de la muerte. Esa noche el cansancio venció su obstinación a las dos de la mañana.

Más tarde estudió filosofía. Creyó que era lo más adecuado para su investigación. Si bien en un primer momento supuso que ningún filósofo se ocupaba de la muerte, más tarde se dio cuenta que todo lo que se ha escrito en la historia del hombre hace referencia inevitablemente a la muerte. Explícitamente algunas veces; implícita y elusivamente la mayoría de las veces. Pero, descubrió, siempre que hablamos de la vida hablamos de la muerte.

Hizo todo lo que pudo para estar cerca de la muerte. Trabajó en una funeraria, realizaba periódicas visitas al cementerio, recorría salas de terapia intensiva y salas velatorias. Si bien constituyó una familia, no tuvo muchos amigos. En realidad, salvo su esposa y su hija, la gente no se sentía cómoda con él y su único tema de conversación.

Cuando cumplió sesenta años encontró que no había avanzado demasiado. Repasó su vida, sus análisis, sus estudios, sus reflexiones… y sintió que estaba en el mismo lugar del que había partido. Pero antes tenía esperanza, ilusión. Hoy se sentía vacío, gastado.

Sumido en estas elucubraciones, tuvo una revelación. Comprendió que solamente podría saber qué cosa era la muerte si podía evitar que ella lo sorprendiese, si pudiera asumirla consciente y analíticamente. Comenzó a prepararse para enfrentar ese momento con un espíritu abierto e investigativo. Meditación, ejercicios de relajación, yoga, análisis trascendental. Todo le servía. Los libros de autoayuda eran leídos una y otra vez. Visitó templos espiritistas, consultó adivinos y tarotistas…

 

Después de varios años, el momento llegó. Estaba en su casa (sus instrucciones habían sido claras en ese sentido), plenamente consciente. Se sentía muy mal, sin fuerzas; los calmantes no le dejaban lugar al dolor, pero lo que percibía no era bienestar. Cada vez más flojo, cada vez menos consciente. Pero el esfuerzo de los últimos años había valido la pena: podía estar atento al momento aún en medio de su agonía. La respiración se dificultaba, creyó sentir que su corazón bajaba el ritmo. Se preparó, agudizo su percepción. Ahora sabría qué cosa era la muerte. El momento esperado estaba por llegar, el momento del descubrimiento genial. El gran misterio de la vida sería develado por él. La muerte dejaría de ser enigma para convertirse en una verdad más. Mecánicamente, casi como un reflejo condicionado por su compromiso con la exactitud y la minuciosidad, miró el viejo reloj de pared traído por el abuelo gallego. El péndulo −incansable, tenaz−, le sugirió alguna metáfora; no supo cuál. Las verdosas agujas de cobre indicaban con una impensada precisión las 15 horas y 29 minutos. ¿Cuántas veces habrán marcado esa misma hora en su recurrente rutina? No podía distraerse, debía centralizarse en su apremiante descubrimiento. La vida se retiraba, discreta, prudente, silenciosa. La revelación era inminente. A las 15:30 falleció.