Sabemos que las distintas formas de violencia se practican en todos los ámbitos sociales; si bien la violencia denominada familiar se describe habitualmente asociada con las familias “marginales”, los pobres de toda pobreza. Tambien llamados vulnerables.

Los pedidos de auxilio provenientes de clases altas los recibimos mucho menos. Suponemos que no se deciden a recurrir al Estado en busca de protección, el factor vergüenza jugaría un papel importante.

Quienes, desde el año 2006 trabajamos atendiendo el número telefónico 137 que responde al Programa Las Víctimas contra las Violencias, dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, diferenciamos los distintos orígenes del llamado porque el pedido de ayuda implica que iremos a buscar a la víctima, donde se encuentre, para acompañarla y hacer la denuncia si ella está de acuerdo. Y explicarle la necesidad de esa denuncia. O sea, además de escucharla mediante el teléfono, la acompañamos personalmente. Del diálogo con ellas, y desde hace aproximadamente tres años, muchas de ellas nos dicen:

“El primero me gritaba mucho, pero ahora me golpea fuerte, yo trato de esconderme, pero no puedo, ya me fracturó un brazo y ahora, vuelve borracho y me golpea la cabeza…”. Estamos escuchando a una víctima en situación de vulnerabilidad extrema, de aquellas que asisten a comedores públicos y merenderos con sus hijos porque de lo contrario no comerían: no les alcanza con el mínimo subsidio que pueden recibir. Entonces, escuchar que las mujeres explican: ”Cuando llega drogado o borracho…”, el alerta se enciende frente a estas víctimas que configuran un estilo nuevo porque el grado de vulnerabilidad que padecen esta sostenido por la hambruna que impregna a esa familia. Que antes, cinco o seis años antes, raramente se encontraba en ciudades capitales.

El fenómeno no debería asombrarnos: aun en esa miserabilidad del hambre dolorosa, el varón logra trampear el dinero para la droga y el alcohol. Quizás para sobrellevar su desdicha y su humillación, para poder aguantar, como intentó argumentar una colega, con una frase peligrosa que encierra un perdón comprensivo.

Es la persistente cuestión del género que inscribe al varón en una variable estadística novedosa donde el alcoholismo también se reparte sin distinciones de grupos sociales, donde el ítem violencia familiar no puede incluirse como un episodio cotidiano sino con la gravedad que es padecida por mujeres y niños hambreados por una política social. De la cual el varón huye para pertrecharse en el alcohol y la droga.

Estas mujeres han inaugurado otra índole de víctimas porque los golpes caen sobre un cuerpo ya dañado por el sufrimiento barrial, por la pertenencia al condominio de otras víctimas, todas con hambre, todas conviviendo con varones que se alivian golpeando y alcoholizándose.

El alcohol es un problema silenciado entre nosotros en lo que a su magnitud se refiere. En esta circunstancia contribuye en la creación de esta nueva víctima, que veíamos coyunturalmente.

Y que hoy se distribuye con presencia nacional. ¿Que haremos con ellas? Nuestra tarea se realiza en urgencias y emergencias. ¿Y después?

Estos varones ya se entrenaron en violencias extremas ante mujeres hambreadas, estas mujeres tendrán que recuperar una salud dañada, lo mismo que sus hijos.

Habrá que endurecer y aumentar los esfuerzos, aprender a trabajar con estas nuevas sobrevivientes. Los varones tendrán que acallar las violencias frente a una sociedad que no les tolere el delito de golpear a las mujeres como forma de vida. Tarea para la sociedad toda, que no se desentienda y reconozca algunos efectos de una cruel política social.