La cultura urbana es un escándalo: el escándalo de la condición humana en su instancia más espectacular. No vale lo mismo, para el arte, un experimento que abrió determinadas puertas estéticas que una obra que, bueno, no haya abierto puertas de ninguna clase. Moda, señas, lenguaje, imaginario, sonidos, discursos, tatuajes, nuevos públicos, nuevas celebridades: distintas, frescas, cachivaches y dateadas. Por eso, lo sabe la primera persona que tiró una rima en el mundo, todo conocimiento comienza por la experiencia: y acá la movida fue de las plazas a YouTube y de YouTube a los estadios.

En tanto, es preciso revisar otro concepto que viene desde vaya a saber cuándo: una revolución empuja a la otra. Y si en 2016 el guachín Trueno fue trolleado por “youtuber” y, años más tarde, se consagró como el más grande entre los grandes (campeón de las ediciones locales de la Red Bull Batalla de los Gallos y de la Freestyle Maters Series, Mateo Palacios tiene más fandom que BTS), del mismo modo el sueño húmedo de la experiencia underground y 2.0 trajo consigo el mejor de los aires de cambio.

 

En medio de esta década luminosa está la fina estampa de cualquier revolución cultural: como siempre, una vez más, del margen al centro. Aquí, sin antecedentes previos tan nítidos –bendiciones al Sindicato Argentino de Hip Hop, a Fuerte Apache, Frescolate, Alejo/Ysy A, pero también a Jazzy Mel, a los canales de cable que programaron 8 Mile y al KaZaA que permitió bajar a 56k por segundo temitas de 2Pac y Control Machete–, la cultura urbana partió en Argentina sin tanto marco teórico y convirtió en oro al barro de la historia.

Por eso Juancín, uno de los más interesantes narradores de este recorte cultural, culminó su 2019 con una storie en Instagram que marcó que, en 2016, El Quinto Escalón explotó un Groove repleto (1685 espectadores) y que, enseguida, concluyó 2017 en el Microestadio Malvinas Argentinas (10 mil). Gente y más gente. Y que, para 2018, la primera edición de FMS se morfó un Opera (2500) y, su segunda, un año después, se engulló al Movistar Arena (16 mil).

 

Entretanto, el barrio de Caballito comprimió un big bang: El Quinto Escalón, la competencia de freestyle en plazas más importante de Sudamérica, fue caldo de cultivo para engendrar un mutante enorme y con mil patas, aristas, colores y muecas. “Sacaste un buen tema Duki, eso lo juro: el mío viene llegando, lento pero seguro”, le escupía (no tan) inocentemente Paulo Londra a Duki, encandilando primero a los presentes –una banda– y, después, a unos 23 millones de espectadores en YouTube –una banda y algo más–. Entonces, ahí, el asomo de un cosmos callejero y lleno de flow que escupió de un saque al más ATP y mainstream de los raperos argentinos y al más picante de los OG criollos.

Esta fue una década triunfal para la cultura urbana, en la que hasta el Centro Cultural Recoleta gestó su propio espacio rapero, en la que Londra grabó con Piso 21, Becky G y ¡Ed Sheeran!, en la que el caldo de cultivo del freestyle resultó la cantera para el trap y el rap. Para casi toda la crew trapera de Tumbando el Club pero también para ortodoxos como Acru. Para pibitos gangsta como Lucho SSJ y para místicos de la doble H como Replik. Para Roma, la primera mujer en llegar a una semifinal de Red Bull, y para las pibas de Triple F, la novel liga de freestyle femenino. Así, lo que siempre fue una temperatura de los jóvenes, hoy el freestyle, el rap y el trap se saltaron eso de “demoler lo viejo para construir lo nuevo”.

 

De paso, permiso: shoutout para todos los incipientes raperos dosmileros que bancaron la parada lookeados como Cypress Hill a la vuelta de la Bond Street, y en todos los colegios del país. Y para algunos medios y periodistas que desde lugares más establecidos o tradicionales abrazaron la movida, como Tito del Águila, Juan Ortelli, Yumber Vera Rojas, Pablo Plotkin o programas como el propio de El Quinto Escalón.

Hay views, hay likes, hay mercado. Hay guita, hay Spotify y hay pescados. “Yo soy la nueva ola, guacho”, le escupió Duki a (creemos) Dillom, Muerejoven y la Rip Gang en otra storie de Instagram. Duki tiene 22 años y Dillom, 19. Por eso, en este nervio, la rebeldía no es considerada un lujo y el recambio no es tal: el presente de la cultura urbana argentina es el deseo chancho de todas las movidas culturales.