Hoy, en este ómnibus medio destartalado, viajo a mi pueblo buscando respuestas. Datos ínfimos, aunque sea, para completar los lugares anestesiados de mi historia.

Pasará mucho tiempo, quizá toda mi vida, para que pueda olvidarme de las sensaciones de un tramo de mi infancia. Fueron dos años, o tal vez algo más, en que pasaba todas las mañanas ayudando a mi abuelo en su curtiembre. Hasta que una dermatitis grave, un proceso alérgico de causas desconocidas, o no tanto, hizo que dejara de ir. Se suponía que asistía a mi abuelo en todos sus manejos con los cueros de oveja que curtía. Lo más penetrante era el olor. Una mezcla de podredumbre y tanino. Era un galpón con una humedad oscura que penetraba en la piel. En el piso de cemento, y pudriéndose, apiladas las pieles con los restos, pegados todavía, del animal. Y en un rincón varios tanques llenos de huesos con algo de carne adherida que fermentaba y a los que, después de unos días, se les acercaba fuego para obtener pegamento.

Cuando el sol entraba durante un momento de la mañana por las maderas abiertas del galpón, rebotaba sobre las piletas de sal donde estaban los cueros acomodados unos sobre otros. Al rebotar despedía un brillo perfecto que yo imaginaba como reflejo sobre diamantes verdaderos. Y que solo eran humildes destellos en modestos granitos de sal. Me gustaba enterrar la mano en la sal, sentir como crujía con mi contacto, hasta detenerse al encontrar un objeto duro, alguna parte de la piel reseca del animal que me producía asco y terror a la vez. Que me atraía a la vez repeliéndome.

Si al hacer eso mi abuelo me veía, invariablemente, me pegaba un grito. Violento, autoritario y final. Yo agachaba la cabeza, asustada, y me paralizaba. Le tenía miedo. En el pueblo se hablaba sobre él, se decían cosas terribles que yo no terminaba de creer porque, después de todo y aunque sus actos lo desmintieran, era mi abuelo. Había algo en él, algo sombrío y casi de efecto hipnótico, al que uno no podía resistirse. Pensé, durante mucho tiempo, que ese efecto hipnótico era el responsable de que mi madre me obligara a pasar todas las mañanas en la curtiembre. Pero después, cuando fui más grande, escuché otra versión: durante las mañanas ella recibía a cierto amigo y me necesitaba fuera de la casa.

Hay demasiadas preguntas, y creo que este viaje tiene adherido en su origen la necesidad de cerrar esos huecos de mi historia. De la historia de mi vida que ha sido contada por otros. Esas mentiras vestidas de certezas. O esos engaños disfrazados de verdades.

Y voy a empezar por el final: buscando detalles del último recuerdo que tengo de mi abuelo. Más datos sobre aquel día en que entré a la curtiembre con miedo, odio y fascinación -solo de visita y ya superada la dermatitis - y sentí un olor mucho más penetrante. Insoportable. Una fetidez que daba náuseas, aunque aparecía mezclada con el astringente amargo del tanino. Era un olor de carne podrida, pero no la podredumbre de siempre. Intenté que mis ojos encontraran el lugar justo que señalaba mi nariz como su origen, y en ese momento -con un ruido violento y en el medio de gritos- entraron varios policías al galpón, armados y muertos de miedo. Tuve el tiempo justo para esconderme detrás del tanque de donde salía el olor y ver, espiando, que se llevaban a mi abuelo esposado, a pesar de sus forcejeos y sus insultos.

Quedé escondida e inmóvil, durante varias horas, hasta que escuché los gritos de mi madre buscándome.

Después el silencio, la fábula, el exilio.

Ahora, al escribir esto, en el trayecto final de mi viaje, al ver aparecer ya las mudas casas de un pueblo que solo es ausencia, me doy cuenta de que más allá de las respuestas que busco para armar mi historia, ando buscando el antídoto final contra el olor del que no he podido despegarme en todos los amaneceres de estos años.

 

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