Antes de subir a escena ocurre algo indeterminado, como si tuvieran que sacarse la vida de encima para empezar a actuar.

Consuelo Iturraspe llega a los camarines con su cámara y encuentra allí cierta teatralidad, o tal vez, lo que la cámara de fotos determina es su exacto opuesto, lo que actores y actrices hacen antes que su trabajo pueda verse en público, la parte escondida donde el hecho escénico surge apenas, todavía temeroso, contenido para no escaparse.

Mientras Consuelo sacaba las fotos yo estaba allí. Compartía la escena, charlaba o intentaba copiar, de algún modo, ese silencio de la cámara que puede hacerte desaparecer por un instante. No había solemnidades en la preparación, lo que se destacaba era la dicha de encontrarse. Las conversaciones entre actores y actrices tenían esa resonancia siempre ambigua de lo cotidiano que situaba a sus protagonistas en un territorio común.

Pero cuando Consuelo me enviaba las fotos me daba cuenta de que habíamos participado de experiencias diferentes. Si al llegar al Teatro San Martín para registrar los camarines de El Hipervínculo las puertas que se abrían y se cerraban, los actores y actrices que cruzaban de un camarín a otro, parecían ofrecer escenas preciosas, como si la obra produjera un borrador desfasado entre la ropa antigua y los portaligas, en las fotos, Consuelo había escindido con su cámara una intimidad que se producía sin resguardos, en esos instantes donde se miraban al espejo y el contacto con el vestuario hacía que llamaran a su personaje mientras la vida seguía ocurriendo, sólo que el espacio para la ficción ya estaba marcado sin que nadie lo notara.

Es verdad que la cámara de fotos ve más que el ojo humano porque el hecho estético lo producía Consuelo en un diálogo donde ver era una narrativa. Allí está esa mirada de Laura Sbdar donde surge el chico que va a interpretar en Un tiro cada uno o el silencio en el cuerpo de Iván Moschner cuando parece que va a tragarlo la fuerza de su propia concentración o el detalle en esa puerta abierta donde los actores le piden algo a la cámara, ofrecen esa transformación en el acto de ponerse la ropa y la mezcla, las posiciones del cuerpo adelantan una síntesis de lo que va a ocurrir en el escenario.

El espejo sucio de El deseo, donde cada foto recuerda una toma de una película de Fassbinder desemboca en otra historia. En estos camarines que recorren el circuito off y el teatro oficial hay como un disimulo al momento de prepararse como si en cierto frenesí de la charla, que a veces suele ser desafiante, al extremo graciosa, actores y actrices le dieran a sus personajes una entidad casi invisible o los invitaran a participar y le regalaran ese momento a la cámara .Entre el lente y su objeto, entre esa imagen sobre la que se cuenta un estado que no se desarrolla, se construye otro tiempo y otro espacio.

Ellxs eran otrxs porque Consuelo lxs miraba. Entre el vínculo y la palabra, ella podía atrapar un estado de soledad, de concentración, de intimidad que era el camino hacia el ejercicio de actuar. Ella entraba a esa soledad mas allá del intercambio con las maquilladoras, lxs directorxs o músicxs. Como en ese segundo donde en el teatro Cervantes cuando Lorena Vega y Valeria Lois, que un rato antes hablaban del incendio del Amazonas y del precio de la verdura, bajaban por las escaleras que comunican la sala de maquillaje con los camarines convertidas en Blanca y Aurora, las protagonistas de La vida extraordinaria. La cámara de Consuelo pudo notar ese pasaje, ese instante inaprensible en que el cambio sucedió sin que dejaran de ser ellas.

Proyecto camarines se presenta a partir de hoy en Zelaya (Zelaya 3134. CABA) y de mañana, sábado, en El extranjero (Valentín Gómez 3378. CABA) en el marco del FIBA, durante todos los días que dure el festival.