“Los escritores no siempre deberían ser conocidos. Sería un error pensar que son como todos los demás. Son peores. Son vampiros.”, escribe Vanessa Springora en un relato que se publica tres décadas después de su primer encuentro con Gabriel Matzneff y apenas tres meses después del testimonio de la actriz Adèle Haenel sobre las agresiones sexuales cometidas por el cineasta Eric Rungis, en un medio de adultos impasibles que ya se estaban volviendo mudos después del “caso Polanski”, entre otros.

Ahora le toca al mundillo intelectual, literario, editorial y periodístico que conforma la casta de Saint-Germain-des-Près hacer su autocrítica. El relato de una mujer que creció y evolucionó entre figuras de ese medio puso en evidencia la cadena de servilismos y privilegios de la que se benefició el escritor amateur de “Los menores de 16 años” - tal como lo indica el título del emblemático ensayo de Gabriel Matzneff publicado en 1974 y reeditado en 2005 por las Ediciones Léo Scheer.

Seguimos con el tema de la impunidad del artista y del estatus de las obras, vale decir, la problemática de “la separación entre el autor y su obra” que tanto ha ocupado los truncados debates recientes, debates que hasta ahora se han quedado en la superficie, reciclando rudimentos de la oposición conceptual entre ética y estética. Pero esta vez con una variante inédita, que conduce a un examen retrospectivo de la historia francesa de la defensa de la “pedofilia” - término anacrónico, que emplearemos aquí únicamente para referirnos al contexto específico de la década de los 70 –, esto es, el horizonte ideológico en el que se inserta la producción literaria de Gabriel Matzneff

Respecto de la inmunidad de una creación artística, tratándose de Eric Rungis, quien en el marco de la filmación de una película pudo abusar de Adèle Haenel cuando tenía 12 años y hasta la edad de 15, o de Polanski, a quien su omnipotencia le permite violar sin procesamiento judicial, la escisión entre “el hombre y el artista” sigue siendo consideraba relativamente viable, y la obra en sí misma, invulnerable.

Con la publicación de El Consentimiento de Vanessa Springora, este principio deja de ser a priori intangible. En algunos casos, el contenido y la naturaleza de una obra no son impunes, mal que les pese a algunos. El derecho puede “blasfemar” contra el sagrado texto literario cuando éste es parte integral, en su forma y contenido, de una agresión, y cuando el texto deviene no solamente un discurso apologético del abuso de menores sino el escenario y la herramienta de un dispositivo de depredación, de dominación y de acoso.

Con una claridad impecable, Vanessa Springora, nacida en 1972, desmonta todo el arsenal discursivo que Matzneff (1936) puso en práctica para dar a leer una visión romántica y casanovesca del abuso de menores y presentarse a sí mismo como un anticonformista inclasificable y como el defensor de una exquisita libertad opuesta a los mediocres placeres de la burguesía bien pensante y de la clase popular.

Su libertad de “dandy libertino” no solo le permitió tener relaciones abusivas con niñas y adolescentes vírgenes, que a menudo esperaba a la salida del colegio, o consumir a niños de entre 9 y 13 años durante sus viajes a las Filipinas, sino contarlo en libros autobiográficos que fueron publicados en las más prestigiosas editoriales francesas. En 2013, cuando recibió el premio Renaudot de ensayo, el autor seguía jactándose: "Mi libro evoca el retorno del orden moral, la censura de la corrección sexual y política. Los escritores sulfurosos y libres son indispensables para la respiración de esta nación.»

Gabriel Matzneff

El Consentimiento empieza contando el contexto en el que la joven de 13 años, a punto de cumplir los 14, conoció al autor de 49 en una de las cenas entre escritores e intelectuales a las que su madre, entonces encargada de prensa literaria, la llevaba porque no podía pagar una niñera. El padre de Vanessa Springora la había abandonado: “Todas las condiciones estaban reunidas”, escribe. Al poco tiempo, Matzneff empieza a mandarle cartas a Vanessa. Una, dos, veinte cartas. El escritor vampiro teje la red de palabras en la que su presa quedará atrapada durante varios años.

Consigue una cita y a la segunda, ante la dificultad de penetrar a su virgen doncella, la sodomiza susurrándole al oído “como con los varoncitos”. A los 15, poco después de una tentativa de suicidio, la adolescente le pide ayuda a Emile Cioran, quien le recuerda el honor que Gabriel Matezneff le concede al estar con ella.

A su vez, la autora y editora desdibuja la noción, íntima y social, de consentimiento. Para ella, el consentimiento también fue una trampa: la de los adultos que la rodeaban y la de la ficción del suyo propio. Un engaño que el escritor explotó ampliamente en varios de sus libros, y en particular en su Diario, convirtiendo a Vanessa Springora en una enamorada que consiente llamada V., y poniendo lo sistemático de sus pulsiones de depredación y acoso sexual y psicológico al servicio de su modesto pero duradero fondo de comercio literario.

Varios editores acaban de indicar que dejarían de comercializar los tres tomos del diario de Gabriel Matzneff en los que hace el recuento de sus “amores”. La editorial Gallimard justificó su decisión declarando que "El sufrimiento expresado por la Sra. Vanessa Springora en El Consentimiento es una palabra cuya fuerza justifica esta medida excepcional”, olvidando de paso que la Justicia acaba de abrir una investigación.

Por otra parte, la reciente difusión de dos tribunas publicadas en los diarios Le Monde y Libération en 1977 han dado mucho de qué hablar, ya que la pedofilia, que abarca la noción de consentimiento, no siempre ha sido recusada por los intelectuales franceses.

Una de ellas, del 26 de enero, redactada por Matzneff y firmada por 69 intelectuales (entre ellxs, Sartre, Barthes, Simone de Beauvoir, Gilles et Fanny Deleuze, Félix Guattari, Francis Ponge, Philippe Sollers…), pedía la liberación de tres hombres que habían sido encarcelados por tener relaciones sexuales con menores de 15 años. Se sabe ahora que Hélène Cixous, Foucault y Marguerite Duras se negaron a firmarla. Otras figuras del feminismo francés tampoco figuran en esa lista de firmantes, como por ejemplo Monique Wittig o Antoinette Fouque.

Y la otra, del 23 de mayo de 1977, en la que 80 intelectuales franceses, incluidos Foucault, Derrida y hasta Françoise Dolto, pedían la despenalización de las relaciones sexuales entre adultos y menores de 15 años. Estas dos peticiones se inscriben en las luchas por la liberación sexual y la ampliación de derechos y contra la discriminación de la homosexualidad (masculina). La mayoría sexual era de 15 años para los heterosexuales y de 21 para los homosexuales, en un contexto de activa represión.

Hasta los años 80 para unos historiadores, y hasta los 90 para otros (como Pierre Verdrager), algunos pedófilos lograron durante un tiempo presentar la pedofilia como una causa más en la defensa de la libertad sexual y del derecho de les niñes a decidir sobre su sexualidad, apoyándose en las ciencias sociales, la antropología, el helenismo y en particular el psicoanálisis. Notemos de paso que la historiografía de la pedofilia incluye muy poco las tomas de posición de lesbianas militantes de aquella época.

La defensa de la pedofilia no se daba exclusivamente desde círculos intelectuales de izquierda, también emanaba de sectores de una extrema derecha militarista, pro-nazi o ultra católica que preconizaba relaciones sexuales entre adultos y menores varones. Para los primeros, el razonamiento tendía a instrumentalizar la igualdad, presentando la relación niñe-adulte como una estructura simétrica, con el argumento de que el adulte tiene alma de niñe y que el niñe es mucho más precoz de lo que parece. Y para los segundos se valoraba la asimetría y la relación de dominación para iniciar a les niñes a un conjunto de nociones masculinistas.

Foucault no abogaba por aquella “sexualidad periférica”. Su falta de lucidez o, por decirlo de otra manera, su minimización de los crímenes sexuales sobre menores se explica más por su escepticismo respecto de la validez jurídica de la noción de consentimiento. Se interesaba más en la construcción de un discurso psiquiátrico sobre la pedofilia y a su posible extensión. Con la voluntad de restringir el dominio de la patologización, le atribuyó al niño la capacidad performativa de dar por sí mismo un consentimiento consciente. Sin embargo, se tiene muy poco registro de que haya escuchado la palabra real de niños reales. Vanessa Springora tardó más de treinta años en elaborar un discurso sobre su consentimiento y coincide con Foucault en el escepticismo, pero en sentido inverso. El consentimiento es un concepto a geometría variable y un arma de doble filo.