Hace unos años estaba obsesionado, ay, con escribir sobre los bucles de la (hetero)sexualidad masculina: el chongo, el deseo y sus circunstancias. Llenaba páginas de un cuaderno con diálogos de chat en la interfaz, recogía historias propias y de terceros, y en el camino de esa obstinada e intrépida pequisa conseguí entrevistar a un grupo de rugbiers de un club porteño. Las edades, en torno a los 28; la clase, no llegaba a alta. Cuando ahora registro las imagenes de los chicos que mataron a Fernando Baez Sosa encuentro poses, gestualidades, fisonomías familiares, que me hacen regresar a esa casa de Almagro en la que trataba de cancherear mi mariconería, para que me tomaran en serio.

Conseguí, hábil, hacer brotar las confesiones de prácticas sexuales, auxiliadas por la cerveza. Así, mientras los escuchaba y apuraba la escritura de frases que me interesaban, recordé a Teresa de Ávila -sí, en ese entorno, como epifanía, apareció la palabra de una santa- preguntándose qué le hacía sentir, en su cuerpo supliciado, un goce tan intenso, parecido más a juegos de muerte que al placer mismo: “Aquí no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza”. Es decir, más que con respuestas, Teresa se sació con los efectos de un goce innominado.

Empujando desde el afuera, me esmeraba en entrar por un momento a la fraternidad prostática. Así, iba organizando una cartografía mental de un equipo de rugby, en el que observaba la constitución de una insularidad sentimental. Si en el fútbol el vestuario permanece más o menos abierto al escrutinio popular, en el rugby hay un misterio originado en los excesos de la intimidad, sucedáneo del scrum, que los hace a su manera huérfanos de mundo en un orfanato en el que las novias observan los partidos desde la tribuna, orgullosas de su puesto y su graciosa paciencia con las salidas grupales de los novios. Individuo colectivo, los muchachos saben que mañana les llegará la edad de la razón y tendrán que emprender caminos separados, saturados de recuerdos comunes; engrosarán empresas multinacionales, juntas vecinales y partidos “de centro”, sin que los abandonen nunca del todo las sombras del vestuario.

Existen pactos que revelan afinidades de clase o de aspiración wannabe; lo exterior: los cabezas y ellos; el afeminamiento y ellos. Su religión: ellos y sus tradiciones; ellos y un práctica deportiva no remunerada, de caballeros que no necesitan desesperarse en trepar la pirámide socioeconómica porque se creen predestinados a la cima. No es que sean solventes per se, ni mucho menos, pero el deporte da patente de bienura, así se hubiera nacido en un barrio como el de cualquiera.

Cuando vi que empezaban a estar entonados, mencioné los bosques de Palermo y los cuerpos exuberantes de las travestis, que de inmediato sobrevolaron la charla. He aquí algunas de las anotaciones perlitas; la voz, digamos, de Henry, porque los nombres cuando no pertenecen al ámbito zoológico -de sapo a perro- se traducen al inglés. Si los chicos detestaban todo amujeramiento en los de su sexo, trazaban una zona de fascinada tolerancia con las travestis:

HENRY SE CONFIESA:

1. Siempre buscamos más travestis que putas, porque las minas son más caras (sic). Vamos todos en auto, así te cruzás con alguno en el bosque. El puto se te acerca al auto, te dice hola bebé y ya está...Te tocan la verga, les tocás lo que querés. Mano va, mano viene. Es un desconche, porque el puto tiene más aguante que las mujeres. Ojo que digo puto por travesti, así decimos. No digo puto despectivamente, lo mismo puedo decir gay.

2. Eso sí, influye mucho el alcohol. ¿Porqué en grupo? Porque si vas solo es sospechoso. En cambio ir en grupo significa que estás jodiendo, además te da seguridad. Para mí el trava no es un hombre. Aunque creo que tienen la piel más fría (sic). Pero te advierte que yo cojo con los mejores.

3. Hay un gay en el equipo y todo bien. Hace las dos cosas. Pone y se la ponen. Se lo contó a uno, y ese nos contó a todos. Es muy ubicado cuando está en el vestuario. Hacemos unas bromas, por ahí, pero sin maldad.

4. Me molesta la imagen de las travas en la calle. Por los chicos. Yo me caso a fin de año, así que nunca más. Y pienso que si mis hijos cogieran con travestis para mí sería terrible. Es como si me enterase de que se drogan”.

¿Entendían aquellos chicos de qué iba el chiste en el vestuario y en el bosque, si la joda no devendría en tragedia, como la Causa Justa, de Osvaldo Lamborghini? “Igual, ¿hay algo más homosexual que diez pijas apuntando a un culo?”, interrumpe en la entrevista un amigo, que no es del equipo de rugby, para molestar, y Henry se enoja.

Con este prontuario discursivo alcanza, en esta nota breve, para pensar las dimensiones del verdadero chiste unánime. Incluso para comprender que los muchachos gozan sin entender del todo lo que se goza. Uno de los acusados del caso Baeza acaba de decir, sin que se le ablande la cara, que la vida les ha jugado una mala pasada. La vida, antes tan generosa, los traicionó. La vida no entendió su chiste; que ellos pueden llegar a congregarse sobre un culo trans “a romper” como sobre un grasa a golpear, hasta que el chiste mismo se revela como crimen.