La casa de Argüello                    8 puntos

Argentina, 2019.

Dirección: Valentina Llorens.

Guion: Leonel D’Agostino.

Montaje: A. Carrillo Pienovi, Nicolás Toller.

Duración: 82 minutos.

Estreno exclusivo en el cine Incaa Gaumont.

Como Agustina Comedi en El silencio es un cuerpo que cae, la mendocina Valentina Llorens en su ópera prima La casa de Argüello intenta recuperar el pasado político-familiar y encuentra restos, pedazos, esquirlas, que la devuelven a su propia memoria, y al presente de su madre. El pasado está marcado por la desaparición y muerte de varios de sus tíos, así como por la voladura de la casa familiar, a cargo de fuerzas paramilitares en tiempos de la Triple A. La primera parte de la película está dominada por la excluyente figura de la abuela, nonagenaria invencible que atravesó todo eso y hasta su fallecimiento en 2018, a los 97 años, siguió en pie, sin el entusiasmo agujereado. Pero entrevistando a la abuela Llorens (pronúnciese Lloráns) se reencuentra con su madre perdida, y en última instancia con ella misma, que empieza a aparecer en cámara de un modo que al comienzo no sucedía. La casa de Argüello es un documental que muta en el curso de su desarrollo. Un documental mutante.

En el documental, Valentina Llorens (ver nota aparte) no sabe muy bien qué hacer. La dejó el novio, no tiene empleo, empezó a estudiar pintura. Parecería que comienza a filmar a su abuela Nelly para llenar el o los vacíos. Referente de  los derechos humanos en Córdoba, la abuela Nelly Ruiz nació en Santiago, canta bagualas y vidalitas que de pequeña le enseñó don Andrés Chazarreta. En algún punto se mudó a Córdoba, donde tendrían lugar la felicidad y la tragedia familiares. Un marido amado, siete hijos, casi todos militantes. Uno preso en Córdoba, otro en Tucumán, otros en Mendoza y Santa Fe. Alguno cayó en combate en el Operativo Independencia, algunos muertos o desaparecidos. Uno logró exilarse en México: el padre de Valentina. Fátima, la madre, también pasó por la cárcel y el exilio, pero en Suecia. Valentina no la ve hace años, Fátima todavía no puede terminar de asimilar la experiencia y no quiere hablar de ella. Con nadie. Hasta ahora, al menos.

El rodaje de La casa de Argüello insumió el tiempo suficiente para que la narradora (en primera persona, como El silencio es un cuerpo que cae) pase de la soltería forzada a la maternidad, y de las tentativas con las artes plásticas a filmar una película que es ésta. Siempre el tiempo acompañando a los buenos documentales, que necesitan madurar. Valentina va de filmar a la abuela a pedirle a ella que la filme (la abuela, por supuesto, no tiene problema) y los cuerpos de unos de sus tíos terminan siendo exhumados, para emoción de ambas. La madre empieza a aparecer muy de a poco, primero resistiéndose a ser filmada, luego aceptando alguna escenita. Valentina empieza a recordar, incluso lo que no puede recordar. Que cuando su madre fue secuestrada ella estaba en la panza, que se crio en la cárcel, entre las compañeras de prisión y sin enterarse de que su madre estaba siendo torturada en la habitación de al lado. Que Fati le mandaba cartas y dibujos una vez que ella estuvo afuera. Pero ahora la propia Valentina es madre, y sostiene diálogos con su hija Frida sobre alguna de esas cosas. El ciclo se cierra, o se abre. La cámara empieza apuntando para allá y termina haciéndolo para acá.

Con un material de estas dimensiones y características, había dos posibilidades: una película-río de muchas horas o una llena de elipsis, que den pie a cortar y suturar, permitiendo avanzar a través de saltos. Algunos de ellos simplemente funcionales, otros en forma de eco: la abuela habla de uno de sus hijos desaparecidos y el montaje vincula a ese hijo, tío de la realizadora, con sus hijos en la actualidad (en la actualidad del rodaje). Hay que tener mucho tino y precisión para dar esos saltos y que el relato no desbarranque en la confusión y heterogeneidad. Valentina Llorens los tiene, como también la inteligencia de establecer otras vinculaciones. La explosión de la casa familiar y la de su memoria. Ella de pequeña, en blanco y negro, y su hija. Los dibujos que le mandaba la mamá con los que ahora hace ella. ¿Origen de una vocación? Las respuestas no las da la película, sólo deja correr las preguntas, para que cada espectador las levante o no. De esa clase de sutilezas, de insinuaciones, de gatillos para el pensamiento está hecha La casa de Argüello, ópera prima de una (otra) realizadora a seguir.