EL CUENTO POR SU AUTOR
La expresión vuelta encontrada tiene en el registro náutico un significado preciso: designa la circunstancia en la que dos buques o embarcaciones próximas entre sí navegan a rumbos opuestos. Se trata de una situación que entraña cierto peligro. Más aún cuando se navega en aguas restringidas –estrechos, canales dragados, dársenas- o por zonas de mucho tráfico marítimo. Valga entonces como metáfora. Pero me gusta además su musicalidad. También algunas otras acepciones que podría sugerir: el azar, el destino, los obstáculos, las dificultades. Recuerda incluso el título de un libro de Juan José Saer: La vuelta completa. Con lo cual podría leerse en tanto alusión a una manera de operar con la escritura: un trabajo de la prosa cada vez más cercano a la poesía pero sin abandonar completamente la narratividad. Un uso del lenguaje que exceda la función referencial para intentar otras funciones -conativa, fática, emotiva, metalingüística y, sí, poética- aunque sin desentenderse de esa función referencial (más una función rítmica que seguramente Jacobson subsumiría en la función poética y a mí me interesa destacar). Pero vuelta encontrada es, sobre todo, un señalamiento de la forma concreta en la que trabajé estos textos: elegí fragmentos de un libro de cuentos y de una novela, los recorté, intenté con ellos un montaje de atracciones. Como dijo el Gran Turco al publicarse La pesquisa: pretendí dar una vuelta para reencontrarme con el siglo XIX, no con el fin de hacer un pastiche o parodiarlo, sino para ver desde ahí hacia dónde se podría rumbear.
VUELTA ENCONTRADA
A Inés Aráoz
In Memoriam Hugo Foguet
El joven piloto Gonzaga es conminado a pelear aunque preferiría no hacerlo
Hablaba como nunca. Y no era cuestión de palabras. Abismo noche miedo. Era cómo hilvanaba los silencios. Inmensidad viento castigo. Nadie lo había escuchado así. Como si rezara. O como si repitiera algo que le dictara quién, desde dónde. Escollo viento deriva. Como si describiese algo que estuviera viendo él solo en el mundo. Rayo Fuego de San Telmo niebla. Algo que nadie más hubiera visto antes ni habría de ver después. Con otra voz hablaba. Parecida al rezongo de una garza mora cuando se navega de noche cerca de un muelle abandonado. Con una música desconocida caían sus palabras al agua de la tarde en retirada. Luz de naufragio brotaba de sus ojos. Y de repente las palabras se acomodaron. Algo dijeron de un témpano. Un témpano al garete. Un témpano de sangre o de rubí o de odio. Rojo como el sol cuando se pone por detrás del Faro Evangelistas, de salida al Pacífico a bordo de un barco desahuciado. Y algo de una rompiente estallando sobre la roca Bellaco. Lívida en la noche más oscura. Con olas más altas que el cielo. Y al fin dijeron, las palabras, que contra todo eso fue que él apretó los dientes, cerró los ojos, sacó el golpe.
El astuto Gonzaga, ante la luz de bitácora, duda una, dos y hasta tres veces, luego escribe
Esculpe espuma el viento para nadie. Un color de guerra perdida se extingue al oeste. Los jeroglíficos de las toninas burlan la rectitud del rumbo. De todo eso nada dice tu letra de colegial prolijo, de huérfano tímido. Tampoco de la enfermedad incurable del capitán, tirado en su camarote desde la zarpada. Ni de las habladurías de los tripulantes. Ni de la carga que se pudre en las bodegas. O de los generadores que fallan una singladura sí y la otra también. ¡Prohibido decir black out a bordo de estas páginas! De la alusión del timonel, borracho o dopado, acerca de las Metamorfosis de Ovidio, nada. No hay lugar, en este libro, para el cielo o el infierno. Aunque antes de cumplir con la rutina final de cada guardia te lo preguntes, sin demasiada pena volvés a las respuestas aprendidas. Rumbo verdadero 350 anotás con tu letra inconfundible. Estratocumulus, visibilidad seis millas, no hay otras embarcaciones en el horizonte, a la HHH+3 19.35 se avista el Faro Punta Médanos. Y por último, esas palabras para nada mágicas: sin novedad. De lo otro, silencio. Las horas dentro de las cosas quedan. Calladas. Como una marca de agua sobre la arena al retirarse la marea quedan. No aquí, en estos papeles. Como un tesoro por una playa inexpugnable quedan. Mientras las toninas, cientos, miles de toninas, sobre todos los ahogados de los siglos saltan.
El todavía joven Gonzaga se pregunta por esas sirenas mentadas que los antiguos prometían.
En qué puerto suena esta sirena. Desde qué barco. No es de las que amenazaban con la aventura, la delicia, la catástrofe. A ésas no las oyó, no, en ninguna de sus singladuras. En qué viajes. A través de qué aguas. En qué barcos. Bosque de viento la memoria. Todos los mares el olvido. En noche oscura. Con los relámpagos suficientes para vislumbrar la majestad de las olas. Nada más. Pero ésas no. Ésas no cantaron. No para él. Tal vez para otros. Para esos vigías taciturnos que durante las horas desiertas de sus guardias dibujan sobre las cartas náuticas rostros de muchachas. O acaso para los pilotos maduros, de patillas grises y abdómenes prominentes, que ceden a veces al sueño, hasta que los despierta algún marinero, un ataque de hipo, un eructo, cuando no el mismo capitán vuelto una furia. O acaso para los capitanes lo habrán hecho. Nunca para él, piensa. Ni para ninguno de los desgraciados que se embarcan porque todo es locura. Los que hacen de las tareas más oscuras su luz: mover el mundo. Y suena una sirena, y otra, y luego otras. Sirenas de niebla, sirenas de alarma, sirenas de zafarrancho. Empeñadas, todas, esta medianoche, en una misma alabanza. En qué puerto. En qué barco amarrado a la espera de qué. Esta manada de sirenas a la deriva. Para festejar, por qué razones, otro año. Qué año de qué señor.
El escrupuloso Gonzaga advierte los signos
-¿Se dieron cuenta? –dijo lanzando una mirada que todavía no era capaz de paralizar motines pero ya empezaba a afilarse-. No hay una sola rata a bordo. Ni una mísera cucaracha. ¿Les parece lógico en un carguero tan mugriento? Ratas y cucarachas entienden de barcos mucho más que sus propietarios, mucho más que la mayoría de los capitanes. Y por supuesto, infinitamente más que ustedes.
El desvelado Gonzaga se dispone a completar el libro de bitácora correspondiente a la singladura séptima desde Penang
Atado al mástil de esa lapicera, escucha cómo cantan al vacío las sirenas de su pensamiento. Nadie considera la derrota. Nadie consulta a las estrellas. Nadie más vivo hay a bordo. El que vela es el que pregunta. Las olas hacen de eco. ¿Brota la oscuridad del agua o de la página? ¿La distancia va perdiendo su espesor? ¿Sabrá volver la nave, ya borrado hasta su nombre de bautismo? ¿Desde qué punto de la Rosa medir el rumbo que lleve a parte alguna verdadera? ¿Hay barco o apenas palabras? ¿Queda mar?
El animoso Gonzaga disuelve presagios
Amaneció y los pájaros ya estaban ahí. En algún momento de la noche habían llegado. Seguramente exhaustos, porque la tierra más cercana se encontraba a mil millas. Y no parecían aves de alta mar. A lo que más se asemejaban era a una mezcla de garza con chajá. Pero su envergadura de alas era digna de albatros. Por eso resultaba tan impropio su color: un gris de calima, de mediodía junto al río bajo y caliente. No bajaban a descansar sobre la arboladura sino que permanecían ahí en lo alto, fijados en su vuelo. A unos ocho metros por encima del puente de señales del Aparcero formaban una perfecta W. ¿Cuántos serían? Resultó imposible contarlos. Cuando algún ocioso intentaba esa tarea vana, sin romper el dibujo se movían hacia un lado y otro de modo que era imposible sostener la cuenta. Esa mañana alguien dijo que bueno sería si alguien tuviera a bordo una cámara de fotos. Pero no era así.
Al mediodía, la gran W seguía sobre sus cabezas. Cualquiera que asomara del puente podía ver que se mantenían en formación prácticamente sin esfuerzo. Cada tanto, de manera absolutamente sincronizada, movían todos a la vez la punta de sus alas. Eso les bastaba para seguir horas y horas volando. Siempre en impecable formación por encima del pobre Aparcero, que se arrastraba a toda máquina contra un mar de fondo del SW. Así la tarde entera. Sin esfuerzo aparente, sin un solo graznido.
Las horas fueron gastando el interés por esa presencia inesperada hasta que la noche borró del todo el asombro. Pero algunas preguntas persistían como persisten las marcas del sol sobre la piel después de un día de verano: ¿Se habrían ido? ¿Adónde? ¿O habrían caído al mar?
Al segundo día estaban ahí. Ya muy pocos miraban hacia arriba. Pero estaban ahí. Las horas pasaban y estaban ahí. Cambiaban los colores del cielo y estaban ahí. Oscureció y algunos se preguntaron: ¿seguiría encima de ellos esa inmensa W?
Al tercer día continuaban volando por encima del Aparcero. Avanzada la mañana, alguien los señaló. Siempre en el mismo lugar. Siempre dibujando la misma letra. Nadie hizo demasiado caso. A la tarde, alguno que trabajaba en cubierta alzó la mirada, los vio, escupió entre dientes y continuó con su tarea. Atardecía cuando el piloto de guardia, que aprovechaba el intervalo propicio para tomar alturas a tres estrellas, los vio. Luego, ocupado como estaba, se distrajo de su presencia.
Al cuarto día no se habían ido. El contramaestre rompió su laconismo habitual para comentar a los marineros que esas bestias no le gustaban nada. No hubo quien intentara una contestación o al menos un breve comentario.
Al quinto día el cielo se había despejado completamente de nubes. Destacada contra el azul la gran W parecía aun más grande, mucho más grande.
Al sexto día, el capitán Warman le comentó por la mañana al jefe de máquinas que los antiguos vaticinaban el futuro observando el vuelo de los pájaros. El marinero de guardia, concluido su turno, contó en la camareta eso que había escuchado. Tras el almuerzo, ya toda la marinería se preguntaba qué les depararía esa W gigante. Al atardecer, aunque nadie se dijo capaz de leer lo que les indicaba, estaban de acuerdo en que era algo malo, muy malo. Apenas cerrada la noche, el contramaestre se presentó a hablar con el jefe de cubierta. Los marineros exigían que se hiciera algo. ¿Pero qué? El jefe fue, habló con el capitán, el capitán le respondió que se alzaría viento fuerte a medianoche. Seguramente dispersaría la formación de pájaros.
Al séptimo día, ya nadie soportaba esa señal. Luego de horas bastante tormentosas, había amanecido para que ellos volvieran a ver la W pendiente sobre su derrota, la W inmensa pesando sobre sus ánimos, la W con un mensaje inequívoco, seguramente aciago, que ellos no eran capaces de leer. Subía el sol y esos malditos pajarracos no se dignaban a dejarlos tranquilos. Hicieron sonar la sirena pero no se iban. Cambiaron de marcha pero no se iban. Zigzaguearon, dieron la vuelta al horizonte, se detuvieron y arrancaron de golpe y volvieron a detenerse, varias veces, pero no lograron sacárselos de encima. El primer maquinista fabricó unas hondas y las repartió entre sus hombres junto con bulones gastados y demás elementos para arrojarles a los pájaros. Lejanos y desdeñosos, ellos se limitaron a elevarse unos metros de manera perfectamente sincronizada, sin que su formación se modificara en lo más mínimo, para quedar fuera del alcance de la improvisada artillería. Nadie trabajaba ya a bordo. O trabajaban todos en otra cosa: borrar del cielo ese presagio. Silbatos. Humo. Bengalas. Plegarias. Blasfemias. Todo se intentó. Fue inútil todo. Hasta que el segundo piloto, único que no había hecho nada, que ni siquiera había deslizado algún comentario acerca de esos visitantes, salió al alerón de babor, miró hacia arriba, se quedó un momento examinando esa letra en el cielo. Un momento mirando a los pájaros mientras todos los que andaban por ahí lo miraban a él. Luego, de manera aún más sorpresiva y más chocante dado su carácter, lanzó un grito que lo sacudió desde adentro, que le ensangrentó la cara, que pareció vaciarlo. Un grito agudo, largo, inhumano. Y a la vez, demasiado humano. Un estallido en la frontera. Una irrupción que a todos les duró como una herida en los oídos. Un recurso tal vez desesperado que tuvo la propiedad de dispersar a los pájaros así como el viento dispersa por el campo las semillas de los cardos. Alguien dijo después, en la camareta de marineros, que era una imitación perfecta del grito que pega una chancha cuando se da cuenta de que van a matarla. Si era así, ¿adónde lo habría aprendido el piloto Gonzaga? Él jamás hablaba de cosas que no estuvieran relacionadas con los barcos o el mar, y no era alguien a quien se le pudiera preguntar acerca de su vida. Gonzaga querría convertirse en agua, dijo otro marinero, uno que había naufragado con él hacia años, a cien millas de la costa sur del Brasil. Convertirse en agua salada.
El primer piloto Gonzaga deja de ser lo que era o se convierte en lo que siempre había sido
Puta como el verano. Sincera como un perro con colmillos de oro. Perfumada como los callejones donde el orín fermenta. Blanquísima como el amanecer sin consuelo del piloto con demasiada experiencia para no darse cuenta. Blanda como el ojo trompeado en el Black cat. Imposible como los quince grados de latitud norte.
La aplicación de adjetivos y comparaciones a mujeres borrosas sobre las cuales se pasaron algunos segundos de brega y sudor se convierte en una de las tareas ineludibles de la zarpada. Una eucaristía furiosa, un antídoto contra qué, una venganza idiota.
El cachorro sarnoso que en la dársena ladraba interminablemente a las olas llegadas a morir hasta sus fauces, ¿qué les decía?
Y esas constelaciones de ojos, que oscuras desde el muelle los miraron largar amarras, soltar tres breves, gangosos toques de sirena, y zarpar al fin, ¿qué presagiaban?
Y en el óxido, ¿qué profecías obvias se burlaban de ellos?
La tierra se aleja, si es que estuvo alguna vez cerca de sus miradas hechas a la alucinación oceánica, de sus manos saladas y soleadas. Si es que alguna vez comprendieron algo. El barco avanza hacia su nombre. Hacia el falso silencio que es la voz de las singladuras. Los tripulantes se van resignando a tareas oscuras, a la épica algo confusa de las infinitas, vanas repeticiones. Alcanza este viento exánime para secar los últimos escupitajos de los estibadores indígenas sobre la cubierta oxidada. Alcanzan minutos para todo el olvido.
En las bodegas la carga comienza a acostumbrarse a otras formas de la estabilidad.
Ya no es ni recuerdo la madrugada rancia. Un sol de hojalata vibrante degüella las sombras.
En el pañol de proa un grupo de marineros recibe las instrucciones tartajosas del contramaestre. En las máquinas el mecánico le reclama con insistencia al jefe por repuestos indispensables que no se compraron ni se van a comprar. Rodeado de cables y piezas sueltas que el rolido empieza a desparramar sobre la pequeña mesa, el radio operador se lleva una pastilla de opio a la boca, oscura y con gusto a mierda de rata, pero cargada de promesa. El capitán Gonzaga camina hacia la camareta. Quizás añore los tiempos en que era el piloto Gonzaga, un par de pasos atrás. Irrevocables.
Al agua negra la sucede un agua verde. Al aire de caucho derretido, un aire filoso, inquieto como un látigo. A los mil matices del archipiélago, el mar resplandeciente.
Solo en su camareta, Gonzaga rasga el sobre con las instrucciones confidenciales de la empresa armadora. Lo custodian tres Sanmartines rojos y cinco sellos nerviosos. Antes de leer ese papel escrito a máquina sobre papel membretado –la fatalidad es prolija- se detiene. La danza desencajada de las bielas le llega desde lo hondo del barco. Desde la popa, el fragor de la hélice y el agua entreveradas sin pausa hasta que vuelvan a avistar tierra. Si alguna vez, con suerte, vuelven a hacerlo. Desde arriba, el golpe de una driza, los pasos del piloto de guardia, y una especie de canturreo del timonel, que cada tanto, con una brusquedad que delata su sorpresa, corrige el rumbo extraviado. Gonzaga tiene el sobre en su mano pero no lo abre, todavía no lo abre.
Mira hacia afuera por el ojo de buey: las olas empiezan a alzarse. Verdes, plateadas, verdes, plateadas, infinitas como la trampa. Mira el rumbo en el repetidor del compás pendiente del techo: es el correcto, y sus variaciones resultan aceptables para lo que fueron las últimas noches en puerto de los marineros. Antes de leer ese papel que tiembla como el corazón del barco, su corazón ya sabe. Compartir el secreto de los señores equivale a abdicar. Desde ahora va a ser cómplice de una mentira urdida a miles de millas.
El Hornero pega un pantocazo inesperado como una palmada burlona sobre los hombros de su nuevo señor. Bienvenido al desdén de las olas. A la danza irónica de los delfines que cruzan la proa. Al viento de la usura que mueve por el mundo a los barcos.
La estela retrata al timonel. Eses y zetas sobre los renglones torcidos del agua. No queda una embarcación a la vista, ni una sola nube mitiga el azul caníbal del cielo. El timonel bien podría planear su coartada: es el planeta el que se viene emborrachando, tarde a tarde, noche a noche, y también algunas mañanas. Pero tal vez ya tenga demasiado -pobre timonel de ropa arrugada y agria, pobre timonel con lagañas y aliento sórdido, a un mundo de distancia de su río plácido y su lengua natal- con mantenerse en pie.
El piloto de guardia, en el cuarto de derrota, con un lápiz de grafito blando, señala sobre la carta náutica la primera posición de un viaje con amenazas de final. Contra sus manos lijadas por el salitre, contra el papel sobado, contra las reglas paralelas y el compás de punta seca llueve una luz gastada: la luz del desgano, de la partida a deshoras, del sueño irremediable.
Algo que entrevera millas y horas crece adentro de ellos. Medra todo lo que no tolera norma. El viento brillante se impone sobre la soberbia del mundo. Las olas acomodan el mapa. Las olas cubren todo con melismas de espuma. Las olas son la curva perfecta donde coinciden la eternidad y el tiempo.
Epitafio que habría meditado largamente el capitán Gonzaga, mientras conducía a través del océano Pacífico, muy lejos de tierra, un carguero viejo, lento y engalanado por el óxido
Viajero que pasas por el mar sin caminos ni tumbas, todo él camino y tumba, detente. Escucha y si puedes comprende: preferí habitar una lengua muerta a hablar una lengua esclava.