Desde Barcelona

UNO "Seamos fellinianos", pienso yo que piensa Rodríguez. No dirigiéndolo, pero sí dejándole creer que hace lo que quiere bajo mi mirada vigilante (a la que de tanto en tanto intuye y teme como si fuese síntoma de tumor cerebral o algo así) y a ver qué pasa, seguro que pasa algo.

Rodríguez como muñeco de ventrílocuo sin rodillas que lo soporten y contengan y quien no necesariamente piensa lo que yo pienso, pero sí lo que yo pienso que piensa él. No es una vida sencilla la suya, pobre. Así, Rodríguez como uno de tantos fellinianos personajes del leonino domador Federico Fellini, quien dirigía sin querer enterarse de lo que dirigía y por eso nunca veía lo filmado hasta la sala/pista de montaje. Y semejante confesión (mi foto favorita de Fellini es aquella en la que parece estar rezando a los cielos sin que quede del todo claro si está pidiendo perdón o agradeciendo milagro o ambas cosas al mismo tiempo) es, me parece, la mejor manera de conmemorar los cien años del nacimiento de Fellini que se celebra por estos días. (El siguiente centenario a ser honrado por Rodríguez --porque así yo lo determino, en próximo y pleno ferragosto y con hordas de ciudadanos bárbaros arrojándose sobre playas tan fellinianas-- será el de Ray Bradbury, a quien Fellini consideraba "Il mio gemello!".)

Así que vuelvo a hacer --como tantas veces hizo Fellini con sus Marcello Rubini y Guido Anselmi y Titta-- que Rodríguez haga algo que yo hice.

Luce... Camera... ¡Azione!

DOS Así que Rodríguez lee sendos y recientes artículos acerca de Federico Fellini que yo acabo de leer. En el de Manuel Vilas --en El País-- cuenta su reciente pasmo extático al entrar a ver, en un viejo cine del Trastevere, un par de películas de Fellini en versione restaurata por la Cineteca de Bologna: I vitelloni y . Y allí, En la más luminosa de las oscuridades, Vilas sentir "como si el pasado regresara al presente con una nitidez que tenía algo de terrorífica".

El otro artículo era de Anthony Lane --en The New Yorker-- y se fijaba en esa mirada tan suya sobre las mujeres (hoy seguramente condenable, y tal vez por eso reza retrospectivamente Fellini en esa foto) y su compulsión por encerrar al mundo entero en los sets de Cinecittà como si se tratasen de recámaras en el palazzo de su memoria.

Y, sí, un artículo más. Obligo a Rodríguez a googlear y allí está algo que escribí yo mismo hace unos diez años por el medio siglo de vida de La Dolce Vita.

Así, como quien recuenta un sueño ajeno --lo confieso y no lo escondo ni lo disimulo-- me repito en parte y en partes, como se repitió el muy soñador Fellini cuando ya se supo estilo y estética y felliniano.

Una reposición en toda regla.

Restaurada, sí.

Writer's Cut.

TRES La Dolce Vita --una de las que no volvió a ver Vilas, acaso la última con tantos exteriores antes de que, como indica Lane, Fellini viaje al centro de su Tierra para ya no volver a la superficie-- es una película muy divertida, pienso que piensa Rodríguez. El raro equivalente en cine-de-arte a Los cazadores del arca perdida: una sucesión de good parts que incluyen una estatua de Cristo voladora, un milagro infantil, un padre extraviado, un suicidio filosófico con filicidio, una diva local y otra importada, un novio hollywoodense, una puta sufrida, una novia más sufrida todavía, unos insufribles intelectuales, un rocker mediterráneo, una orgía fallida, un monstruo marino que encalla para que lo contemplen los monstruos terrestres, y sigan pasando que al fondo hay más lugar.

Porque a no olvidarlo– La Dolce Vita retrató un circense mundo que no existía pero que fue exactamente así a partir de su escandaloso estreno. Los extras al otro lado de la pantalla necesitaron entonces vivir en ese planeta y reinventaron la Via Veneto y la Fontana di Trevi. De ahí La Dolce Vita como virus a la vez que vacuna, como transgresión y tradición al mismo tiempo. Una, sí, divina comedia en la que el infierno, el purgatorio y el paraíso quedan en el mismo lugar. Y el Vaticano, por supuesto, condenó todo el asunto con su habitual miopía de rayos x sin ver que pocas películas más efectivas y convincentes y, a su manera, cristianas, se han hecho sobre el pecado, el arrepentimiento, la penitencia, y, acaso, la iluminación beatífica.

Pero lo mejor de La Dolce Vita es que, sin dudas, sea para mí, la más grande adaptación cinematográfica de una gran novela que jamás existió como tal (Fanny y Alexander, la más felliniana de las películas del bergmaniano Ingmar Bergman, es otra). Pocas veces se filmó una película que se lea mejor y en la que todos y cada uno de sus personajes y paisajes regalen la inequívoca sensación de haberse ido a vivir ahí dentro por 174 minutos.

¿Y cómo seguir después de La Dolce Vita? Rodríguez volvió a ella el pasado fin de semana y el único antídoto que le sirvió fue el de seguir los pasos de Fellini. No el cortometraje que la sucedió, sino el largometraje que vino después, tres años después: 8 1/2 funcionando como su hermana siamesa contraria pero complementaria. Porque si La Dolce Vita es una película física, donde todo el tiempo ocurren cosas y no hay demasiado tiempo para pensar, en 8 1/2 (allí Mastroianni ya no es un cronista de la prensa rosa con ganas de mudarse a la literatura sino un consagrado director de cine) casi todo acontece dentro de una mente a la que no se le ocurre nada.

Pero volvamos a La Dolce Vita: a ese punto exacto en el que, tal vez, Fellini supo o presintió que de ahí en más su tema sería Fellini y el solipsista adjetivo felliniano hace tiempo admitido por el Dizionario de la Academia della Crusca.

Así, La Dolce Vita (todavía realista pero ya alucinando, película de sabor amargo, pero que se hace espacio y tiempo para endulzar y hasta reírse del existencialismo tan de moda) empieza y termina de la misma manera pero de modo diferente: en la primera escena, unas chicas en bikini no escuchan lo que Rubini les grita desde un helicóptero; en la última escena, una adolescente le dice algo a un Rubini que ya no puede o no quiere oír.

CUATRO Y entre las lágrimas y carcajadas por el Brexit y las toses y fiebres por el coronavirus, La Dolce Vita --Fellini dijo que su título original era Aunque la vida sea brutal y terrible siempre puedes encontrar en ella unos cuantos momentos de dulzura y sensualidad, pero pronto se dio cuenta de que no iba a caber en el poster-- es ahora un alarido y un susurro.

Agotado por la amargura de su existencia (luego de ponerse al día, pasen y vean y tiemblen, con las últimas y fellinioides --que no es lo mismo que fellinianas-- morisquetas de los sin gracia y desgraciados clowns Torra & Puigdemont, de las acrobacias y los ilusionismos de Sánchez & Iglesias, de las llamas lanzadas por el inflamable e inflamado Junqueras desde su jaula con Rufián arrojando cuchillos, de los freaks cada vez más retorcidos de la Derecha con tres cabezas) esa noche Rodríguez sueña con que bailotea esa música irrompible de Nino Rota, a la orilla del mar, junto a todos los suyos, alrededor de un cohete a medio construir.

Y yo le sueño que ese es un dulce y reparador y reparado sueño.

 

Un sueño restaurato, un sueño felliniano.