Era 2002 o 2003 en Buenos Aires. Tenía alrededor de catorce años. Mi hermano, dos años mayor que yo, tenía un plan con sus amigos de ir a ver una película de animé a un cine del centro. No quería que yo vaya, pero metí presión diplomática con mis viejxs. No tenía ningún problema con ser el hermano-ariete-pesadilla, un poco sigo siéndolo hoy. En el subte, fastidiado, prácticamente me ignoró. Yo estaba tranquilo. Se le iba a pasar.

La proyección que iba (ahora íbamos) a ver, era The End of Evangelion, el lado B del final a la serie de animé que en ese momento había visto parcialmente en un canal llamado Locomotion y en algunos VHS pasamanos que andaban por ahí. Me habían gustado las peleas, los dibujos, algunos caracteres de personaje, pero no había entendido mucho realmente --no llegaría a entender hasta casi diez años después, si es que se puede decir que la entiendo-- La película se pasaba en un cine que tenía un olor ácido muy filoso. Había sido de esos continuados para adultos, en el que ahora, entre otras cosas, algunxs Otakus nerds veteranos regenteaban un ciclo de proyecciones para su clan, una vez por semana. Ex cine porno y Otakus senior. La combinación de esas dos cosas era terminal.

Nos sentamos en unas butacas que necesitaban mantenimiento. En la pantalla pasaban en loop un compilado de aperturas de diferentes animes. Un amigo de mi hermano sacó una botella de plástico rellenada de vino con gaseosa. Mientras esperábamos a ver la película, dos de ellos escuchaban en un discman la grabación de un ensayo de su banda de hardcore. Adelante nuestro, dos pibes jugaban a las cartas Magic, usaban una butaca de mesa. Ese era el aire que respirábamos. Mi hermano y yo en silencio, tomábamos sorbos del brebaje tibio. Lo que estábamos por ver me iba a cambiar irremediablemente.

No quiero resumir la trama de Neon Genesis Evangelion. Está en Netflix. Solo voy a decir que me cautivó absolutamente ese cocktail de versión bíblica, robots semi orgánicos gigantes, pre-adolescentes conflictuadxs, hipertecnología y guerra teológica. Ese día creí entenderlo. Quizás solo entendí la parte más llana de la saga: dios quería terminar con todo y enviaba ángeles (unos bichos preciosos), para hacer el trabajo sucio. La humanidad resistía usando adolescentes que piloteaban otros bichos construidos con el código genético de Adán (los Evas). Luego entendí que era todavía más complejo que eso. Pero lo que de verdad me hackeó la cabeza, era enfrentarme a la idea de que quien sea que haya escrito eso, parecía no tener límites a la hora de imaginar un universo. Estaba, por primera vez, probando de forma consciente, un poco del verdadero poder de la ficción. Desde ese día me sentí atado fuertemente a esa sensación. Esa imaginación con anabólicos terminaría siendo, en gran parte, un punto de referencia inalcanzable, que me permitió orientarme a escribir primero narrativa, después obras de teatro. Y no sólo la serie de Hideaki Anno, si no también ese día, en ese cine, en ese Buenos Aires de los dos mil, con esa sensación tribal en la que la música hardcore-punk-alternativa, el consumo de animé, los juegos de cartas, las galerías, la calle, el skate; formaban parte de un sello generacional de identidad. Ese acontecimiento adolescente a partir de la cual unx puede definir que es algo y no más bien nada.

Pero hay un final más. Tokio 1996, un grupo de fans de Evangelion se agolpan en la puerta de la productora GAINAX. El día anterior fue la emisión del último capítulo de la serie. Nadie entendió nada. Los fans están desolados. Piden a gritos otro final. En 1997 salen dos películas: Death and Rebirth y ésta: The End of Evangelion, la que finalmente les da lo que pedían.

Es el día del estreno y llenan el cine (La serie es extremadamente popular en Japón). Hacia el final de la proyección, los ojos de lxs fans miran fijo una placa negra que dice, como burlándose de ellxs, “ONE MORE FINAL: I need you” en letras blancas. La coda dura tres minutos: Shinji (el protagonista conflictuado) y Azuka (la chica aguerrida) están tiradxs en una playa. Un mar naranja brillante de líquido de conexión (L.C.L.) rompe en olas con poca espuma. Él ve una aparición flotando sobre el mar. Se coloca arriba de Azuka y la estrangula. Ella, calmada, le acaricia la cara. Shinji llora y afloja la fuerza de sus manos. Las lágrimas caen sobre la cara de ella que dice solo dos palabras: “que asco”.

Franco Calluso es escritor, director y músico. Su obra Nou fiuter ganó el primer premio del Concurso Nacional de Dramaturgia del INT 2017. En 2019 fue traducida al inglés y editada por Oberon Books en Londres. En 2018 se edita Shinigami (Rara Avis), libro conformado por una trilogía de obras suyas. Su primera obra como director y dramaturgo, Nena dragón, participó del ciclo Óperas Primas 2015. Escribió y dirigió Ruido blanco, su segunda obra, que fue seleccionada entre los proyectos a desarrollar de la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires 2017. Como narrador, su cuento "Los jabalíes", formó parte de la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires, y fue editado en la antología Raros peinados nuevos (Eterna Cadencia). Es intérprete y compositor de música para obras de teatro. Fue nominado al premio María Guerrero por la música de La madre del desierto, de Ignacio Bartolone.