Cancha chica del fútbol, cancha grande de la historia. En 1981 el Boca de Silvio Marzolini se iba a consagrar campeón en la cancha de Central con solo rasguñar un empate. Don Ángel nos dirigía. Ese día yo relataba el partido para una radio de circuito cerrado de Cañada de Gómez que después lo pasaba al otro día a través de una cassette. Rarezas de aquellos tiempos. El Chiquilín García había clavado un tiro libre dejándolo parado a Gatti. Después se vinieron con todo y el árbitro, de pronto, inventa un penal a Perotti, un muy buen wing izquierdo que tenían los xeneizes. Maradona frente a Carnevali, CG3 Radio Cañada junto a ustedes, relato en ritmo de velorio y de pronto grito como un desaforado: "¡Lo erró, lo erró! ¡Maradona estrelló el penal contra el travesaño!". Boca no dio la vuelta en Arroyito y yo jamás volví a relatar fútbol.

Había visto todos los partidos del Juvenil en Japón. Nos levantábamos a las cuatro de la mañana para verlo a Diego, Ramón Díaz y el Pichi Escudero. Una verdadera maravilla. Era el cuarto año de la secundaria y estábamos en plena dictadura. Videla quiso desviar la movilización popular por el título hacia las oficinas de la OEA pero la gente que había recuperado las calles durante la celebración del mundial 78, eligió celebrar a Diego y sus compañeros. Como alguna vez dijo Hebe de Bonafini y Osvaldo Bayer, ya nunca más nuestro pueblo abandonaría las calles. Diego era el centro de aquella manifestación.

Antes de llegar a Boca, mi tío Dermi me dijo que Diego venía a Central. Me acuerdo de las peleas con mis amigos íntimos. ¿Cómo me iba a mentir mi tío?. Salimos campeones del Nacional 80 y Diego terminó en Boca. Vino el Mundial de España, su expulsión contra Brasil y la hermosa y profunda alegría del 86, especialmente después de los dos goles contra Inglaterra. Allí hubo mucho, mucho más que habilidad y coraje futbolístico. O por lo menos sentimos cosas que desbordaban los límites de la cancha chica.

En 1990 sentíamos que éramos más hinchas de él que de la Selección. Y su llanto nos anudaba el estómago. Vino la cocaína, el absurdo coqueteo con la muerte y su reaparición en Ñuls. Recuerdo el sentimiento de mis amigos leprosos, el partido con el Emelec y un clásico que no jugó en el Parque en que alguien colgó en la popular canaya una hermosa bandera diciendo: “Te queremos como ídolo, ahora te queremos como hijo”. Era folklore sano y hasta cargado de ternura. Maradona con la rojinegra y mimado por la hinchada de Central. Una hermosa síntesis por lo menos para algunos de nosotros.

En 1994, cuando estaba con los trabajadores de Vassali, en Firmat, en uno de sus tantos cierres, salí y vi decenas de pibas y pibes llorando. No había celular ni internet, pero las radios informaron que la efedrina le cortó las piernas y que nos quedábamos, sin él, fuera del Mundial. Esas chicas y esos chicos eran hijas e hijos de los obreros suspendidos de Firmat pero sentían en esa expulsión de Diego, quizás, la mayor expresión de sus tristezas varias.

Desde Brecht a Fontanarrosa, de Camus a Osvaldo Soriano, muchos sabemos que lo mejor y lo peor del ser humano puede ser sentido en una cancha de fútbol y sus alrededores. Expresa las contradicciones de una historia contradictoria. Central, Maradona y Ñuls forman parte del pueblo. No reconocerlo es apostar al exacerbado folklorismo que inevitablemente nos transforma en mezquinos y nos deja a las puertas del fascismo. Soy de los que apuestan a juntar los pedacitos dispersos de lo popular, por eso Central, Maradona y Ñuls, en mi alma rantifusa, merecen los mejores recibimientos posibles. Porque gracias y a pesar de ellos soy un enamorado invicto de las grandes mayorías.

Carlos Del Frade

diputado provincial del Frente Social y Popular, escritor y periodista