En esos lugares, en los barrios, las calles eran todas de tierra. Las casas, muy modestas y de estilos arquitectónicos inexistentes, se alternaban con terrenos todavía baldíos.

En la esquina de Garay y Rioja estaba la panadería de don Héctor. “Panadería El Tesón” se leía en el frente. La construcción ocupaba toda la esquina y varios metros por ambas calles. Sobre Garay estaba la vidriera más amplia de la panadería (la pequeña, estaba sobre Rioja); seguidamente “la cuadra” con todo un misterio de bolsas de harina apiladas, varias piletas de madera, una máquina amasadora, varios carros con estantes para llevar las bandejas que iban entrando y saliendo del horno. Y, obviamente, el horno. Inmenso. Negro de esa negrura que adquiere la piedra acariciada por el humo. Con dos puertas de hierro –con mirillas, manivelas y termómetro− que a los pibes del barrio nos parecían más apropiadas para algún barco de los que veíamos navegando en las páginas de El Tony o de D’Artagnan.

Don Héctor y doña Manuela habían llegado de la España natal casi niños, pero ya esposos. En Buenos Aires, un tío de doña Manuela les dio resguardo y trabajo. Una panadería coqueta en el corazón de Caballito les marcó un destino. Después de algunos años, emprendieron camino al futuro. Se habían privado de todo, pero habían ahorrado mucho. Por algunos amigos supieron de la existencia de este pueblo, con una gran fábrica que cada día demandaba más trabajadores. La vieja casona, con un galpón casi en ruinas, poco a poco se convirtió en “El Tesón”.

La prosperidad acompañó esos años de mucho trabajo. Don Héctor fue el primer vecino del barrio en comprarse un auto y en “El Tesón” se instaló el primer teléfono de aquellos suburbios. Alfonso siempre aportó su trabajo en la cuadra; a don Héctor le preocupaba la pasión que tenía por leer y por escribir poesías. “Eso no es de panadero”, decía mientras pensaba que “eso” no era de varones.

Cuando empieza la historia que quiero contarte hoy, “El Tesón” era un negocio importante. Don Héctor conducía el negocio, dedicando menos tiempo a las tareas de la cuadra. Doña Manuela pasaba el día sentada en un sillón gastada por una temprana enfermedad. Alfonso y Orlando trabajaban codo con codo. Alfonso se había casado; tenía un hijo y esperaban otro. Orlando se casaría pronto.

Un sábado los pibes del barrio nos alborotamos: “Una mudanza” se oyó. Una mudanza. Y la pelota se durmió en la casa del gordo Pepín, dueño del único balón de cuero del barrio. Toda la barra nos congregamos en la esquina fascinados por el inmenso camión cargado de muebles, colchones, artefactos y cajas, muchas cajas, de los más variados tamaños y colores. Las caras serias, los ojos bien abiertos, los cuerpos relajados pero atentos… todos los pibes examinábamos con una curiosidad enorme a “los nuevos”. Los primeros en bajar fueron dos hombres que saltaron ágiles de la caja del camión. Inmediatamente ayudaron a bajarse a dos mujeres jóvenes. Mientras el conductor –un hombre muy alto y muy corpulento− se bajaba pesadamente, por la puerta del acompañante bajaba una señora que se puso a hablar con las dos más jóvenes. Evidentemente, sus hijas.

Nuestra atención estaba centrada en la carga del camión. Mirábamos con esa curiosidad inocente que, cuando nos hacemos adultos, cuando perdemos interés en nuestra propia vida y en las cosas importantes, se convierte en una necesidad morbosa de conocer y hurgar en la vida de los demás.

“Los nuevos” venían a ocupar la vieja casa de don Francisco, muerto hacía un par de años, ubicada frente a la panadería cruzando la calle Garay. Unos meses antes aparecieron dos obreros que hicieron unos arreglos. Doña Asunta se había acercado y preguntado. Al día siguiente todo el barrio sabía que la casa la compró un matrimonio joven recién casado, que eran de Timbués, que él era muy serio y ella calladita y hacendosa, que los obreros estaban contratados por el padre de la chica, que era chacarero, que tenía otra hija que pintaba para solterona y un varón medio vago y mujeriego.

Poco a poco, sin pausas, el camión fue quedando vacío. Nos habíamos deleitado con cada cosa que bajaban; pero lo que se llevó la silenciosa admiración de todos fue una caja en la que se podían ver camisetas de fútbol, botines, pelotas y medias. Después nos enteramos que “el nuevo” era un mal jugador de fútbol. Tan malo como perseverante y entusiasta.

Cuando el camión quedó casi vacío, los varones pusimos nuestra preadolescente atención en las mujeres jóvenes. La que parecía mayor –la condenada a la soltería− era una chica de ojos grandes y negros, con una mirada triste y algo hueca; alta y desgarbada, que caminaba con pasos largos y apurados. La recién casada también tenía ojos negros, pero que resaltaban en un rostro muy blanco. El cabello recogido alargaba su rostro algo regordete. Los labios, carnosos y rojos, se relajaban en una sonrisa apenas perceptible y con un cierto cinismo. Y el cuerpo… el cuerpo nos dejó a todos sin aliento por algunos segundos. Vestía una pollera ajustada que marcaba su cintura y sus caderas y una polera blanca, muyceñida al cuerpo, delatando unos pechos generosos, altaneros, provocadores. Todos –nunca nadie lo dijo, pero estoy seguro que todos- pensamos en aquella película italiana de la que sólo recordábamos a esa actriz y a esa escena.

Esa tarde, Alfonso fue encomendado por don Héctor para llevarles a los nuevos vecinos una docena de facturas a modo de bienvenida al barrio. Eligió con desgano las mejores facturas, las envolvió en papel estraza y se dirigió a la casa de enfrente. Golpeó las manos y esperó. La nueva vecina apareció en la puerta con una sonrisa tímida. Lo saludó con un “buenas tardes” apenas audible y se quedó inmóvil. Esperando. Alfonso sintió que se sonrojaba; por un instante se olvidó para qué estaba allí. Respondió con un potente “buenas tardes”. Y mientras señalaba a sus espaldas, le dijo que era de la panadería, que su papá –el dueño de la panadería, aclaró sin necesidad− le daba la bienvenida al barrio y le acercó el paquete de facturas. “Para que acompañen la mateada de esta tarde”, le dijo. Ella tomó las facturas, le agradeció y se quedó mirándolo.

Alfonso no supo qué decir. Quiso pensar en algún poema que había escrito; no pudo recordar ni siquiera un verso. La miró largo a los ojos y giró para volver a su trabajo. Antes de saltar la cuneta le dijo: “Qué suerte que viniste a vivir aquí”. Cruzó la calle tratando de entender por qué había dicho eso. Y juzgándose un idiota por haber dicho eso en lugar de sus versos.

Los pibes del barrio, aunque escuchábamos con interés, nunca entendimos muy bien qué fue lo que pasó al final. Entendíamos que “el Alfonso se cruza a la mañana, cuando el marido trabaja”; que “mirala, con esa cara de mosquita muerta”; que “la mujer del Alfonso lo sabe y se va a terminar yendo”. Pero se fueron todos: el Alfonso, su mujer y sus tres hijos. Lo cierto es que don Héctor aprovechó para repartir anticipadamente la panadería entre sus hijos. Orlando, ya casado, se quedó con “El Tesón”. Alfonso recibió dinero en efectivo que usó para abrir una nueva panadería en una localidad vecina. Una mañana, otro camión fue cargado con muebles, ropas, libros y enseres mudando a Alfonso.

En esos años, las historias de amor “terminaban mal” solamente si algún matrimonio se desarmaba. Me acuerdo que mi mamá dijo algo así como: “Suerte que se van; esto iba a terminar mal”. Todos se quedaron tranquilos. Todos menos “la nueva” que nunca pudo olvidar al poeta. Alfonso la inmortalizó invisibilizándola en algún poema de amor.