Por los datos que brinda en una página final de “Agradecimientos”, Jacques Rancière tuvo distintas intervenciones entre 2014 y 2016, invitado por universidades de Estados Unidos, Alemania y Francia. El motivo: “Políticas de la literatura”. Los formatos: conferencias, ponencias y ensayos publicados en revistas. Reunidos y reescritos, y sumándoles nuevos capítulos –“totalmente inéditos”, aclara el autor–, esas intervenciones se publicaron como libro en 2017, en Francia. Los bordes de la ficción, en traducción de Mónica Herrero para la editorial Edhasa.

Otrora joven participante del Mayo del 68 y colaborador de Althusser por esos mismos años, Rancière, con sus más de treinta libros publicados, ha ido configurando –por así decir– dos zonas temáticas, más o menos delimitables: la filosofía en torno a la política, como en El desacuerdo, El filósofo y sus pobres, Momentos políticos; y la teoría en torno a la literatura y otras artes, como en La palabra muda, El espectador emancipado, El malestar en la estética y Políticas de la literatura; además de obras más singulares como La noche de los proletarios y la recuperación de aquella experiencia histórica “antididáctica” de comienzos del siglo XIX en El maestro ignorante. El cine y la arquitectura, el diálogo y el debate con Alain Badiou, la historia y la dialéctica, le permiten a Rancière adentrarse en las complejas simbologías e ideologías de la cultura contemporánea, en sus mecanismos secretos, desde un horizonte de crítica y la utopía.

Rancière desarrolla esta “investigación sobre las transformaciones de la ficción” en torno a la noción de realismo a lo largo de la historia, comenzando por el mismo Aristóteles, quien postuló que la poesía –en la épica y el drama– cuenta “cómo pudieron” darse las cosas, mientras que la historia es el preciso relato de “cómo efectivamente” ocurrieron. “Lo que diferencia a la ficción de la experiencia ordinaria no es una falta de realidad sino un aumento de racionalidad. Esta es la tesis formulada por Aristóteles en el capítulo nueve de su Poética”. Aun como fantasía e invento, la literatura utilizó el realismo en la narración clásica, señalándose incluso a sí misma como artificio: por ejemplo, los conocidos recursos y comienzos de “voy a narrar una historia que me llegó…” o “el siguiente manuscrito que a continuación se reproduce…” más que apelar o pretender aparentar veracidad, sencillamente buscan adoptar diversas estrategias de comienzo de un relato; aun sabiéndose “invento”, podía jugar con asegurar provenir de una historia (supuestamente) verídica. Y de ahí la separación –tajante, y sostenida a lo largo del tiempo– entre un mundo real y otro a-real, donde “prosperidad e infortunio, expectativas e imprevistos, ignorancia y sabiduría” son los “tres pares de opuestos que conforman la matriz estable de la racionalidad ficcional clásica en Occidente”.

El Romanticismo, y su exaltación del “yo”, luego apelaría a las almas bellas conectadas o relacionadas exclusivamente entre sí; y, con el advenimiento de la época moderna, la nueva literatura, representada en Balzac y en Hugo, y luego en Flaubert, se irá desarrollando lentamente un fenómeno que Rancière denomina “democratización”. Detecta un cambio en un elemento de regular aparición en las narraciones; por caso, Stendhal: las ventanas, que comunican sujetos, y generan historias. Pero el nuevo mundo burgués trae las grandes aglomeraciones urbanas, lo que multiplica al infinito la posibilidad de buscar, encontrar y desarrollar aún más la imaginación. Para Rancière, las ventanas “ya no son más las aberturas por donde las almas se reúnen. Son los marcos que bloquean la visión e instauran un dispositivo de captura. Este adquiere, en principio, el aspecto de la mirada entomológica que capta los caracteres de las especies sociales. Pero esta visibilidad clara se enturbia pronto y el cazador se vuelve cautivo cuando el marco recorta en el cuadro de especies sociales la imagen de un ídolo nuevo o cuando la mirada se pierde en lo impreciso de la fantasía.” Es la literatura moderna: “más generalmente, la novela nueva que invierte los antiguos trayectos del adentro hacia el afuera”. Lo que se ve desde una ventana, o bajando directamente a la calle, es la “captura” desde un “lugar sin privilegio”, e implica la “democratización de la ficción”. Proceso que seguirá en el siglo XX, y que verán “los grandes intérpretes de la evolución de la novela moderna”: Georg Lukács y Erich Auerbach.

Comentando múltiples aspectos de Conrad y Rilke, de Poe y Marx, Rancière explica que el género policial rompe “las normas de la lógica establecida” para descubrir un enigma; o cómo se interrelacionan fantasía, ciencia y misterio en La invención de Morel. Y cómo, el primer libro de El capital, “un relato que se sumerge en el corazón de un secreto” –la producción de plusvalía–, posee una “estructura narrativa singular” donde se halla una “tensión entre lo oculto y lo patente”.

Otro capítulo, dedicado a Los anillos de Saturno de Sebald, lo analiza y despega del fácil rótulo de “inclasificable”, para postular su “género nuevo”: “una serie de desvíos que hacen sistema y construyen la topografía de la ficción”. Es la propia sustancia heteróclita, “artículos de enciclopedias científicas o artículos de prensa regional, folletos de eruditos locales, obras de erudición científica que dan testimonio de épocas diferentes de la ciencia, historias de almanaques, fascículos pedagógicos u otros” los que demandan una articulación inédita, y, por ende, una nueva narratividad, alejada de todo tiempo lineal, mecánico y causal.

En lo que llama “una afirmación extraordinaria”, Rancière toma lo que dice Auerbach sobre un “momento cualquiera” de Al faro de Virginia Woolf: “poner el acento en un suceso cualquiera y explotarlo no al servicio de un encadenamiento concertado de acciones sino por el suceso mismo”. Es lo mismo que sucede en La señora Dalloway, y en El sonido y la furia de Faulkner: lo inesperado, lo desconocido, un detalle, irrumpe con su autonomía, prolifera, y configura narraciones que superan el mero realismo y naturalismo del pasado. No sería la “literatura social” la mejor política para la literatura: “El corazón de la política de la ficción es el tratamiento del tiempo”, asegura Rancière.

“No es entonces ficción contra realidad sino ficción contra ficción”, donde la pluralidad del relato permite alterar o suprimir las jerarquías y ordenamientos establecidos.