Pregunta nada original, obligada y extendida. ¿El Fondo Monetario es ahora un organismo sensible ante los padecimientos populares y, sobre todo, se trata del nuevo mejor amigo de los argentinos?

Un dato objetivo mayor es que nunca en la historia, desde su creación en julio de 1944, el FMI había emitido una declaración oficial señalando a la par que la deuda de un país es “insostenible” y que son los acreedores privados quienes deben hacer “una contribución apreciable” para solucionarla.

El documento aprobado por los directores del Fondo merece ser leído en su totalidad. Contiene referencias tan insólitas como la de aceptar que el Banco Central haya intervenido para socorrer al déficit del fisco. Y, en forma más directa que elusiva, advierte que la insostenibilidad de la deuda ancla en lo imposible de que socialmente haya lugar para aplicar recetas típicas del organismo.

De ahí para abajo y arriba, hay indicios confluyentes sobre el porqué de semejante comunicado.

El Fondo, al cabo, es una corporación financiera de países centrales destinada a imponer pautas de ajuste sobre los periféricos, con escenarios de endeudamiento, eterno, que sojuzguen probabilidades de emancipación soberana. Quien acuse a esa definición de consignismo izquierdoide debería dedicarse, primero, a refutar los antecedentes que lo sostienen.

El problema del FMI (problema, que no un drama ni mucho menos una tragedia) es su convulsión por haber otorgado a la Argentina un préstamo inédito, delirante, impagable a sabiendas. De hecho, algunos miembros de su staff ya recibieron un shot de despedida nada disimulado.

No tiene mayor sentido -práctico- detenerse en si el crédito fue producto de una desopilante impericia de sus burócratas (opción remota); de que Washington decidió financiar la campaña de Macri (asaz verosímil); de enjuagues de corrupción sistémica y ligados a cubrir fuga de divisas entre bandoleros macristas y paraísos fiscales (más verosímil todavía), o de la combinación de esos factores (que es lo más verosímil de todo).

Es tan viejo como el tiempo aquello de sacar conclusiones políticas en función de quiénes se benefician con tales y cuáles disposiciones, muecas, guiños.

¿Qué hace el Fondo con su dichoso comunicado sobre lo “insostenible” de la deuda argentina, más su prevención respecto de que debe hallarse un arreglo definitivo -es decir: un esquema “superador” de los cambios de gobiernos- y su tolerancia para revisar fórmulas típicas?

Hace tres cosas, cabría presumir.

Corre del medio el examen sobre los orígenes de su empréstito escandaloso, contraído por el macrismo.

Patea la pelota a los bonistas privados, para que carguen con el costo de la orgía mientras él, el Fondo, se asegura cobrar sin quita en algún momento. Son Estados y pueden aguantar.

La tercera y consecuente con la anterior es avisar que, de todos modos, el país deberá atarse a compromisos de responsabilidad fiscal (ajuste y reformas estructurales, por ahora en suspenso…) gobierne quien gobierne.

No es cierto que en Casa Rosada hayan festejado en forma desmedida el comunicado del FMI.

En sus declaraciones del viernes a la mañana, fue el propio Presidente quien le puso paños no fríos, pero sí templados, a excederse en entusiasmos.

Alberto Fernández dijo que la declaración del FMI es un “paso muy importante”. Nada menos. Pero nada más.

Apuntó que es un envión anímico el reconocimiento fondomonetarista sobre una deuda impagable en las condiciones pactadas, porque es aquello con lo que el Frente de Todos insistió durante la campaña electoral.

¿Qué habría que festejar, en el mejor de los casos?

¿La posibilidad de que la soga deje de estar al cuello porque, sólo quizás, los bonistas privados y Wall Street se intimidarán o tomarán nota de un FMI (Estados Unidos, en esencia) capaz de comprender las necesidades de un deudor?

El Fondo es sólo uno de los jugadores de esta partida a la que, como también advirtió el Presidente en esa entrevista por AM 750, Argentina llega con pocas cartas.

Que son pocas es técnicamente indesmentible, pero en política puede discutirse.

El respaldo del Fondo es una de los naipes, tácticos, porque hay esa “debilidad” interna tras el papelón de haberle concedido al gobierno macrista el préstamo ¿irresponsable? más grande de su existencia.

Y también es o sería atendible que -aun bajo leyes de jurisdicción extranjera- a los buitres futuros no les sería tan fácil el aprovechamiento Griesa de un default, siendo que el FMI admitió lo insostenible de la deuda.

Según es vox populi entre fuentes oficiales y mercados, a comienzos de marzo el Gobierno le lanzará a los bonistas -que se dividen entre buitres explícitos y, a priori, otros dispuestos a escuchar- una propuesta única de tómalo o déjalo. Menú de nuevos bonos.

¿Con qué se come todo esto, en la vida cotidiana de una inmensa mayoría de la sociedad que está entre lejos y lejísimos de este póker?

Los pasos del Gobierno, hasta acá, están en línea con lo prometido en campaña.

Eso significa haber amortiguado por abajo el oprobio del hambre entre los sectores del fondo del pozo, siempre con reparos sobre el olvido de comunidades indígenas.

Frente a las clases medias, hay moratorias impositivas para pymes, el despunte de algunas líneas de crédito y, nada menor, congelamiento de tarifas en los servicios públicos que el Presidente ratificó como asegurado hasta ver (lo dijo en palabras apenas más elegantes) cuánto se chorearon las empresas lloronas.

Hay además el “privilegio” para los jubilados de la mínima, tras la polémica medida de aumentarles menos a los de las escalas inmediatamente superiores. El paquete debería verse en conjunto, pero es muy difícil. Consabidos errores comunicacionales produjeron no haber atenuado, en parte, un malhumor que todas maneras es permanente, y comprensible, entre esa franja de la población.

Otras medidas y gestos, efectivos y simbólicos, eran impensables hasta diciembre último.

El retorno del programa Remediar. Algún límite contra las tasas usurarias en la financiación de las tarjetas de crédito. La propuesta de que se revise el régimen jubilatorio de los jueces. Y, no de interés masivo, el trabajo silencioso para cortar de cuajo la relación íntima entre tribunales federales y servicios de inteligencia.

Es un conjunto que va en dirección reparadora y sigue, y no es escaso. Sin embargo, es entendible que en la calle todavía no se ven, no se sienten, efectos reactivadores. Dudosa la legitimidad de reclamarlos cuando no van ni tres meses de gobierno, con una herencia devastadora, aunque -ya para ser cansadores con el designio- es cuestión de que tarde o temprano se dificultarán las medias tintas.

La paciencia frente a que todavía no se tocaron grandes intereses económicos (hablamos de cómo ampliar realmente la torta distributiva, no de infantilismos extremistas) tiene la frontera de que el Gobierno corra riesgos de agotar crédito.

Es lo que el economista Ricardo Aronskind previene como el peligro de lo que fue el decurso alfonsinista en la transición de los ‘80. Un gobierno honesto, de perfil socialdemócrata, que termina sometido por el golpe de los mercados locales e internacionales; por la campaña incansable en su contra de los emporios de comunicación asociados a los intereses del capital financiero; por una sociedad olvidadiza, de memoria cada vez más corta. Y continúan no tantos etcéteras que debieran registrarse de inmediato.

Nada indicaría, desde el optimismo de la voluntad, que eso vuelva a suceder.

No cabe en la cabeza, y mucho menos con Cristina de por medio, que vaya a haber traición a las expectativas centrales del grueso que votó al Frente de Todos.

Pero no es solamente por aquello de las buenas intenciones.

Es porque cualquier salida que no acabe mejorándole la vida y las ilusiones a una mayoría popular, básica, implica suicidio político.

Macri y los suyos podían permitírselo, porque jamás tuvieron el objetivo de repartir mejor.

Este Gobierno no.

No tiene espacio para quebrarse. Ni él ni las minorías socialmente intensas a las que deberá recurrir si se ve cercado.