En esa cuadra de Yatay, en Almagro, los carnavales empezaban diez días antes que los anunciara el calendario.

Los pomos y las bombitas de agua, las famosas “Bombuchas”, se acopiaban en diferentes casas, y cada peso que teníamos era destinado a aumentar las reservas de cada uno de los grupos del barrio, compuestos por chicas y chicos, a los que se sumaban nuestros padres, que ponían el mismo entusiasmo en eso de juntar arsenales para luego participar de las batallas callejeras con baldes, jarros, mangueras y todo cacharro que pudiera llenarse de agua.

Días antes de las fechas, las emboscadas se tendían con sigilo. En general eran las chicas las víctimas de los primeros baldazos. Esos sábados y domingos salíamos a la calle en ojotas, o en aquellas famosas sandalias Skippies (que nosotros odiábamos pero que nuestros padres nos obligaban a usar porque eran baratas e indestructibles), y en shorts de baño. Antes de las batallas “legales”, éramos capaces de tirar un sorpresivo baldazo sobre la víctima elegida, que debía entonces regresar a su casa para cambiarse y volver a salir acompañada por alguien con autoridad en la cuadra.

Mi papá acopiaba a mi lado pomos y bombitas, ya que disfrutaba esas guerras de agua que nos divertían a los dos por igual. Mi viejo, el Capitán Soriani, vivía a mi lado una infancia que nunca tuvo, sometido desde muy joven a la disciplina de los institutos militares donde se había educado.

Cuando conseguíamos algún pomo de tamaño gigante, o incluso aquellos que se vendían imitando alguno de los luchadores de Titanes en el Ring, sonreía satisfecho. Y cuando empezaron a fabricarse las pistolas de agua, para el Capitán fue una fiesta. Compró varias de diferentes tamaños y colores: “Con éstas hacemos roncha”, me decía con una sonrisa de oreja a oreja.

El me ayudaba a abrir las bolsas de nylon con las “Bombuchas”, y a estirarlas de a una para que fuera más fácil llenarlas. El operativo lo hacíamos en la terraza de nuestra casa. Las bombitas quedaban flotando en baldes llenos de agua para evitar que reventaran antes de tiempo. Recuerdo a mi padre estirando los cuellos de los globitos para facilitar el nudo que los cerraba, y la bronca mía porque yo dejaba lista una en el tiempo que él anudaba cinco.

La canilla de nuestra terraza tenía una boca demasiado ancha, y no eran pocos los globos que se rompían en el intento de ajustarlos a su pico, pero mi padre insistía en hacerlo en ese lugar porque luego podíamos probar su efectividad tirando algunos hacia la calle, donde jugaban mis amigos, o hacia los patios de las casas vecinas, cuando las familias se juntaban a tomar mate. Nadie se enojaba porque todos participaban del juego con el mismo entusiasmo y sólo esperaban ansiosos la revancha, que llegaría poco después. Una vez, dos bombitas arrojadas por nosotros cayeron en el medio de la masa para la raviolada que preparaba Doña Porota, nuestra vecina de al lado. Ella sólo se limitó a alzar la cabeza y gritarnos: ¡Me van a tener que amasar los ravioles ustedes! ¡Me arruinaron el almuerzo!, y soltó una carcajada y un grito de “Viva Perón” para fastidiar a mi viejo, cuyo gorilismo era conocido y respetado en todo el barrio, con mayoría peronista.

De los juegos participaban chicos de todas las edades y cuando las batallas de agua amainaban, empezaba el desfile de los más chiquitos con diferentes disfraces. Algunos clásicos y otros inspirados en las series de televisión de la época.

Recuerdo otro disfraz por su sencillez y originalidad. Era el de Bat Mastersón, célebre Cow Boy de aquella época, que constaba de una galerita negra de copa baja, tipo bombín, y un bastón de mango dorado. El arte era lograr girar el bastón en círculos como lo hacía el héroe de la tira. Había quienes, además, entonaban al mismo tiempo la canción con la que empezaba la serie: “Con su galera y su bastón/ fue de la ley un defensor/ al pobre siempre protegió/ Bat Mastersón/ Bat Mastersón.”

El Capitán Soriani era fanático de esas series que veíamos juntos. No nos perdíamos ningún capítulo de Chayanne, El Hombre del Rifle, Wyatt Earp y Marcado, a cuyo protagonista habían degradado por una supuesta deserción del ejército de Estados Unidos durante la conquista del Oeste. Un joven Chuck Connors impresionaba en la presentación de cada capítulo donde, con mirada desafiante, soportaba la ceremonia de degradación. El pobre Chuck pasaba el resto de sus días demostrando que era valiente y luchando contra su estigma, errante por el desierto, persiguiendo y matando a todo indio que se le cruzara por el camino.

Mas tarde llegarían otras como Bonanza, La Ciudad Desnuda y El Hombre invisible. Merecerían una nota aparte, porque fueron tan famosas y comentadas como las de Netflix hoy.

Los disfraces de esos personajes poblaban la cuadra de Yatay, entre Cangallo y Potosí, cosidos por nuestras madres, que competían en imaginación para que nos luciéramos en los corsos a los que nos llevaban a todos. A veces al de la Boca, otras al de Pompeya o al de Avenida de Mayo. Recién se empezaba a vender la nieve en spray, pero los tubos eran carísimos.

Luego crecimos y dejamos los disfraces, aunque las batallas de agua las continuamos hasta terminar la adolescencia. Llegaban los años setenta y con ellos la explosión del Rock Nacional, así que nuestra preocupación pasó a ser a qué bailes de carnaval ir, dependiendo de la banda o cantante que más nos convocara. Así decidíamos ir a los de Geba, cuando tocaban Los Gatos, que de la mano de Litto Nebbia y La Balsa ya habían metido varios hits. También buscábamos los clubes donde tocaran bandas “comerciales”, esas que hacían canciones berretas pero bailables, como Pintura Fresca, Industria Nacional, Los Náufragos o Conexión Número 5 y Carlos Bisso, su cantante de largas patillas, que hizo historia por sus guantes negros, alrededor de los cuales se tejieron mil historias. Clubes como “Muni” o Comunicaciones competían con entradas más baratas y sus pistas se llenaban de gente que bailaba apretada las grabaciones de “lentos”, elegidas por disck jokeys que empezaban a ser famosos.

Pero nadie nos convocaba más que Sandro. El Gitano a veces cantaba en los bailes de San Lorenzo, y allá íbamos todos. Las chicas morían con él y nosotros admirábamos su manera de bailar, de mirar y de revolear la pelvis: “Dame fuego/ dame dame fuego/ dame el fuego de tu amor.”

Empezados los 70 poco a poco la banda de amigos se fue desintegrando y por esa cuadra de Yatay se podía caminar tranquilo, sin temor a a los baldazos por sorpresa. Las chicas elegían novios en otros barrios porque con nosotros eran como hermanas. La Universidad y los trabajos terminaron de dispersarnos. A muchos de ese grupo que habíamos crecido juntos, la militancia política nos marcó el futuro, y pocos años después la represión arrasaría esa manzana de Almagro con batallas que no fueron de agua, sembrando de muertos y desaparecidos las cuadras que nos vieron crecer y que fueron testigos de nuestros sueños y nuestros desvelos.