Cuando el mundo vivía los trémulos albores de la Primera Guerra Mundial, en Europa comenzaron a apuntar los vanguardismos, traídos de la mano del Expresionismo austro alemán, del naciente Cubismo hispano francés, del Imagismo anglosajón y de la nueva poesía eslava. Por lo menos cuatro movimientos importantes verían la luz a partir de esas rupturas: el Dadaísmo, en los cafés de Zurich, el Futurismo italiano, el Ultraísmo español y un movimiento de raíz americana, el Creacionismo, principalmente impulsado por el poeta chileno Vicente Huidobro, aunque también se atribuye a Pierre Reverdy una participación importante en el mismo.

Pero habría de ser el Surrealismo, nacido en Francia, el movimiento que, en múltiples sentidos, coronaría estos movimientos de la vanguardia europea. No sólo de un modo temporal o cronológico sino por su capacidad para concentrar los que fueron rasgos esenciales de la vanguardia, los que la hicieron irrepetible, única, diferente de cualquier movimiento de ruptura anterior o posterior: los cuestionamientos que formulara de los contextos sociales, políticos y culturales de su tiempo, y la puesta en escena privilegiada del arte como motor que impulsaría, en sus designios, los cambios en la realidad. Eso que permite sostener a Peter Bürger (Theorie der Avantgarde, 1974), que lo que distingue a los movimientos de las primeras décadas del siglo XX de cualquier ruptura estética anterior es “el intento de organizar, a partir del arte, una nueva praxis vital”.

El 26 de enero de 1925 fue presentado en París el Primer Manifiesto Surrealista. Fundado sobre los restos del Dadaísmo, y de algunas de sus reivindicaciones antiestéticas, que postulaban la entronización de una belleza revulsiva para transformar el mundo, el movimiento se convirtió, desde entonces, en la fuente ineludible donde abrevarían todos los cambios artísticos posteriores, no sólo en Europa sino también en América latina y en la Argentina. Si bien es cierto que luego el movimiento se vio apoyado por artistas volcados a otras prácticas estéticas, especialmente pintores, el mayor rasgo común artístico que unía a los firmantes era la práctica poética. Louis Aragon, André Breton, Benjamín Péret, Philippe Soupault eran los iniciales signatarios, a los cuales se juntarían después René Crevel, Joseph Delteil, Robert Desnos, Paul Éluard, Pierre Naville, Gaétan Picon, Roger Vitrac, sin olvidar el papel que, en distintos momentos, pudieron jugar Tristan Tzara, Salvador Dalí, Antonin Artaud.

Desde aquel manifiesto, hubo otros que fueron precisando, cuando no revisando, los postulados iniciales. Como fundamentales, pueden catalogarse al menos tres: ese “Primer Manifiesto”, el “Segundo Manifiesto”, de 1930, y los “Prolegómenos a un tercer manifiesto surrealista o no”, de 1942. Habría que agregar los textos de André Breton: “Carta a los videntes”, de 1925, el “Prefacio de la reimpresión del Manifiesto”, de 1929, la “Situación del objetivo surrealista”, de 1935, “El Surrealismo en sus obras vivas”, de 1953. Allí quedan inscriptas algunas de las marcas esenciales del movimiento: el automatismo psíquico; el papel de los sueños y las alucinaciones; la creación libre, sin las limitaciones del mundo concreto. Conjuntamente, vendrían los llamados a un mayor compromiso frente a la realidad cambiante: con la sociedad, con las ideologías, con la política. 

Tal vez nunca sea excesivo remarcar la influencia que dicho movimiento tuvo sobre el arte y las literaturas latinoamericana y argentina y, sobre todo, su vigencia, su perduración a través de diversos avatares, reemergencias, apropiaciones, itinerarios, usos en autores que tanta importancia tienen para nuestra literatura actual: Enrique Molina, Federico Madariaga, Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik, Juan Gelman, Miguel Ángel Bustos… Un relevante historiador del Surrealismo, Maurice Nadeau, escritor, crítico, quien lo vivió cercanamente, no protagonista y al margen de él, pero que tuvo contactos mediatos importantes y ha estudiado su desarrollo y evoluciones, escribe: “Este movimiento, vivido por hombres que se expresaban por medio de la poesía, la pintura, el ensayo o su particular modo de vivir, en tanto que sucesión de hechos pertenece a la historia; es una serie de manifestaciones que se producen en el tiempo” (Histoire du Surréalisme, 1969). Y una de las primeras características históricas que Nadeau señala es el carácter internacional del movimiento y sus repercusiones fuera de las fronteras francesas: “Nacido en París de una decena de hombres, no se redujo a Francia, sino que se extendió hasta las antípodas. Mucho más que un pequeño cenáculo artísticamente parisiense, tuvo adeptos e influyó en hombres de Inglaterra, Bélgica, España, Suiza, Alemania, Checoslovaquia, Yugoslavia, y aun de los demás continentes, como África, Asia (Japón), América (México, Brasil, Estados Unidos, Argentina). /…/ Ningún movimiento estético anterior, incluido el Romanticismo, tuvo esa influencia y esa repercusión internacionales. Se convirtió en el agradable sustento de los mejores artistas de cada país y fue el  reflejo de una época que, también en el plano artístico, debió considerar sus problemas en relación con el mundo”.

Fue precisamente, la Argentina uno de los lugares donde de modo precoz el movimiento se implantó, descubierto por estudiantes de Medicina capitaneados por Aldo Pellegrini, quien en 1926 formó con esos amigos el primer grupo dedicado a difundir su poética y ponerla en práctica. Sus primeras manifestaciones salieron en la revista Qué, 1928 y 1930. En la década del 50, se publicaron otras revistas, producto del trabajo literario de nuevos grupos formados a su alrededor, por amistad o por afinidad con la teoría que difundía. Fueron Ciclo (1948-1949), A partir de cero (1952-1953), Letra y Línea (1953-1954), que publicaron sus innovaciones.

La revista Letra y Línea provocó algunas polémicas, única forma de “escándalo” que los surrealistas argentinos produjeron en el ambiente literario de la época. Uno de ellos, lo originó el nº 3 (diciembre-enero de 1954) con sus críticas y ataques al medio. Estaba dirigida por Aldo Pellegrini y el comité de redacción lo integraban Miguel Brascó, Carlos Latorre, Julio Llinás, Enrique Molina, Ernesto B. Rodríguez, Osvaldo Svanascini, Mario Trejo, Alberto Vanasco y Juan Antonio Vasco. Olga Orozco y Oliverio Girondo eran “amigos y simpatizantes”. Todos ellos reprodujeron y ampliaron para suelo americano las propuestas y los descubrimientos del Surrealismo, y convulsionaron la atmósfera de buena y correcta literatura, dominada por los suplementos dominicales, el grupo Sur y los escritores de la élite. De Pellegrini dice hoy su discípulo, admirador y gran artista Luis Felipe Noé: “Si hay un concepto que define a Aldo Pellegrini en su cosmovisión, y en consecuencia en su estética es el de ‘la conquista de lo maravilloso’, concepto siempre presente en su pensamiento, que para él encerraba el “secreto de la revolución artística de nuestro tiempo” al revelar “por una parte la acción de la fantasía libre y también el espíritu en estado de deslumbramiento”. Justamente, por estos días están siendo reeditados los trabajos mayores de este fundador, bajo el título común La conquista de lo maravilloso, reunidos por su hijo Mario Pellegrini, con una presentación de Julio Llinás y un prólogo de Luis Felipe Noé, documento irreemplazable para conocer los objetivos, las conquistas, los itinerarios del Surrealismo en nuestra cultura.

* Escritor, docente universitario.