Ricky Martin levanta la mano izquierda con los dedos en V y la plataforma que lo erige en lo más alto del escenario comienza a descender y a esconder su cuerpo detrás de la inmensa tarima que preside la escena. Hay papelitos, hay humo, hay luces, y hay una fiesta que termina. La segunda etapa de su desembarco en Buenos Aires, después de cuatro años alejado del público porteño, ha llegado a su fin y el frenesí de las once mil personas que agotaron los tickets para esta función en el cuestionado Movistar Arena todavía se siente, eléctrico, en el aire. El puertorriqueño es una máquina de hacerlo todo bien y acaba de brindar un show impactante en el que repasó, puntillosa y ajustadamente en noventa minutos que se pasaron volando, una carrera que ya lleva más de 35 años.

"Yo no estoy aquí para los sermones. Yo estoy aquí porque voy a entregar un espectáculo donde la gente, a lo mejor, se pueda liberar y se pueda olvidar de los problemas en el trabajo, en el hogar, en el país. Pero yo represento tantas cosas que es inevitable que al público se le activen pensamientos. Ojalá que sirva de algo. Pero no voy a predicar. Yo no voy a decirle a nadie, desde un escenario, qué tiene qué hacer y qué no puede hacer", aclaraba durante la conferencia de prensa que dio en Chile, antes de presentarse, días atrás, en el Festival de Viña del Mar. Y la aclaración fue muy pertinente, porque el artista, que en los últimos años ha desarrollado una especie de doble vida que podría describirse como activista sin marco teórico de día, estrella del pop de noche, logró separar esas dos facetas casi totalmente. Porque el músico aprovecha cada entrevista para hablar de los temas que lo preocupan (los derechos de las personas LGBTIQ, la situación en Puerto Rico y en Latinoamérica, la trata de personas, los derechos humanos), pero deja las declaraciones y las acciones en pos de defender esas causas para las notas y las redes sociales -y las calles de Puerto Rico cuando lo creyó necesario-. El escenario queda libre de proclamas. Su espectáculo es puro pop latino. Para para divertirse y bailar.

“Cántalo”, el tema en colaboración con René (ex Calle 13) y Bad Bunny, que nació al son de las protestas contra el gobernador Ricardo Roselló en julio del año pasado, fue el encargado de abrir el show y es aquí donde el “casi” del párrafo anterior cobra sentido. Porque, con la participación de sus coterráneos desde las pantallas, el portorriqueño canta: “De la tierra son las estrellas/ Y del cielo son los pioneros/ De las nubes salen los fuegos/Los que no se apagan con hielo/¿Quién le tiene miedo al sereno?/No resiste ni un aguacero”, en un ¿exhorto? a salir a tomar las calles. Claro que para que el público presente pudiera enterarse de algo de lo que decía la letra, debería haber sido capaz de escucharla. Pero no: es notable pero el grueso de las personas presentes pagaron entradas de entre 2000 y 8000 pesos (más service charge, por supuesto) para pasarse todo un recital pegando alaridos que por momentos lograban tapar el imponente sonido del espectáculo. Traspasado el primer estupor, fue posible advertir que lo del griterío permanente es parte del juego: el ex Menudo arengó, pidió, llamó, chichoneó todo el tiempo, desde el minuto cero. Y el efecto sobre las chicas que conformaban el 97% de la asistencia fue inmediato, permanente e in crescendo.

“Esta es una canción que presenta la vulnerabilidad de un hombre que le dice a su pareja ‘tenemos que trabajar, tenemos que hacer lo que sea necesario para que esto no se acabe’”, anunciaba Martin antes de comenzar “Tiburones”, adelanto de su próximo disco, cuyo video llamó especialmente la atención en la Argentina porque muestra a una chica que usa el pañuelo verde de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito que se enfrenta a una formación de policías durante una manifestación. Fiel a su convicción de “postura política y espectáculo, asunto separado”, durante el show las imágenes aparecieron en las pantallas fugazmente… y en blanco y negro.

Nada que reprocharle al bueno de Ricky, naturalmente, ya que el producto que brinda es de primerísima calidad. Con una cuidada ingeniería de coreografía y puesta de luces. Con una banda en vivo que suena increíblemente bien. Con más de seis cambios de vestuario. Y con él, que es un monstruo sobre el escenario, un artista capaz de pasar por todos los estadios que recorrió en su extensa carrera: desde ese latin lover en el punto exacto a mitad de camino entre Chayanne y Luis Miguel en los noventa, con éxitos románticos infatigables como “A medio vivir”, “Fuego contra fuego”, “Te extraño, te olvido, te amo” y “Eres el amor de mi vida”, hasta este hombre tan bien parado sobre su identidad sexual que exuda sex appeal a cada paso, cada movimiento de cadera, cada arqueo de ceja, con esa andanada de hitazos bailables incombustibles como “Livin’ la vida loca”, “She Bangs”, “La mordidita” o “María”, que disfruta genuinamente cada segundo ahí arriba, que se emociona, se ríe, baila como si cada vez fuera la última, que festeja las canciones como si fueran goles, que contagia frescura a pesar de que cada paso que dé esté milimétricamente ensayado. 

En todo caso, el pop de estadios viene con sus contradicciones (JLo y Shakira celebrando “Lo Latino” en Miami, en el intermedio del Superbowl, Beyoncé haciendo un elogio del feminismo disfrazada de porrista, por mencionar un par nomás) y siempre habrá alguien dispuesto a enojarse por lo que espera (o desespera) de sus ídolos.