Tenía pensado sentarme a relatar  –para mí, quizás no para otros – una experiencia notable que viví este fin de semana, que no desaparecerá nunca de mi vida, pero cuyos detalles, seguramente, se empañarán con el tiempo. La lectura del diario dominguero me lo impidió muy temprano. Se informa en una más que pequeña nota el allanamiento televisivo a la celda de un interno en una cárcel del Servicio Penitenciario Federal, después de que los carceleros “ausentaran” convenientemente al preso de su celda. Por supuesto, allanamiento sin orden judicial. La “TV basura”, como la apellida un conocido escritor, mostró su celda, sus elementos de limpieza, su ropa, sus lecturas, en fin, lo que quienes no estamos presos guardamos en nuestro domicilio, más reducidamente aún, en nuestra habitación, esto es, en una parte menor de nuestro domicilio, y hasta en nuestro ropero, incluso al resguardo de aquellos familiares queridos con quienes convivimos.

Deseo aclarar de antemano que el preso es, como la gran mayoría, un declarado “inocente” por nuestras leyes básicas, porque todavía, según creo, no está condenado –aunque lo estuviera, la conclusión sería idéntica–, que su defensor, que se informa ha denunciado el atropello ante los jueces, fue antaño mi discípulo, pero tal dato en nada influye en mi estupor, y que no conozco al preso de que se trata, ni, en verdad, me importa quién es, qué ha hecho o qué se le imputa.

Conozco al “Servicio Penintenciario Federal” y la cultura particular de sus funcionarios por mi experiencia judicial en materia penal. Creo estar en condiciones de afirmar que lo sucedido no pudo haber sido realizado sin una orden gubernamental –para el caso, del gobierno federal– o, peor aún, sin algún tipo de corrupción interna o externa a “la cárcel”, que, en el caso, me animaría a descartar por parte de los carceleros, salvo la obsecuencia ante órdenes ilegítimas.

Hace ya un buen rato que no vivimos en democracia, si es que la palabra se utiliza en su verdadera dimensión conceptual. A contrario de ello, parece ser que nosotros confundimos el apelativo democrático para el Estado en el que vivimos; lo reducimos a la verificación de que el gobierno fue elegido por el voto de una mayoría aritmética de ciudadanos, en el caso luego de un desempate entre las dos opciones más votadas con resultado casi de empate. Así, la definición tolera que ese gobierno y su minoría parlamentaria real, por medios visibles u ocultos, legítimos o ilegítimos, realice sus conveniencias propias o las particulares de sus funcionarios, incluso contra legem como en el caso, y también en colisión con el sistema representativo adoptado por nuestra ley básica.

Un preso –menos aún un preso preventivo – o, lo mismo, un excluido extremo de la vida social general, pierde muchos de sus derechos a decidir sobre su vida, pero no por ello pierde su caracterización jurídica y social como “persona”, ni su dignidad como tal. No pierde, al menos por completo, el derecho básico a su privacidad, a su intimidad, como no pierde tampoco su derecho a vivir. Cierto es que aquellos derechos pueden ser intervenidos en situaciones extremas y justificadas, ya por orden judicial, o incluso sin ella, por sus custodios, en caso de peligro en la demora, pero nadie –y mucho menos los funcionarios que mandaron llevar a cabo la acción, obedecieron la orden o permitieron esa conducta y las personas que la publicaron– confundiría esta realidad normativa con el atropello de la filmación para un programa televisivo sobre el que informa la nota.

Espero que, a modo de reparación –si bien sin el carácter de regreso simbólico al statu quo ante para la víctima individual–, al menos para nuestro sentido de vivir en el remedo de un Estado democrático, se aclare públicamente quién dio la orden, quién la obedeció, quién terminó publicando la imagen a los cuatro vientos, quiénes colaboraron para que ello sucediera y se les aplique la condigna sanción, porque, entre paréntesis, la conducta es, en principio, delictiva. Ante este atropello de los derechos ciudadanos, los jueces profesionales deberían demostrar un resto de dignidad, si es que les queda.

* Profesor emérito de la UBA.