A pesar de que Jorge Luis Borges, con su consecuente y clasista antiitalianismo, le enrostraba no amar la ciudad, que era adioptiva, Alfonsina Storni la recorrió íntegramente, dejándole su generosa huella, y la fijó en versos memorables: “Lo encontré en una esquina de la calle Florida / Más pálido que nunca, distraído como antes, / Dos largos años hubo poseído mi vida... / Lo miré sin sorpresa, jugando con mis guantes”.

Nacida en un hogar con verdaderas estrecheces económicas, tuvo que abandonar sus estudios y ayudar a su madre que trabajaba como modista. Y, en 1906, cuando murió su padre, entró a trabajar como aprendiza en una fábrica de gorras. Sin embargo, persistió en sus deseos de estudiar y se matriculó en la Escuela Normal Mixta de Maestros Rurales de Coronda, donde también ocupó el cargo de celadora. Ahí obtuvo el título de maestra rural e inició sus prácticas en la ciudad de Rosario. Para la misma época, comenzó a actuar en teatro y llegó a formar parte de la compañía del gran actor y director español José Tallaví, quien la conoció en Rosario y la llevó de gira. Este contacto con el teatro dejó una honda marca, que acarició toda su vida, con poco éxito. (El amo del mundo fue la única pieza para adultos escrita por Storni que se estrenó en las tablas argentinas, estreno que tuvo lugar el 10 de marzo de 1927 en el Teatro Cervantes por la Compañía de Alejandro Flores y Fanny Brena. La obra estuvo en cartel sólo tres días ya que recibió una recepción crítica muy desfavorable.)

No obstante, Alfonsina fue una introductora de renovaciones en el teatro argentino, injustamente desvalorizada en su época por el hecho de ser mujer y de sus ideas feministas más que por sus dotes de dramaturga, que siempre estuvieron en primera línea. Y en su vasta producción se cuentan las “dos farsas pirotécnicas”: Polixena y la cocinerita y Cimbelina en 1900 y pico, que exploran la relación entre la farsa y el esperpento. Hay también obras de teatro infantil, seis de las cuales fueron publicadas en 1950: Blanco... Negro... Blanco, Pedro y Pedrito, El Dios de los pájaros, Jorge y su conciencia, Los degolladores de estatuas y Un sueño en el camino, también con un enfoque femenino y un propósito social adelantados para su época.

Cuando llegó a Buenos Aires, no solo con sus versos demostró el amor a la ciudad y a su gente: siempre mediocremente paga, Alfonsina enseñó dicción poética en bibliotecas populares, entidades barriales y círculos socialistas; dio clases de lectura y declamación en la Escuela Normal de Lenguas Vivas; fue celadora en una escuela de niños débiles mentales situada en Parque Chacabuco. Alguna vez, Amelia Bence la representó en el cine (“Alfonsina”, Kurt Land, 1957), como homenaje a su antigua profesora del Teatro Infantil Labardén, que se llamaba así porque funcionaba en una escuela de esa calle, pleno Almagro, lindante cuadras después con Villa Crespo. A partir de 1926 dispondrá también de una cátedra en el conservatorio de Música y Declamación donde impartirá clases de Arte escénico, mientras que por las noches dará clases de castellano y aritmética en la Escuela de Adultos Bolívar.

En 1916 apareció su primer libro, La inquietud del rosal, empezó a recitar sus poemas en bibliotecas de barrio e igualmente obtuvo sus primeras colaboraciones literarias en Fray Mocho, Caras y Caretas, El Hogar y Mundo Argentino. Y trabó amistad con prestigiosos intelectuales de pensamiento socialista, como Manuel Ugarte y José Ingenieros. En revistas y diarios de los ’20 escribió también sobre las mujeres y el lugar que ocupaban en la sociedad, y premonitoriamente señaló: “Llegará un día en que las mujeres se atrevan a revelar su interior; este día la moral sufrirá un vuelco; las costumbres cambiarán” (en «Cositas sueltas»). Asimismo, escribió sobre el derecho al voto femenino y cuestionó las pesadas tradiciones que les impedía elegir un camino más allá del matrimonio. Ejercía un periodismo combativo y en más de una ocasión sostuvo que lo primero que se debe hacer para cambiar la situación de las mujeres es romper con los tópicos, los arquetipos, los lugares fijos que la sociedad patriarcal les asigna, y para ello las instaba a demostrar que son seres intelectualmente fuertes.

Caminó Buenos Aires con los amigos del grupo “Anaconda”, con Horacio Quiroga, Baldomero Fernández Moreno, el uruguayo Enrique Amorim y, a partir del ’26, se reunió en “El Tortoni” con los cofundadores de “La Peña”, el pintor Benito Quinquela Martín, entre otros. Si sus Motivos de ciudad fueron críticos del crecimiento y la deshumanización de la urbe, es porque su anhelo era el rescate de lo natural, la libertad contra los agobios morales y sociales. Pero nada de ello le quita ternura, y ese deseo de ver brotar, entre los intersticios del cemento, signos de vida: “¿Y si florecieran / de repente/las paredes de cal / una perfumada blandura / un desbordamiento de pétalos / amarillos, rosados, azules, verdemar?”

Precoz luchadora por los derechos de la mujer, madre soltera, llevándose siempre por delante los prejuicios de una sociedad masculina y pacata, fue una magnífica poeta. De los varios libros que publicó (La inquietud del rosal, El dulce daño, Mundo de siete pozos, Mascarilla y trébol...) quedan antologías que rescatan lo primordial de ellos. En su empecinado y sistemático trabajo, preocupado por la mejor expresión lingüística y por las mejores formas, fue alejándose del subjetivismo que predominó en sus primeros años, determinante de que esta poesía fuese caracterizada como “tardorromántica”, y acercándose a las corrientes de renovación y cambio que empiezan a plasmarse en su obra con el correr de los ’30, cayendo inclusive en cierto hermetismo del que fue consciente y que probablemente tenga que ver con el trágico final que tanto conocemos a partir de los versos de Félix Luna hechos canción, “Alfonsina y el mar”, consagrados a lo que se conoce como sus últimas palabras (su último poema: “Voy a dormir”) y al suicidio en Mar del Plata en 1938.

Vista, pocos años después de su muerte, como “una de las más puras encarnaciones que el feminismo, la defensa de la sensibilidad y los derechos femeninos hayan tenido en el país” (Alfredo Veiravé), fue también una brillante sonetista, lo que es nada fácil en la lengua española que los tenía y los tiene tantos, y desde mucho antes. Esta columna merece terminar, por eso, no solo recomendando su lectura sino también leyéndola en “Tú, que nunca serás”: “Sábado fue y caprichoso el beso dado, / Capricho de varón, audaz y fino, / Mas fue dulce el capricho femenino / A éste mi corazón, lobezno alado”.

 

Mario Goloboff es escritor y docente universitario.