Un pilar de la lógica del capitalismo es que en la producción de bienes y servicios se combinan cantidades variables de cuatro factores independientes: tierra, tecnología, trabajo y capital. En dos notas anteriores (Cash 22.1.17 y 12.2.17) se analizó la hegemonía del capital sobre la tierra y la tecnología, respectivamente, cuestionando así en profundidad la supuesta libre disponibilidad de los cuatro factores.

Con el trabajo la cuestión es diferente. El capital, es cierto, ha convertido al trabajo en una mercancía que se compra y vende en un llamado “mercado de trabajo”. Y en ese mercado, la posición del trabajo es defensiva, porque la vocación y la fuerza del capital consiguen habitualmente bloquear el crecimiento de la capacidad patrimonial y de compra de bienes o servicios por parte de los trabajadores.

A diferencia de la tierra y la tecnología, que una vez que son apropiadas por el capital quedan dentro del portafolio, los trabajadores tienen una herramienta indiscutible: su capacidad y voluntad de decidir por sí, explorando el límite de sus posibilidades, incluso creando por sí los escenarios que les permitan decidir con mayor libertad. No solo se puede buscar de manera sostenida como vender mejor la fuerza de trabajo, sino también diseñar formas de evitar participar en ese mercado, de evitar ser una mercancía.

Este último –dejar de ser una mercancía– no es el camino, sin embargo, que la historia muestra. El conflicto duro entre trabajo y capital ha transitado por la lucha por el poder al interior de la relación, con apoyo del Estado para una u otra parte, con límites en que el Estado ha reemplazado al capital, como en la Unión Soviética o escenarios similares. Esa lucha no ha cuestionado en esencia la consideración del trabajo como mercancía, sino que ha discutido –y conseguido en casos cambiar– quien se apropia del valor agregado que se genera en el proceso productivo. 

Como variante blanda de esa discusión, apareció la figura de la cooperativa, no como cuestionamiento a la idea de “trabajo mercancía”, sino como un modo de distribuir con mayor equidad los beneficios fruto de la participación en la economía de mercado.

Doscientos años de conflicto, con intentos diversos de construir estructuras políticas y sociales diferentes al capitalismo salvaje, han dejado una gama de miradas. Sin embargo, no llega a estar en cuestión la base de la relación trabajo–capital. El liberalismo en un extremo o el capitalismo de Estado en el otro, pasando por el capitalismo con rostro humano (la socialdemocracia) a la concentración en la lucha sindical que proclaman las diversas variantes de izquierda son situaciones donde los trabajadores están mejor o peor defendidos por la fuerza del Estado y/o por su propia organización, pero el trabajo sigue siendo vendido por sus poseedores –todos nosotros– a alguien que paga por él.

¿Es que acaso es posible pensar y hacer algo distinto?

Es posible, en la medida que el objetivo central de una transacción deje de ser que el capitalista –o su empresa– acumule dinero para pasar a ser atender una necesidad comunitaria. Si buscamos comer, vestirnos, albergarnos, educarnos, cuidar nuestra salud, o todo lo deseable en una vida serena, y se organizan grupos humanos para satisfacer cada una de estas metas básicas, aparece la especialización, el mercado, las transacciones, pero no necesariamente la apropiación de valor generado por alguno, a consecuencia de una relación de hegemonía. Esto último no es una cualidad inherente a la producción sino al capitalismo, pero se ha naturalizado de un modo tal que estudiosos de muy buena voluntad bajan la cortina intelectual a cualquier alternativa.

Sin embargo, la auténtica democracia económica, donde todos seamos libres de trabajar, organizarnos para producir, con acceso a tecnología, tierra y capital, depende de eliminar el concepto “el trabajo es mercancía”. Superar esa idea. Dejarla atrás. No vendernos mejor, utopía inútil siquiera para formularla. Es trabajar para nuestras necesidades –tal vez primero las básicas, pero progresivamente cualquiera– con el mercado como espacio de intercambio, pero no de dominación.

Las organizaciones de productores y consumidores de alimentos, de vestimenta, de energía a partir de fuentes renovables, de vivienda social, de transporte, de turismo, de educación, de prevención y cura de enfermedades, de manejo ambiental y tantas otras, son conceptos ejecutables, que están allí a la vuelta de la esquina. Esperando que nos saquemos la capucha que nos impide ver que pensar la vida como un negocio nos lleva al suicidio colectivo.

* Instituto para la Producción Popular.