“¿Por qué Vlad Tepes y la Condesa sangrienta horrorizan tanto?”. La pregunta se la hacían Fernanda Gil Lozano y José Emilio Burucúa (h) en la introducción de Zilele Dracului, las diversas caras del vampiro. Esa breve pero abarcativa antología de ensayos fue editada por Eudeba pocos años después de cumplirse el centenario de la publicación de Drácula (1897), novela con la que el escritor irlandés Bram Stoker se volvió tan inmortal como su personaje, uno de los más populares del siglo XX. El cine, que muy temprano adoptó como a un hijo dilecto al siniestro conde inspirado en aquellos dos personajes históricos, ha tomado la simiente vampírica para engendrar todo un linaje de criaturas que se alimentan no solo de sangre, sino también de la fascinación que produce el miedo. Expertos en la materia, los programadores de la Sala Leopoldo Lugones se valen de esa atracción para convertir al tradicional espacio cinematográfico del Teatro San Martín en un templo oscuro, que durante casi 20 días estará dedicado a la adoración de las criaturas más macabras del cine de vampiros.

El ciclo Enciclopedia cinematográfica del vampirismo Parte 1 tendrá lugar del 10 al 29 de marzo y estará compuesto de 16 títulos, que van desde los clásicos al cine de culto, pasando por el cine mudo, la comedia, la clase B o los géneros de explotación, poniendo en pantalla casi todas las variantes del mito. Entre ellos no faltan dos títulos fundacionales cuyos protagonistas forman parte del panteón de monstruos de la gran pantalla. Al mismo tiempo constituyen las primeras representaciones que el personaje de Stoker tuvo en el cine. Se trata por supuesto del clásico del cine mudo Nosferatu (1922), del cineasta alemán F. W. Murnau, y de Drácula (1931), del estadounidense Todd Browning, que lanzara a la fama al actor húngaro Bela Lugosi.

La primera fue realizada como una versión no oficial, debido a que los herederos de Stoker se negaron a ceder los derechos del libro a Murnau. A pesar de su origen bastardo, el film acabó convertido en una de las obras más representativas del expresionismo alemán y en una lección de cómo el cine puede afectar las emociones del espectador a partir del trabajo de la imagen y del uso expresivo de luces y sombras. Por su parte, el de Browning tiene el mérito de ser el que inauguró la estirpe clásica del cine de terror estadounidense. Además el Drácula de Lugosi se convirtió en el hermano mayor del universo de monstruos que sostuvo a los estudios Universal durante la crisis económica de la década de 1930 y que incluyó películas como Frankenstein (1931), La momia (1932) o El hombre invisible (1933).

Blácula.

En el terreno clásico también entra Vampyr (1932), primer film sonoro de Carl T. Dreyer. Se trata de otra pesadilla convertida en obra de arte, muy influida por la estética surrealista que por entonces había impactado fuerte en el cine. Reconocible por su atmósfera cercana a la de un sueño alucinado, el poder de Vampyr radica en la forma apenas perceptible en que la realidad se va desvaneciendo para el protagonista, que como un siniestro Flautista de Hamelin arrastra a los espectadores tras de sí. Se dice que para potenciar ese ambiente onírico, el maestro del cine danés rodó muchas de las escenas utilizando como filtro un finísimo retazo de gasa, que al ser colocado delante del lente le da a las imágenes ese aire fantasmal.

Dentro del conjunto hay títulos en los que se reconocen parentescos. Ocurre con la española La novia ensangrentada (Vicente Aranda, 1972) y la checa Valeria y la semana de las maravillas (Jaromil Jirés, 1970), que giran en torno al despertar sexual femenino y su carácter de ritual ligado a la sangre que en pleno siglo XXI no ha perdido del todo su aura medieval. Algo de eso también hay en la comedia Sangre para Drácula (Paul Morrisey, 1974), donde el conde no anda bien de salud porque en Transilvania ya no quedan chicas vírgenes de las cuales alimentarse y decide mudarse a Italia, país en el que debido a su naturaleza católica se supone que abundan. Claro que por el lado del humor esta película parece más cercana a La danza de los vampiros (1967), clásico en el que Roman Polanski decidió jugar con éxito sobre el delgado límite que separa al miedo de la risa.

Unidas por el denominador común de contar con verdaderos amos de lo extraño a cargo de la dirección, pueden mencionarse títulos como El planeta de los vampiros (1965), del italiano Mario Bava; Rabia (1977), del canadiense David Cronenberg; Salem’s Lot (Las brujas de Salem, 1979), de Tob Hooper y Vampiros (1998), de John Carpenter, que consiguen llegar al espanto a partir de recursos muy diversos. A veces utilizando la catapulta de géneros como la ciencia ficción o el western en los casos de Carpenter y Bava. Otras lo hacen desde el espíritu gótico, hábitat natural del vampiro, que el film de Hooper heredó de la novela de Stephen King en la cual se basa. O desde esa mirada siniestra y al filo de la tecnofobia con la que Cronenberg mira a las sociedades modernas en muchos de sus trabajos.

Rabia.

El mito vampírico también está presente en el cine argentino, como lo prueba la segunda película de Martín De Salvo, El día trajo la oscuridad (2013), donde la maldición de la sangre llega a través de una epidemia. La idea del vampirismo como enfermedad transmisible, el temor al contagio y el pánico social se volvieron recurrentes en el género a partir de la aparición del HIV a mediados de los ’80. De Salvo aprovecha la premisa de manera inteligente y consigue hacerla dialogar con los elementos más tradicionales del cine y la literatura de terror. La lista se completa con cuatro títulos de los años ’70: la coproducción belga-franco-alemana Labios Rojos (Harry Kümel, 1971); Blácula (1972), clásico del Blaxploitation que se vale del tema para hablar de la segregación en los Estados Unidos; Ganja y Hess (Bill Gunn, 1973); y Sed (Rod Hardy, 1979), película australiana de título elocuente.

Poder, erotismo, decadencia, fobias y pulsiones. Miedo y risa. Cada una de las 16 películas que integran esta Enciclopedia cinematográfica del vampirismo Parte 1, así como su identidad colectiva, constituyen respuestas potenciales a la pregunta que Gil Lozano y Burucúa lanzaron desde las páginas de Zilele Dracului. Todas ellas reafirman el poder hipnótico que se acumula en el horror. El ciclo demuestra además que la potencia del cine modificó la esencia del mito. En manos de los grandes maestros, el vampiro dejó de necesitar de la sangre de nuevas víctimas para mantenerse eterno: una dieta basada en el miedo de los espectadores es la que hoy por hoy garantiza su inmortalidad. Es por eso que los vampiros decidieron cambiar de hogar, abandonando la humedad de los castillos para habitar en los rincones más oscuros de las salas de cine. Ahora es el público, fascinado por la luz que en la oscuridad proyecta la sombra de sus pesadillas, el que permite que Drácula y su ejército de no-muertos vivan para siempre.

*Para conocer la grilla completa de días y horarios, dirigirse al sitio web de la Sala Lugones https://complejoteatral.gob.ar/cine