Lucia Berlin con su familia, en viaje a Chile, 1949

HERNANDO DE AGUIRRE 1419, SANTIAGO, CHILE, SUDAMÉRICA

La casa era pequeña y elegante, con puertas vidrieras que se abrían al jardín. Tenía suelos de parqué y una chimenea revestida de mármol. Desde la ventana de nuestro cuarto veíamos el límpido cielo azul y los Andes cubiertos de nieve, y daba a la avenida arbolada. Nuestro cuarto siempre olía a jacinto, aunque eso debía de ser solo durante unas pocas semanas.

Los Andes no parecían tener estribaciones. El pico del Aconcagua se disparaba hacia arriba, a una altura increíble, entre otras regias cumbres, donde la nieve cambiaba de colores todo el día, magentas, rojos, corales o amarillos suaves refulgiendo cada noche.

Yo era muy bonita, llevaba ropa preciosa y todas mis amigas eran igual de frívolas y consentidas. Íbamos a la modista y a la peluquería y al zapatero, salíamos a almorzar en el Hotel Carrera o el paseo Ahumada, a espléndidas meriendas en el Crillón o en casa de uno o de otro.

Esquiábamos en Portillo todo el invierno, pasábamos los veranos en Algarrobo y Viña del Mar. Veíamos partidos de rugby y críquet, jugábamos al tenis y al golf, nadábamos en el club de campo Príncipe de Gales. Los fines de semana había cine y salas de fiesta y bailes; a menudo acabábamos en la primera misa de El Bosque con ropa de noche. Cuando Molly y yo nos despertábamos por la mañana, llamábamos para que nos trajeran el desayuno. Un timbrazo era para el café con leche, dos para el cacao, con fruta y tostadas. Por la noche, Rosa ponía ladrillos calientes bajo las sábanas, al pie de cada cama, y dejaba listos nuestros uniformes del colegio para el día siguiente. Lana verde oscuro con rígidos cuellos y puños blancos almidonados, medias de color carne y zapatos recios, chaqueta marrón y sombrero redondo de ala con una cinta de raso. Un guardapolvo blanco limpio y almidonado, más parecido a una bata de laboratorio, que llevábamos encima del uniforme en el colegio. Cargábamos con las carteras de los libros en el largo camino hasta la escuela por las calles arboladas, pasando por casas hermosas y jardines preciosos. Fue muchos años antes de la revolución; la opulencia y la holgura envolvían nuestro mundo. 

En la clase de Literatura Española leímos más novela y poesía española y sudamericana de las que leería luego en la universidad. Dedicamos dos años al Quijote, comentando los capítulos en detalle cada día. Una vez, en clase, leí un pasaje donde uno de los personajes de Cervantes, en un manicomio, dice que puede hacer que llueva cuando le plazca. Entendí en ese momento que los escritores eran capaces de lograr todo lo que se propusieran.

Hacíamos simulacros de terremoto una vez al mes, en los que nos poníamos el sombrero y los guantes, formábamos en fila de a dos y marchábamos a paso ligero y en silencio hasta el patio de la rosaleda. Cada dos o tres meses teníamos un terremoto de verdad, nunca uno grave, pero todos los profesores se acordaban de uno que había causado estragos. El señor Peña, el profesor de Física, me derribó una vez al salir disparado hacia la puerta.

Años más tarde varias de mis compañeras de clase murieron durante la revolución. Algunas murieron luchando en ella, otras se suicidaron después porque el mundo que conocían se había desvanecido.

Lucia Berlin con su hijo Mark, en Alburquerque, 1958

LEAD STREET, ALBUQUERQUE

Conocí a Paul Suttman unos meses más tarde, nos casamos justo antes de que el transatlántico Stavangerfjord zarpara hacia Europa. En ese momento creí que estaba enamorada, no pensé que me casaba con él para no ir a Europa. No sentía por Paul la confianza y la ternura que le tenía a Lou. Me intimidaba. Era escultor, un hombre brillante, dinámico.

Le sostenía la taza por la parte caliente para ofrecerle el asa. Le planchaba los calzoncillos para que no se los pusiera fríos. Siempre cuento estas cosas y la gente se ríe, pero, en fin, son ciertas.

Me vestía como me pedía que me vistiera: siempre de negro o de blanco. Llevaba el pelo largo teñido de negro, cada mañana me lo planchaba bien liso. Me maquillaba mucho los ojos pero no usaba pintalabios. Paul me hacía dormir tumbada boca abajo en la almohada, confiando en corregir mi «principal defecto», una nariz respingona. Luego estaba mi gran defecto, por supuesto, la escoliosis. La primera vez que me vio la espalda desnuda, dijo: «Dios mío, eres asimétrica».

Cuando estábamos en a restaurantes o en bares, o incluso sentados a nuestra moderna mesa de teca en las duras sillas de teca, Paul rectificaba mi postura. Me levantaba la barbilla, o la giraba ligeramente hacia la izquierda, me quitaba las manos de encima de la mesa, me hacía inclinarme sobre un codo con una mano abierta, como comprobando si llovía, cruzar o descruzar las piernas. Decía que sonreía demasiado y que hacía demasiado ruido al practicar sexo.

Paul eligió todo el mobiliario de la casa. Negro, blanco y tonos tierra. Unos gorriones de Java en una jaula negra, con un leve toque rosado en el cuello. Mondrians en la pared, ceniceros de peltre de Nambé, alfarería de Ácoma y Santo Domingo, una magnífica alfombra navaja. Nuestros platos eran negros; nuestra cubertería inoxidable, moderna y audaz. Los tenedores tenían solo dos dientes, así que comer espaguetis era difícil.

Tuvimos a nuestro primer hijo para evitar que llamaran a filas a Paul. Volví a quedarme embarazada por accidente cuando Mark tenía solo unos meses. Paul dijo que la única solución era que se marchara, y eso hizo. Tenía una beca, un mecenas, una villa con fundición en Florencia y una nueva novia con la nariz recta.

La mañana que se marchó, lo primero que hice fue regalar los pájaros a una señora mayor que vivía al otro lado de la calle. Quité los cuadros de Mondrian, colgué mis girasoles y un póster de Elvis, eché una manta mexicana colorida encima del sofá color crudo. Me pinté los labios de rosa y me hice dos trenzas.

Estaba fumando cigarrillos que le había pedido a la vecina, descalza y con los pies encima de la mesa. Los platos seguían sin lavar. Mark gateaba alrededor con el pañal chorreando, sacando las sartenes del armario. Joe Turner estaba cantando blues en el aparato de alta fidelidad cuando Paul entró por la puerta. Llevaba solo veinte minutos conduciendo cuando se le había estropeado el coche. La escena no le hizo ninguna gracia. No volvimos a verlo en dieciséis años.

Lucia Berlin con sus hijos Mark y Jeff, en Acapulco, 1961. 

HOTEL MIRADOR, ACAPULCO, MÉXICO

Mis recuerdos de Acapulco vienen en instantáneas, como los dibujos infantiles en La historia de Babar, el elefante. Palmeras por encima del hotel al borde de los acantilados. Los niños vestidos de marinero pedaleaban en triciclos azules de alquiler dando vueltas y vueltas en una pista cercada con una lona roja. Taxis de colores vivos. Loros en las cafeterías con ventiladores de madera. Buddy y yo sentados en bancos de hierro forjado delante de la iglesia, Mark y Jeff jugando a las canicas con un amigo nuevo en el césped de la plaza. Castillos de arena en la playa, los niños morenos, con cubos y palas rojas, los brazos en jarras. Buddy y yo nos besamos dentro de una caseta marinera azul y blanca. Todos riéndonos en las tranquilas olas de la Caleta. 

Justo después de que llegáramos a México, una noche me desperté y Buddy no estaba a mi lado. Adormilada, fui al cuarto de baño y le encontré inyectándose heroína. No me escandalicé tanto como habría hecho de haber sabido lo que era la heroína, lo que era la adicción. Me dijo que iba a dejarlo, a pesar de que pasaría unos cuantos días malos.

Una fuerte intoxicación por algo que ha comido, le dijimos a la gente. Diarrea, le dije a nuestro amigo el médico, que no quiso darme elixir paregórico, prescribió té y manzana. Jacques y Michele se llevaron a los niños en barca y a la playa varios días; después de eso volvimos a ir a la piscina al lado del océano, que solía estar vacía. Los niños se pasaban horas tirándose al agua y buceando sin parar. Jugábamos al Monopoly todos juntos, comíamos enchiladas suizas, tomábamos limonada. Buddy temblaba violentamente tapado con la toalla al sol.

Por fin se puso bien, y luego las semanas pasaron, ajetreadas y perezosas, semanas tan llenas de cariño... La heroína quedó en un susto, nada más. Al cabo de varios meses, estábamos listos para volver a casa, a Nuevo México. Me divorciaría de Race y nos casaríamos.

Buddy estaba casado con Wuzza, y los dos habían viajado y vivido fuera durante años, sobre todo en España, porque ella era una mujer con dinero. Buddy había estudiado tauromaquia, había seguido tocando el saxo y compitiendo como piloto del Porsche Spyder. Al final ella le insistió en que hiciera algo, así que con su respaldo montó una de las primeras franquicias de Volkswagen en el oeste; entonces los pocos conductores de VW se saludaban por la carretera.

En pocos años Buddy le devolvió el préstamo, había ganado tanto dinero que no necesitaría volver a trabajar nunca más.

Buddy disfrutaba de la vida. Se le daba de maravilla. Disfrutaba de verdad con la gente y la música, los libros y la pintura. Sus siguientes pasiones serían la cultura y la historia de los nativos americanos, la fotografía y volar. Ah, y nosotros tres.

Pensábamos entonces que nuestro amor nos protegería de la heroína, que empezábamos una nueva vida.

Nate Bishop vino a recogernos en el flamante Beechcraft Bonanza, un monoplano que Buddy iba a aprender a pilotar y que compró para desgravar impuestos.

Tal vez de ahí es de donde vino Babar, de nuestro avión rojo de juguete. Volábamos en círculos sobre la ciudad y sus preciosas bahías, sus arenas blancas, sus tejados y palmeras, un mar azul crayón. Ah, habíamos sido todos tan felices allí, con la anciana y el mono.

A una hora de Albuquerque, Buddy empezó a temblar. Le goteaba la nariz y se le acalambraban las piernas. En cuanto el avión tocó tierra, se bajó y fue a hacer una llamada telefónica.