Luego de Cromañón se popularizó un canto que propone que a las víctimas no las mató “ni una bengala ni el rock and roll” sino “la corrupción”. Lo poético no quita que sea verdad a medias, o a dos tercios: no los mató el rock and roll y claro que operó en su muerte la corrupción, pero también, es evidencia, la bengala. Las tragedias más groseras del rock y la electrónica --Cromañón y Time Warp-- se han comportado así, fronterizas, en el limbo entre la inconciencia íntima, la negligencia empresarial y la corrupción/desatención estatal. Con todo lo doloroso y determinante, lo de anoche asentó que, aunque se labren actas a su inconciencia y sus estados alterados, las víctimas no están solas en estos líos.

Casi doscientas personas tuvieron que morir (194 en Once y 5 en Costa Salguero) para que anoche se comprendiese de inmediato que había tanto más operando de fallas de planificación, de control, de infraestructura y de seguridad, todos aspectos relativos a la inversión de privados (Solari y la empresa Chacal Producciones) y públicos (municipio y provincia, de mínima), que asuntos de borrachera o de droga. Es un aprendizaje doloroso, pero ya nadie se va a escudar con tu remera.

Si “vivir sólo cuesta vida”, entonces morir, probado está, es todavía más barato. Pero se impone una tercera posición: que vivir (el rock o lo que sea) cueste esfuerzos. De producción, de seguridad, de control y de autocontrol. En Olavarría hubo unos pocos esfuerzos sensatos: la mayoría de los posts en redes sociales y los comentarios de quienes estuvieron confirman oleadas de personas entrando sin ticket y denuncian, en contrapartida, la imposibilidad de ingresar incluso con entradas oficiales. Cuando algo así ocurre, es que fallaron todas o la mayoría de las barreras de contención, todos o la mayoría de los dispositivos salvavidas. Porque si tantos entran sin mostrar lo único que deben, que es la entrada, ¿entonces cuánto inmostrable ingresa con ellos? Si no se los detiene para exhibir sus entradas, tampoco para revisarles nada. Y en esas nadas las bolsitas y los papelitos son lo de menos ante los filos y los fogueos.

Eso, en general, habla cuanto menos de la negligencia de los responsables, porque la volatibilidad de las masas no puede quedar fuera de los presupuestos cuando se opera a esta escala. El frankestein que se armaba en la previa con declaraciones de la intendencia de Olavarría y Chacal Producciones --empresa responsable también del show de La Renga en el autódromo platense en el que Miguel Ramírez falleció por un impacto de bengala náutica, en 2011-- indicaba que habrían 900 policías provinciales consignados, 400 contratados por la productora, 1300 a 1500 personas en la seguridad privada, 100 trabajadores de la salud, y entre 15 y 18 ambulancias. Escueto hasta para lo previsto, es evidente el resultado cuando a la olla se sumó un estimativo de al menos otras cien mil personas.

Todos los rituales y condimentos que lo orbitan no le son necesarios: el rock podría, sin una pérdida esencial, prescindir de todos ellos. De las bengalas, del pogo y del porro, de los espónsors, de los pedales de corte y de las tachas y alfileres. Y aún así sería peligroso, no por ser rock sino por atraer a la muchedumbre. Hace un año y medio, alrededor de 800 personas fallecieron debido a una estampida en una peregrinación a La Meca, en una zona de embudo casi al fin del trayecto. Eran razones religiosas o políticas las que los convocaban: ni cultura del aguante ni fanatismo redondo.

En Olavarría, otra vez no fue el Rock. Pudo haber sido la Inconciencia de la Gente, pudo haber sido la Droga y el Alcohol, pudieron haber sido la Corrupción del Estado, el Lucro del Artista o, como ya había insinuado Indio Solari antes del show, una infiltración de Poderosa Gente de Mierda. Pudo haber sido una corrida generada por una picadura de alacrán y no el “pogo más grande del mundo”. No importa, porque de toda la combinatoria posible, otra vez no fue el Rock. En Cromañón tampoco: fueron los de las bengalas, fue la banda que las metió, los que no controlaron, los corruptos. Pero, como entonces, ahora el Rock la pagará, como el fútbol con las costas judiciales de la malversación, el desvío de fondos, la corrupción y las matoneadas de todos sus círculos.

Guitarras y pelotas, en general, no se manchan; lo que no les quita la mugre a músicos y futbolistas, a empresarios y dirigentes. Lo de anoche le enchastró los lentes al Indio Solari; sus mezquindades o responsabilidades deberán entrar a recuento ahora. Pero mientras tanto, en el inframundo, avecina la batalla cultural. Cuando Cromañón, la razzia la sufrieron salitas de conciertos y centros culturales. No es en bares para 40 personas o teatros para 60 donde estas cosas suelen ocurrir. Con Time Warp, muchas fiestas underground fueron canceladas y proscriptas, pero hubo DJs actuando en festivales masivos desde entonces, montando mini raves al aire libre en aledaños a las fronteras permitidas.

Lo del Indio en Olavarría no es otra masacre de la cultura, del rock, de la juventud, nada de eso: es otra masacre pertrechada en el corazón de la producción de eventos, las reuniones a escala masiva, otra válvula de escape de un sistema que --le pese lo que tenga que pesarle a la historia discursiva de Solari-- parece haber operado también acá: el del rédito económico, la falta de reinversión y la simplificación de gastos a costas de la salud. Es un problema superestructural que ganar solo cueste vidas.