Desde París

 El Covid-19 arrasó con muchas cosas: vidas humanas, la libertad, tal vez la sensación de que éramos eternos y algunos de los cimientos que habían sustentado la construcción liberal del mundo y el híperconsumo exterminador. En Europa, ese cimiento se llamaba el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. 

Ante el congelamiento de las economías y la crisis sanitaria que la provocó, la Comisión Europea determinó la suspensión temporal del Pacto de Estabilidad y Crecimiento cuyo principal postulado consistía en obligar a los Estados miembros de la Unión a mantener bajo estricto control el déficit público (3%) y la deuda (60% del PIB). 

Ha sido, desde su aprobación en junio de 1997, la disposición más criticada por las oposiciones políticas de izquierda y el instrumento mediante el cual Alemania trasladó a sus socios europeos su propia disciplina fiscal. Se trata de una decisión inédita para que los gobiernos liberen el gasto público y asuman los costos de la pandemia.

Es la primera vez en la historia que Bruselas hace jugar la llamada “cláusula de escape general” prevista en casos de crisis graves. Esta disposición ni siquiera se puso en juego durante la crisis financiera de 2008. La UE optó entonces por un plan de reactivación por un monto de 200.000 millones de euros. Salvaron a los bancos mientras que ahora necesitan salvar a la gente, a las empresas, los puestos de trabajo y las economías.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, reconoció que “esto nunca se ha hecho antes”. La meta, en todo, caso, equivale a que “los Gobiernos nacionales pueden inyectar en la economía todo necesario”. El pacto de estabilidad ha sido desde el inicio el jinete apocalíptico que, al mismo tiempo que introdujo una disciplina fiscal drástica, privó a los Estados de su libertad de acción. 

El virus acabó devolviéndole a los gobiernos lo que la crisis bancaria de 2008 y la siguiente de 2011 no habían conseguido. Alemania y Holanda, los padres titulares del rigor en el seno de la zona euro, fueron esta vez, al menos temporalmente, derrotados por el coronavirus y las abismales necesidades que la pandemia plantea a los poderes públicos. La suspensión del Pacto de Estabilidad es temporal, pero con ella cae uno de los símbolos más negativos de la construcción europea iniciada después de la Segunda Guerra Mundial y reforzada luego con la instauración de la moneda única, el Euro, mediante el Tratado de Maastricht (1992) que abrió la ruta para la Unión Económica y Monetaria diseñada en 1990. 

A diferencia de las dos crisis precedentes que azotó a la zona euro, ahora no se trata de reaccionar ante los mercados ofuscados por la gestión de las cuentas públicas sino de una crisis mundial, mutante e imprevisible. El camino ascendente es doble: por un lado, contar con los medios necesarios para luchar contra el coronavirus, por el otro, crear las condiciones para una posterior reactivación de las economías. El dinero público servirá a evitar los despidos, el desempleo en masa y, por consiguiente, la quiebra masiva de las empresas y la posterior recesión.

En 2008 los Estados salvaron al sistema, en 2020 el sistema hace una pausa para salvarse a si mismo concediéndole autonomía presupuestaria a los Estados. Sin embargo, no hay soluciones mágicas. 

La suspensión del Pacto de Estabilidad también trajo a las orillas europeas tres ideas que, antes, eran la peste: mutualizar los costos de la crisis, lanzar una suerte de “corona empréstito” o activar el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MES). Este dispositivo está dotado de una capacidad de préstamo de 410 mil millones de euros que pueden ser prestados sin condición a los Estados. Esta tercera opción es la que mejor conviene a la visión fiscal de Alemania y Holanda porque el MES es, de hecho, una suerte de ente intergubernamental supervisado por los Parlamentos. Tiene, no obstante, una contrapartida bien conocida y sufrida por los griegos, o sea, la obligación de llevar a cabo ajustes y reformas.

El presidente francés, Emmanuel Macron, pugna por el lanzamiento de un “eurobono” que asentiría una emisión de deuda común a todos los países de la Unión, pero su idea choca con la hostilidad de la canciller alemana Angela Merkel. No hay todavía un acuerdo dentro de la UE en torno a un plan de estimulo fiscal supervisado por la Unión Europea. El Banco Central Europeo desbloqueó 750.000 millones de euros destinados a los estragos causados por el coronavirus, pero ello no tiene el mismo alcance que una solución global. Europa se desgarra en tres planos: el de la salud, el de sus economías y, una vez más, en el plano de la dificultad para elaborar un consenso. 

Pese a que, como lo señaló el ministro francés de Economía, Bruno Le Maire, el “único punto común de comparación que existe son las dos guerras mundiales y la recesión de 1929”, no se plasma una línea común. Los ciudadanos de muchos países de la UE están confiados en sus casas y la Unión Europea sigue confinada en sus históricas desavenencias entre una visión ultraliberal y disciplinada y otra menos sacrificante.

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