Los editores de la revista Gente lo tienen estudiado: ciertos personajes --Guillermo Vilas, Araceli González, más cerca en el tiempo Pampita-- venden más ejemplares, fenómeno que no necesariamente se correlaciona con el rating o la audiencia del cine o del teatro. Del mismo modo, cualquier programador de televisión sabe que dirigentes como Fernando Iglesias, Luis D’ Elía o Guillermo Moreno atraen a la audiencia: podrán no obtener muchos votos pero generan rating.

Son los protagonistas de la “hipertelevisión”, según las investigaciones de Francesco Casetti y Roger Odin, un nuevo estilo de televisión que consiste en la hibridación de los formatos y la exacerbación de los tonos. La hipertelevisión diluye las fronteras entre los géneros (qué es ficción y qué realidad) y sube siempre el volumen (el grito, el urgente, el alerta como herramienta de rating). Al mismo tiempo que –y como resultado de- la caída general de la audiencia, la televisión se ve a obligada a sobreactuar, casi en una parodia de sí misma, en un flujo que es alimentado por las redes sociales y cuyo resultado es un tránsito que, al revés que los ríos, parece diferente pero es siempre el mismo.

Tres registros prevalecen.

El primero es la indignación. Más una gramática que una semántica, la indignación es parte de la tendencia a la polarización social, un fenómeno global consistente con la consolidación de minorías intensas en un marco de creciente intolerancia y rechazo al otro. Según datos de Gallup y el Centro de Investigación Pew citados Jonathan Haidt en La era de la indignación, desde hace al menos una década viene aumentando el porcentaje de estadounidenses que responden afirmativamente cuando se les pregunta si les molestaría que su hijo se casara con un demócrata (a los republicanos) o con un republicano (a los demócratas), o que sostienen que no podrían ser amigos de una persona que profese una religión diferente a la suya.

El efecto de la indignación es contradictorio. Si por un lado moviliza y puede funcionar como un estímulo para la activación de las energías colectivas y el cambio social, como los españoles del 2011 (autodenominados precisamente “indignados”), por otro lado obtura la capacidad de razonar; es, por su propia naturaleza, irreflexiva, y su transformación en un recurso democrático no es sencilla ni lineal, como demuestra la deriva más bien decepcionante de Podemos, el dispositivo político surgido a partir de la indignación española.

El segundo registro dominante de la hipertelevisión es la denuncia. Aunque al menos desde el Watergate el periodismo de investigación desempeña un rol crucial en la construcción de democracias más transparentes y sólidas, la denuncia opera hoy, salvo contadísimas excepciones, como una reafirmación de certezas previas, como una dimensión más del sesgo de confirmación de las redes sociales, antes que como un método de búsqueda de la verdad. Bajo el manto oscuro de la sospecha se crean comunidades de sentido progresivamente alejadas entre sí, mundos que no se hablan.

El tercer registro es el contrapunto. Si la indignación cancela la reflexión (en lugar de estimular la acción) y la denuncia confirma lo que ya sabíamos (en lugar de develar lo que está oculto), el contrapunto se aleja de su objetivo original de lograr una síntesis para limitarse a ofrecer una serie de opiniones que transcurren en paralelo. Imposible, bajo esas circunstancias, obtener alguna conclusión, alguna enseñanza superadora. La hipertelevisión adopta el método de los dibujantes de caricaturas, en el sentido de la exageración de uno o dos rasgos idiosincrátricos de cada personaje: el narigón tiene la nariz enorme y el petiso es enano. El resultado del contrapunto hipertelevisivo es un panel al estilo Intratables, donde el anti-peronista es más gorila que Alsogaray, el sobrio y bien informado solo sabe tirar datos y el kirchnerista permanece seteado en el conflicto del campo del 2008.

Por supuesto, los tres registros se retroalimentan: la indignación se nutre de la denuncia que a su vez sostiene al contrapunto, dando forma a un círculo infernal que tranquiliza pero adormece.

La crisis del coronavirus se inserta en este contexto mediático. Constituye, por su aparición repentina y su efecto devastador, uno de esos pocos acontecimientos capaces de suspender el flujo de la realidad durante unos días, obligando a los medios a adaptarse a una escena totalmente nueva. Pero los melones se van acomodando. Si en un comienzo el progresismo reacciona minimizando el tema (“mueren más personas por dengue y a nadie la importa”), más tarde vira hacia un sentido de solidaridad colectiva difuso y de clase media, no exento de reclamos punitivistas. La hipertelevisión, cuya marca es la agilidad, el desparpajo y la ausencia total de escrúpulos, rápidamente se adapta a la nueva realidad epidemiológica. Como el verdadero enemigo es invisible y silencioso, tantea otros blancos, corpóreos e identificables. Desvía entonces la atención al italiano de Colegiales que violó la cuarentena, al padre de familia que quiso llegar a Villa Gessell por los médanos y enterró la camioneta, al Pastor Giménez que vende alcohol en gel bendecido a mil pesos la botella.

Pero se pasa de rosca, como siempre: el movilero de TN carga las tintas contra un hombre detenido en Once por la policía tras comprobar que trasladaba unas latas de pintura en la mochila; venía de hacer una changa y fue trasladado a la comisaría. La realidad que no se cuenta es por supuesto la dificultad para cumplir la cuarentena que enfrenta la amplia franja de argentinos que viven en la informalidad y al día y cuya existencia transcurre en villas o barrios hacinados, donde el “quedarse en casa” no es una opción.

Sin embargo, la buena noticia es que la grieta se cierra y la polarización pierde temperatura. Aunque cada tanto alguien recuerda que Macri degradó el Ministerio de Salud a Secretaría, responsabilizarlo por la propagación del virus parece exagerado. La reacción del gobierno es sobria, empática y responsable, y la oposición está a la altura: las fotos de Alberto con Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta constituyen una muestra de apertura, unidad y diálogo impensable bajo Macri o Cristina: the end of the grieta en escena. Sólo así se explica que Alberto pueda ejercer esa tremenda muestra de poder que es decretar el confinamiento general de 40 millones de argentinos y sólo así se explica esa tremenda muestra de autoridad que significa que todos estén de acuerdo. Si le hubiera tocado a Cristina, ¿habría sido criticado por autoritaria? Y si le hubiese tocado a Macri, ¿sería un ejemplo del estado de excepción que requiere el neoliberalismo según sostiene Agamben?

En control de la situación, el viejo y maltrecho Estado argentino reacciona. Cuando me desperté el Leviatán seguía ahí. Otros presidente peronista que inicia su mandato bajo el signo de la emergencia. ¿Y la hipertelevisión? Sin grieta que vampirizar, reorienta su indignación y denuncia a enemigos extra-políticos inverosímiles, en tanto resigna su tercer registro, el contrapunto, que no encuentra espacio para desplegarse: los pocos que lo intentan –Claudio Zin, Laura Alonso- son rápidamente marginados. Los Guillermos Vilas, Aracelis y Pampitas de la polémica no funcionan y no es difícil adivinar el motivo: si pasan rápido y no volvemos a verlos es porque no miden.

* José Natanson es director de Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur.