Los Sorias tiene treinta mil palabras más que el Ulises de Joyce. Los Sorias es la literal, bestial, monumental novela de Alberto Laiseca. Ahora, con un nuevo capítulo: Venado Tuerto. ¡Acabamos de levantar la bandera del Coronavirus! ¡Nuestro primer caso! Los herederos de Don Soria y el barrio San José Obrero están enajenados. Nunca la selva agropecuaria al sur de Santa Fe había estado tan… tan desconcertada. Más de 30 detenidos y siete clausuras de comercios por incumplir la cuarentena. Bingo a la desobediencia.

No sabemos demasiado acerca del virus. ¿Quiénes se enferman finalmente? ¿El cuerpo, la mente, las razones, la crítica, la voluntad, la decisión política? Dicen que la primavera matará al virus. Pero, por lo contrario, podría exaltarlo. Anabolizarlo. Consagrarlo. Un poster de Lou Ferrigno colgado para quedarse ahí, en la pared. Por este costado del mundo, al parecer, el efecto no está centrado en las víctimas y menos en las muertes. Quizá sí, en la parálisis que genera su invisible propagación. De eso se trata lo horrendo, aceptar las leyes y las normas. La transición hacia la inmovilidad. El tiempo hacia ninguna parte, como la llanura. Nadamos pasivamente perfeccionando esa técnica llamada: hacerse el muertito. Hablamos de muertos con la misma balanza con la que pesamos soja. Y este, forzosamente, sea un tiempo de austeridad.

—Por las dudas, aclaro, catorce fueron los dólares que pagó Poe por su Cuervo parlante.

—¿Quieren verlo? –piensa Charlo, mientras afirma que Buenos Aires no es ni por asomo la ciudad de la furia. 

—Y Venado Tuerto tampoco es Chetoslovaquia –diría Horacio V– en su debut virósico mundial. Charlo regresa del único almacén abierto en el punto doce del reloj. Regresa a las pocas acciones permitidas. Al Boli-Town, el barrio donde la supremacía de los comercios la tiene la comunidad boliviana. La calle larga de Belgrano, donde comienza la numeración desde cero. Una fugaz salida con pasos lentos para recordar cómo es el otoño por calle Pellegrini. Sobre los vidrios del Teatro Ideal, cuelga un cartel tipeado en negrita y mayúscula: "Cerrado por cuarentena". La ciudad parece un pueblo abandonado por Dios. Las escuelas cerradas, los cines del shopping, los bares de diligentes reuniones y cancheros bebedores y las agencias de viajes. Habrá que madurar el silencio, Charlo. Hay que entender que la vida no es lo que se sueña en la adolescencia. La vida es lo que no se soporta. Por eso Antígona está del lado de los muertos. Y se juega el pellejo por una causa sin peso; enterrar con dignidad a su hermano. Aunque se trate de un traidor. Es cierto, en cualquier parte hay traidores. En cualquier parte de este mundo habita alguien incomprensible. El padre de Hamlet era tan injusto como su hermano Claudio. Y Hamlet lo sabía. Por eso no se movió ni un centímetro para el lado de los justos. No le preocupaba el ser. Ser un hijo obediente, como Antígona. Otra vez, más cerca de los muertos que de los vivos. El psicovirus ha llegado cuatrocientos veintiún años después. ¡Cuántas cifras! Venado Tuerto es así.

Necesitamos encontrar poesía en el porvenir. Tal vez haya llegado el momento de recordar que las traiciones, como marcaría Hamlet, se tratan de fantasmas que oprimen las conciencias de los vivos. Tan parecidas a esos personajes de Los Sorias. A Laiseca le llevó una década escribirla, y una y media más publicarla. Una tirada corta. Trescientos cincuenta ejemplares. Poco para una obra que, tal como la describe Ricardo Piglia en el prólogo, es la más importante de la literatura argentina después de El Juguete Rabioso de Arlt.

 

Silvio Astier es el alter ego de Arlt en El Juguete rabioso. Astier es quien actúa y narra los hechos. Piensa que la traición a un amigo es más interesante que ir a acompañarlo a un robo. Una vez más, gana la construcción literaria y el sujeto caminará para siempre con el estigma de los hechos. Igual que la historia de Los Sorias, que son pensionistas y aniquilan al enemigo por saturación. Ellos son quienes llevan el peso de la historia. Hasta que deciden cruzar la frontera en Monitora, la capital de Tecnocracia. Un mundo habitado por potencias políticas donde Califato de Córdoba, Protonia Oriental, Musaraña y Baskonia son los países satélites. Es como un piolín invisible que a lo largo de quinientos años siempre habla de lo mismo. El mismo hombre en otro tiempo, concluye la cabeza de Charlo. Igual que hoy en Venado Tuerto, un lugar tan parecido a Soria, donde todos se apellidan Soria.