La aventura de ver una película está dentro de esa película que vea. No sé qué tanta aventura hay fuera de ella. Es algo muy poco épico entrar a una sala de cine, o sentarse frente a la tele, o frente a la compu. Tal vez en el mundo post-covid, sea extraño ir a una sala de cine, se convierta en un lujo de pocos, y al no poder pagarlo, robemos entradas de una película, o nos metamos por los techos de las salas para poder ver algo. Ojalá que no, y ojalá que sí.

Sí hay épica cuando se acaba la película. Me desactivo por completo, y de pronto me reactivo. Como un reset. O como cargar nafta. Nafta o nitroglicerina. Nitroglicerina en el cuerpo.

No veo una película si no siento de antemano que eso pueda ocurrir.

No significa que la película tenga que tener un ritmo de nitroglicerina, no. Puede ser post-Tsai, post-Alonso, post-Serra…

La nitroglicerina en mis entrañas apareció por primera vez al ver Los compañeros, de Mario Monicelli (1963). Alrededor no hay una anécdota en sí, sino varias. Como si nos persiguiéramos.

Año 2002. Yo, casi 16. En mi casa había cientos de libros de mis padres, pero yo siempre me detenía en dos colecciones, de música y de cine: la de Rock Nacional de Revista Noticias y la de Cine Mundial de Página/30. ¿No debe haber consumo más porteño, progre, y noventero, que ese, no?

De esa colección de películas, tomé “Los compañeros”, y la puse en la videocasetera. No sabía quién era Monicelli, ni quién era Mastroianni. Debo haberla tomado sólo por el título. En esa época, yo era delegado del centro de estudiantes en mi división. Algo menor, pero algo. En fin… Recuerdo que el empaque era rojo.

Cuando comenzó a sonar la “Marcia della cinghia” en los títulos iniciales, yo ya estaba al borde de la cama -la videocasetera estaba en el cuarto de mis viejos-. “Tira di un bùs la cinghia, mangiamo pane e vento”, dice la canción. En español: “Aprieta el cinturón, que comemos pan y viento”. Compuesta con acordeones, silbidos, sonidos estomacales… Se imaginarán el tono de la película.

Los compañeros es la crónica de una huelga en una textilera de Turín, Italia. Los trabajadores deben conseguir que las jornadas sean menores a catorce horas diarias con media hora de almuerzo. Los trabajadores no logran lo que quieren, pero aprenden lo que es la lucha. Marcello Mastroianni es el Profesor Sinigaglia, que ayuda a los trabajadores a organizar la huelga. Renato Salvatori y Folco Lulli están entre los huelguistas más relevantes. También actúan Raffaella Carrá y Annie Girardot.

Uno, como cineasta, se pregunta cómo hacer que sus personajes empaticen con el espectador, sea el cine más radical, o el menos. Monicelli es experto. La genialidad de la comedia all’italiana es eso. El nivel de identificación con cada personaje es demasiado alto como para no salir movilizado corporalmente. Como para no salir lleno de nitroglicerina, para caminar, o para llorar. En los primeros 40 minutos, reí y disfruté con los obreros, y con la aparición del Profesor Sinigaglia. Disfruté tanto, que luego caí o celebré junto a ellos. Terminé llorando, atravesado por Monicelli, Mastroianni, y los compañeros. Era 2002, como dije. Luego de la crisis, nuestro entusiasmo en la lucha colectiva se caía y se levantaba día a día.

No paré nunca más con Monicelli.

Los compañeros la vi por primera vez en una sala, en un ciclo que organizaban los del centro de estudiantes en el micro-cine del subsuelo del colegio, ese mismo 2002. Estuve toda la función pensando en si le decía a una chica que me gustaba. No presté tanta atención a Monicelli y Mastroianni. Pero me dieron confianza. Una vez más, nitroglicerina. Esa película terminó muy tarde a la noche. Me tomé el 7 y me fui a mi casa de Parque Chacabuco. Sentía todo mi ego bien sólido adentro del cuerpo. Monicelli se había convertido en una especie de deidad que me daba fuerza cada vez que lo veía. Obviamente, vi a la chica al día siguiente, y no hice nada.

Como un personaje de Monicelli, me caí, me levanté, y me volví a caer. Espero que con la misma gracia.

Cinco años más tarde, yo ya era estudiante de cine hacía dos. Fuimos con mi amigo y COMPAÑERO Lionel Braverman por primera vez al Festival de Mar del Plata. Nos quedábamos en un departamento horrible del centro. No estábamos tan informados sobre el festival. Recuerdo que vimos El jefe de todo esto, de Von Trier.

Un día, en el primer piso del Hotel Provincial, me acerco a un enorme tumulto de gente (bastante más grande que yo) que se abarrotaba para ver a “algún famoso”. Ese famoso era Monicelli, mi ídolo, invitado de honor del festival. Nitroglicerina otra vez. Nitroglicerina cholula, un poco. Pero había un dato trágico: teníamos que volver a Buenos Aires al día siguiente. Fracaso. No podría ver ninguna película presentada por Monicelli.

Mi amigo Lio no había visto nunca nada del compañero Mario. En la FUC nos enseñaron con otros italianos: De Sica, Rossellini, Antonioni, Fellini… Siempre me pregunté por qué la Comedia all’italiana no era parte de los programas de estudio. ¿Creerían que eran básicas y frívolas las de Monicelli, o las de Risi?

Entonces… La historia de Mar del Plata terminó en fracaso. Decepción. Muerte y destrucción. No vi ninguna película presentada por Monicelli.

Mario Monicelli

Volví a Buenos Aires, y el destino, Luciano Monteagudo, y la Lugones, me ayudaron a recuperar la nitroglicerina perdida por la tristeza: volví a ver Los compañeros, en sala, sin pensar en ninguna chica, presentada por Monicelli, porque la Lugones organizaba un homenaje al compañero Mario, y la apertura era con la de la huelga que yo tanto amaba.

Años después, Monicelli se tiró por la ventana del quinto piso del Hospital San Giovanni, en Roma, donde estaba internado por un cáncer de próstata.

Por la ensalada de gustos y obsesiones que yo tenía por el cine italiano en esa época, recuerdo que cuando me enteré de la muerte de mi ídolo, lo imaginé cayendo por fuera del hospital donde comienza La notte, de Antonioni.

Gracias Compañero Mario, por tanta nitroglicerina.

Iván Granovsky es director de cine. Estrenó en 2017 en Rotterdam su primera película, Los territorios, sobre él mismo queriendo convertirse en corresponsal de guerra y fallando en el intento. Actualmente, prepara su segundo largometraje, Celosos hombres blancos, en el que Julio Verne y su esposa Honorine, desde un alcohólico picnic, re-inventan la llegada de Darwin a Galápagos, archipiélago en el que se enfrenta a piratas, indígenas, y un grupo de guerreras que ya han descubierto todo lo que él planeaba descubrir.