Cínico, sofisticado, elegante, inteligente y canallesco al mismo tiempo, más cosmopolita que Joan Manuel Serrat –que nunca abandonó cierto perfume pueblerino-, menos político que Silvio Rodríguez, en sintonía con su amado Jacques Brel, solitario y arisco, buen bebedor y fumador, Luis Eduardo Aute fue un artista culto que se movió en cuatro direcciones: la canción, el poema, la pintura y el cine. Los caminos se cruzaban, naturalmente. Cada una de las disciplinas dialogaba con las otras y es en esa trama donde se advierte la poética, la metafísica y los conflictos de Aute. “El amor es la trampa que nos inventamos para olvidarnos de la muerte”, escribió. Desarrolló gran parte de su obra en órbita a esas tres palabras: amor, trampa, muerte.

Como si habitara una canción propia, su cuerpo no aguantó más. Después de años de verla de frente, la muerte llegó “tan callando”, como escribió en sus célebres coplas Jorge Manrique, poeta al que volvía una y otra vez. Aute nació en medio de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, en Manila, en 1943, y murió en esta otra guerra, artera, imprevista, silenciosa, el sábado 4 de abril.

Los ideales de entreguerras se licuaron en desilusiones políticas. Forjado en los ’60 mitólogicos, resistió el franquismo y quedó desconcertado con los derrumbes del Muro de Berlín y luego de las Torres Gemelas. La raza artística que representó -ese linaje de juglaría siempre algo obcecada entre el escepticismo y la utopía- es más afín al refugio en antiguas creencias que a la reconversión ética y estética, si eso fuera posible. Se puede apuntar que se adaptó como pudo, pero más preciso es decir que nunca se adaptó. Cada derrota fue reflejada en canciones, muchas de ellas ácidas, líricas, referenciales. Escribe el crítico de jazz y ensayista estadounidense Ted Gioia, en su libro Canciones de amor. La historia jamás contada: “Pese a la inexorable mercantilización de esta forma de arte, las canciones poseen una fuerza mágica, un encanto, una dimensión metafísica, cuasi espiritual, que se pierde en los relatos de las estrellas del escenario musical. No es casualidad que la palabra latina cantare nos remita a encantamiento, a conjuro”. Ese conjuro era, en Aute, hechizo y en el mismo gesto exorcismo.

La desesperanza a veces alcanzaba tonos épicos. Se advierte en temas como “No soy digno” y “Aleluya N° 1”. La épica podía diluirse en misticismo –una religiosidad propia, personal- o en las pequeñas delicias y miserias de los vínculos de pareja. Incluso a la desesperanza se la intuía en sus muchas referencias poéticas a la masturbación. Aute fue también un poeta erótico. Pocos trataron con tanta delicadeza y estilo prácticas de autocomplacencia como él en temas como “Dentro” –al fin, una bella canción de amor-, o en frases desoladas como lo malo son las noches que mojan mi mano (“Sin tu latido”). Pocos dialogaron tan nítida y ampliamente con su época. Aute se ha dejado atravesar por caso por las maneras sobrias de Leonard Cohen –esos colchones de teclados mántricos, los celestiales coros femeninos, incluso hasta tiene su propio “Aleluya”- y por la chanson francesa. “La belleza” es un testimonio de la caída del Muro pero también se la escucha hermanada a “La bohemia”, de Charles Aznavour.

La relación con el cine merecería un análisis aparte. Dirigió documentales, ficción y su penúltimo trabajo marca ya desde el título sus recurrencias: Un perro llamado dolor. Los apuntes cinéfilos se multiplican en su cancionística. Las películas de realizadores canónicos funcionaron –en él y en tantos artistas- como dispositivos de la nostalgia, que pueden ser devastadores en su carga de pasado. Con apariencia autobiográfica, Aute canta en “Las cuatro y diez”: Fue en ese cine, te acuerdas, en una mañana ‘Al este del Edén’ / James Dean tiraba piedras a una casa blanca, entonces te besé./ Aquella fue la primera vez, tus labios parecían de papel,/ y a la salida en la puerta nos pidió un triste inspector nuestros carnets./ Luego volví a la academia/ para no faltar a clases de francés.”

Esa es su cartografía pop, su Penny Lane cinéfilo: James Dean y Elia Kazan, sí, pero también John Ford, Luis Buñuel, la nouvelle vague –Godard, Truffaut y Resnais- y en especial Robert Bresson, hasta llegar a Woody Allen. Esa pasión es una muesca generacional que comparte con Joan Manuel Serrat, con Joaquín Sabina, incluso con Paco Ibáñez. El cine –los directores, sus estrellas- diseñó un paisaje iconográfico irrepetible en la adolescencia de los “baby boomers” de la Segunda Guerra. Luis Eduardo Aute conservaba una lámina de corcho en el atelier de su casa de La Salamanca con fotos prendidas por alfileres de Brigitte Bardot, Sophia Loren y Marilyn Monroe.

Las artes plásticas también se advierten en la obra musical. Por una manera de adjetivar, por ciertas metáforas que suponen texturas y colores, y también por canciones puntuales que son reconocimientos manifiestos a maestros. La que destaca es el maravilloso “Tríptico de luces y sombras”, en el cual analiza los estilos de Goya y Velázquez (“Velázquez pintó el aire.../ Goya, su ausencia”), para concluir un poco a la manera de Caetano Veloso respecto de João Gilberto en el tema “Pra ninguém”, que Picasso es el pintor definitivo. “¿Y Picasso?, ah, Picasso, Picasso.../ Don Pablo dio a luz el final de la pintura/ con su ojo inmortal”.

No resulta extraño que le gustara el tango. Era devoto de Enrique Santos Discépolo, a quien honró en al menos dos canciones. Detestaba la palabra “cantautor”, aunque sabía que el sayo le calzaba. Podía ser impiadoso –practicaba el arte de criticar a colegas con gracia- y reírse de sí mismo. En “Autotango del cantautor” (se) escribe en riguroso ritmo de tango: “Qué me dices, cantautor de las narices/ qué me cantas con ese aire funeral./ Si estas triste, que te cuenten algún chiste. / Si estas sólo, púdrete en tu soledad./ Vete al cine, cómprate unos calcetines, date al ligue, pero deja de llorar./ ¿O es que acaso yo te canto mis fracasos?/ Sólo vengo a echarme un trago… y aún te tengo que aguantar. / Qué tortura soportar tu voz de cura, / moralista y un pelito paternal…”.

Por este tipo de texto fue respetado y hasta venerado por cancionistas millennials y veteranos punks. A él le interesaba puntualmente el rap como género, la palabra, el sonido de la calle. Hace tres años tuvo un infarto y compañeros de ruta como Serrat, Sabina, Víctor Manuel, Ana Belén, flamencos como José Mercé y Miguel Poveda y músicos de otra generación como Jorge Drexler, Pedro Guerra y Rozalén realizaron un concierto homenaje, que se sumó a las decenas de tributos que recibió en vida.

Nunca se recuperó. Aspiraba volver al taller de su casa a enchastrar las manos de témperas e intentar alguna canción. Ya había dado todo. ¿Qué hacer después de haber escrito “reivindico el espejismo / de intentar ser uno mismo. / Ese viaje hacia la nada / que consiste en la certeza / de encontrar en tu mirada / la belleza”. Aute representó el singular caso de un vitalista que se debatía entre el nihilismo y la belleza como una categoría espiritual.

Al día siguiente de su muerte, al anochecer el domingo 5 de abril, los vecinos de su barrio lo despidieron entonando “Al alba”. Los balcones se unieron en un coro dolido: “Si te dijera, amor mío que temo a la madrugada. / No sé qué estrellas son estas, que hieren como amenazas. / Ni sé qué sangra la luna, al filo de su guadaña. / Presiento que tras la noche, vendrá la noche más larga. / Quiero que no me abandones/ amor mío, al alba…”.

No puede haber mejor final para la atribulada, iconoclasta vida de Luis Eduardo Aute: irse envuelto en un murmullo popular de música y palabras en el medio de una peste que –como tantas veces él lo cantó- enfrenta a la humanidad con el horror de su propio espejo.