Puede ser que en la historia del cine no haya habido un ejemplo de virilidad tan sobredimensionado, peludo y monstruoso como el de King Kong, el gorila gigante que la productora de cine RKO sacó de la galera en 1933 en el intento por salir de la crisis económica. Fueron Merian Cooper y Ernest Shoedsack, con un guión al que una mujer guionista llamada Ruth Rose dio la forma final, los que siguieron la lógica de “hacerlo más grande” que ahora nos resulta tan familiar: como el público estaba perdiendo interés en las películas de aventuras en la selva que venían dirigiendo, pusieron todas las fichas en un simio de varios metros de alto, creado con la ténica de stop-motion, y una historia del tipo la bella y la bestia en la que una chica rubia y aspirante a actriz luciría vestidos que le dejaban adivinar el cuerpo.

King Kong no inventó el recurso de explotar la belleza femenina para atraer al público a las salas, pero lo puso en práctica con una autoconsciencia particular: al comienzo de la película, el director de cine Carl Denham discute con un agente teatral con respecto a la necesidad de poner una cara bonita y agregar un romance en la película que piensan filmar en una isla lejana, pero por supuesto se refiere a la atracción que surgirá entre Ann Darrow, la chica a la que eligen para el papel, y Jack Driscoll, el primero de a bordo en el barco que los va a llevar a la isla. Lo que quizás no imaginaron, ni los cineastas ficcionales ni los de la vida real, es que le estaban dando forma a la historia de amor y deseo más desmesurada del siglo XX, la de un gorila enorme y una chica que le cabe en la palma de la mano pero que sin embargo lo enloquece de deseo.

Kong: Skull Island (2017)

Claro que en esa primera King Kong, el del monstruo por la mujer fue un amor no correspondido: solamente horrorizada por esa animalidad excesiva que da la impresión de parecerle el colmo de la fealdad, Ann Darrow grita y se retuerce frente al monstruo, se tapa los ojos para no verlo. La película aprovecha ese desagrado para llenar de perversión el capricho de Kong por la rubia, la coloca entre dos postes con las manos atadas como un sacrificio que los nativos de la Isla Calavera quieren ofrecer a Kong, y el fantasma de la violación no deja de rondar esas escenas ni por un segundo. Incluso, en una secuencia que en su momento estuvo censurada, el gorila llega a desgarrarle delicadamente la ropa a Ann, como si estuviera pelando una fruta para comérsela, y después toma un pedazo de tela del vestido de ella entre los dedos y se lo lleva a la nariz, fetichista, para olerlo.

De todas formas, y por más que Kong haga un último intento por quedarse con Ann cuando se la lleva a la cima del Empire State en la escena más icónica de la película, era importante que ese tipo de heroína rechazara de plano y con asco los avances del gorila. Porque hay algo de lo que ella representa, como mujer blanca que sería propiedad de su sociedad de origen, que no podía responder al deseo de Kong; la oposición debía ser tajante. En una de las lecturas más corrientes de esa primera King Kong, lo que se pone en juego en la figura de la bestia no es otra cosa que la presencia de los negros en Estados Unidos, un tipo de infra-humanidad, según la corriente racista de la época que a veces los representaba como monos y otro tipo de animales, que llegó al Nuevo Mundo traída como esclava y con cadenas desde un lugar exótico y lejano. Como los negros, Kong podía convivir con el mundo civilizado y blanco a condición de que se mantuviera sometido, encadenado, incluso con la amenaza que representaba para la raza de pervertirla por envolverse en relaciones sexuales con las mujeres blancas. Pero aún si se quiere ver de un modo más general a King Kong como una figura de animalidad aumentada, salvaje y lasciva, es obvio que la protagonista de una película de la época debía gritar horrorizada frente a él.

Tuvieron que pasar varias décadas hasta que en una remake de 1976, producida por Dino de Laurentiis y protagonizada por Jeff Bridges y Jessica Lange, Kong encontrará por fin la reciprocidad en la mirada de una chica que se erizaba de placer ante su roce. En esta versión Lange no se llama Ann Darrow sino Dwan y es una chica a la que un barco petrolero -que se dirije a la Isla Calavera para explotar las reservas de la isla- encuentra en un bote salvavidas, como un regalo del mar. Lejos de ofrecer una imagen de mujer pura a la que un animal gigante quiere corromper, como en la película del 33, Dwan es una mujer visiblemente sexuada que desde el principio aparece en shorcitos, coqueteando con la tripulación del barco que la rescata o duchándose desnuda detrás de una cortina transparente, a tono con la corriente exploitation que por entonces se valía del sexo y del cuerpo de la mujer para llenar de atractivo la pantalla pero que al mismo tiempo logró heroínas fuertes, alejadas de la pacatería. Porque en su encuentro con King Kong y después del susto inicial, el personaje de Jessica Lange responde entusiasmada a la fascinación que el gorila gigante siente hacia ella y se erotiza muy explícitamente, olvidándose incluso del romance que poco antes empezó con Jack Prescott (Jeff Bridges). Hoy produce una extrañeza enorme ver la escena en que Kong, que lleva a Dwan en la mano, la tira al agua para que se saque de encima del barro y después, mojada y temblorosa, la sopla para que se seque, una y otra vez, mientras ella goza con el aliento de la bestia como si se tratara de una lengua gigante que la está estimulando. La King Kong de 1976 es todo lo explícita que puede ser, considerando la diferencia de tamaño que obligó a buscar formas creativas de mostrar la relación sexual; poco más tarde, es el dedo del gorila el que le hurga el cuerpo a la chica y le toca el pubis, como un pene desmesurado y renegrido.

Tuvo que llegar Peter Jackson con su remake megalómana del 2005 para volver todo a fojas cero: en su versión de Kong, Ann Darrow es una rubiecita todavía más inocente que la del 33 y su relación con el monstruo se parece mucho a la de una niña con un animal del que se hiciera amiga. En un momento incluso ella baila y payasea frente a Kong, y más tarde patinan juntos en una pista de hielo en Central Park mientras ríen divertidos, como un tío y su sobrina en un domingo de paseo en el parque. El contenido sexual de las King Kong anteriores fue barrido de un plumazo: es evidente que el tiempo en que se podía mostrar en la pantalla grande algún tipo de erotismo entre una mujer y un gorila gigante quedó en el pasado. En ese punto la relación entre la chica y el gorila en Kong: Skull Island (2017), la nueva película sobre la bestia que elige contar una historia distinta en lugar de ser una remake, está más cerca de la versión de Jackson. Acá, acaba de terminar la guerra de Vietnam y un grupo de soldados comandados por un sargento (Samuel Jakson) que quiere vengarse de ese fracaso a toda costa es enviado junto con un explorador (Tom Hiddleston) y una fotógrafa antibelicista (Brie Larson) a la Isla Calavera con la esperanza de encontrar algo grande. Y lo encuentran: el Kong de esta película no solo es el de mayor tamaño sino el más “justo”, por decirlo así, un monstruo que garantiza el equilibro en la isla porque mantiene a raya a otros monstruos peores, más primitivos y salvajes. La película está hecha con el oficio y el espíritu ligero de las buenas películas de acción y aventuras de los ochentas, con diálogos artesanales, personajes atractivos y un ritmo que saca el mal gusto en la boca que dejó la mole estática y grandilocuente de Peter Jackson. Pero en cuanto al amor del gorila por la chica, no queda mucho: apenas un par de miradas, una atracción intelectual, y el entendimiento mutuo basado en que ambos están del lado de los buenos incomprendidos. En cuanto a ella, tiene nombre de varón y se viste como un tipo; es un personaje hermoso, pero como mínimo plantea una pregunta con respecto a cuánto de forzado hay en el afán de ofrecer una heroína al gusto de la época y cuánta más verdad sobre la cultura puede condensar el cine cuando es, como Kong, una bestia.

La versión de KK con Jessica Lange (1976)