Pasó casi una semana de su muerte y las redes sociales continúan despidiéndolo. Los mensajes y recuerdos siguen manando cariño, fotos compartidas, canciones. Cada uno atesora su propio Horacio Fontova: el hippie, el dibujante, el folklorista, el psicodélico, el salsero, el militante, el actor, el del humor absurdo, el escatológico. Como ocurrió con Luis Alberto Spinetta, muchos sabían que estaba minado por un cáncer pero nadie osó franquear el muro de silencio que los íntimos pidieron respetar. Fontova eligió morir al lado de su adorada Gabi. El hombre que hizo del amor a los animales una de sus tantas formas de militancia fue despedido con una delicada, grácil expresión, que sonó a contraseña y a suspiro de liberación. “Vuela golondrina” fue la frase deslizada por whasapp.

“¿Adónde van los que se mueren?, ¿adónde van?”, preguntaba en su último disco, Negro (2004). La guitarra eléctrica de Skay subrayaba la duda metafísica, una de las tantas que Fontova manifestó en canciones. Necesitaba paladas de humor grueso para disimular una fragilidad producto, tal vez, de la percepción cabal del sinsentido de la existencia. Porteño al fin, quizás fue una forma de pudor. Por herencia de madre (“una demente, la mujer más graciosa que conocí”), creía en el poder del humor. Repetía: “El humor, científicamente, es vasodilatador; el miedo, la desconfianza y la maldad son vasoconstrictores".

No es descabellado conjeturar que ese humor que parecía provenir de las fórmulas de los viejos teatros de revistas era una manera de ahuyentar la idea de la muerte. Como ocurre con los buenos poetas, convivían en él certezas y preguntas. En enero de 2019 escribió en su muro de Facebook: “Pude llegar a la conclusión de que al morir desaparece el cuerpo, que luego por el espacio se esparcen las partículas de energía que nos habían compuesto. Que éstas quedan errando, mezclándose con las innumerables partículas de los que habían sido seres vivos. (…) Y es así que aquí seguimos todos, preguntándonos de qué estaremos compuestos, de dónde vendremos, adónde iremos. Pero bueno, ruego me disculpen, pues esto no pasa de ser solo un ocioso delirio mío. Supongo que las posibilidades son muchísimas... Inimaginables”. La otra cara del bufón, o la verdadera.

Fue un perfecto exponente de los ’60. Pocos como él absorbieron tantas corrientes estéticas y filosóficas que dominaron esa década. Al azar: fue un hippie convencido, lo atravesó el rock y la psicodelia y también el boom folklórico, había leído todo lo que había que leer (las enseñanzas del Cuarto camino de Gurdjieff, por caso) y conocía al dedillo la obra de Robert Crumb, el padre del comic contracultural estadounidense. Digamos que se deslizó entre los trazos sexópatas de Crumb y el costumbrismo naif de Florencio Molina Campos. Desde el mismo instante en que su prima Susana le regaló una guitarra española abrazó las zambas de Falú-Dávalos y se hundió en repertorios criollos de paladar negro como el del Chango Rodríguez.

EL GOCE PAGANO

Sin saber estaba configurándose como lo que, finalmente, fue: un artista ciento por ciento popular. En la casa familiar se escuchaba ópera de parte de padre, música clásica de parte de madre y Heitor Villa-Lobos y Miguel de Molina de parte de un tío que, juraba y no había razón para no creerle, llamaban Cucurucho. Esa variedad era su marca y condición: nada le quedaba mal. No le causaban conflicto los extremos que suponen el prime time televisivo y el under. Fue partenaire de Jorge Guinzburg en Peor es nada, en los 90, y hace unos años del cantautor indie Manuel Onis para interpretar juntos una extraordinaria versión del candombe de El Kinto, “Don Pascual”; hizo las performances más abismales en su boliche mítico El Goce Pagano, a mediados de los ’80, y representó en el Teatro Avenida la zarzuela prohibida en España por Franco, La corte del faraón, dirigido por Claudio Gallardou.

Se crío en un centro neurálgico de Buenos Aires: Plaza Lavalle. Estudió en el Carlos Pellegrini, hizo el servicio militar y cuando salió incursionó en la actuación y el dibujo. Estudió en la Escuela Belgrano de Bellas Artes y, como tanto náufrago de la noche y los parques, se presentó al casting del musical Hair y quedó. Ahí conoció a Rubén Rada y Miguel Abuelo, entre otros. Cuando bajó de cartel, en el mismo impulso ingresó en Jesucristo Superstar, al igual que Hair producida por Alejandro Romay. Por las presiones de la Iglesia y un atentado duró poco, pero siempre recordaba que gracias a esa ópera rock conoció al Padre Mugica. “Venía a los ensayos. Le encantaba lo que hacíamos”. Entre lo que desarrollaron en el futuro Rubén Rada y Miguel Abuelo y lo que representó Carlos Mugica se vertebra gran parte de las obsesiones artísticas y políticas de Fontova. El hippie anarco-pacifista mutó de la adhesión por cierta vaga izquierda a una militancia indoblegable en el kircherismo.

Fue el responsable del diseño de arte y las ilustraciones del Expreso Imaginario. Significó un paso superador y decisivo en la relación con su época. En esa gloriosa redacción se sintió menos solo. Notó cómo empezaron a confluir armoniosamente temáticas que le interesaban: de la ecología y el orientalismo al autoconsumo y los avatares de los pueblos originarios. Fueron años inolvidables. “Pero en un momento cacé la mochila y me fui a Colombia. Yo siempre fui medio anarco. Tenía unas ideas medio en la onda Severino Di Giovanni, había leído a Bakunin, no me gustaba obedecer a nadie, pero mantenía en alto las consignas pacifistas. Ahora veo que el hippismo fue promovido por el poder para mantener a raya a jóvenes, para que no agarraran las armas”, dijo en una entrevista radial en 2016. “Pero en aquel tiempo las cosas eran diferentes. Trabajé un año como diseñador gráfico en una ciudad a 80 kilómetros de Bogotá. Conocí de primera mano la cumbia y otros ritmos. Cuando ya no soporté la nostalgia, decidí volver como sea. Y fue a dedo. Tardé tres meses”.

En su necesidad de conectar con todo aquel que buscara una forma alternativa de vida, hizo migas con los hermanos Guillermo y Skay Beilinson. La Plata era un hervidero de servicios de inteligencia, miembros resilientes de La Cofradía de la Flor Solar, militantes políticos en la clandestinidad y los primeros Redonditos de Ricota, que empezaban a tocar en Buenos Aires. El 22 de diciembre de 1979, en el Margarita Xirgu, ataviado con un jardinero de jean, subió al escenario y se hizo cargo de la voz líder. Fue uno de los escasos conciertos de Patricio Rey en que no cantó el Indio Solari. “Fue una locura. No había ido El Astronauta Italiano, como llamaban al Indio. Por ahí andaba El Sultán repartiendo los míticos redonditos de ricota, en una canasta de panadería”, evocaba.

Ya era un personaje del under. Y estaba apostando fuerte a la música. Tuvo grupos fugaces, como Patada de Mosca y el trío Expreso Zambomba (“el nombre se lo puso Spinetta”), hasta que en 1982 editó su primer disco que, como ocurrió con otros solistas y bandas, fue al mismo tiempo debut, consagración, obra maestra. Se juntó con Fena Della Maggiora en congas --y cuatro venezolano-- y Carlos Mazzanti en bajo, lo bautizó Fontova Trío y llamó a amigos que circulaban por ahí, dando vuelta como una media el rock argentino: Skay, Daniel Melingo, Andrés Calamaro, Polo Corbella... También convocó a músicos excepcionales de otros palos, como Jorge Cumbo, Alejandro De Raco y Benny Izaguirre.

Fontova en la redacción de Expreso imaginario

TIERRA GENEROSA

De pronto, el díscolo y estrafalario director de arte del Expreso irrumpía en el superpoblado panorama de la renovación del rock con un disco tan extraño como maravilloso. Con la guerra de Malvinas como tajo, el año 1982 tuvo un sinfín de condimentos: fue el regreso de Mercedes Sosa del exilio, se separó Serú Girán y Charly García comenzó su formidable etapa solista, regresaron de Europa próceres variopintos como Pappo y Miguel Cantilo, se reformularon Los Abuelos de la Nada, asomaron bandas como Virus y Sumo... En ese puchero de estilos que también contemplaba la apariencia estética, aparecía un señor algo mayor que el resto de los músicos, con el semblante serio, bigotes tupidos, perfil incaico, camisas tropicales. El disco abría con un clásico peruano que solían tocar Los Jaivas, “Mambo de Machaguay”, y cerraba con una virulenta chacarera titulada “Tierra generosa” que trata temas que fueron recurrencias en su obra: la Pachamama, la ecología y las bondades de los animales. Incluía un cover del jamaiquino Jimmy Cliff, el reggae “Estoy loco”; una de sus canciones más melancólicas y hermosas, “La pradera”; viñetas cotidianas con el color sepia de la infancia en “Velas de mi cumpleaños”; temas psicodélicos como “Qué mañana rara”; un blues oscuro como “Cómo pueden estar seguros”, con la guitarra de Skay y el saxo de Melingo; el tríptico de cepa caribeña (“Rumba”, “Santa Marta” y “El resbalón”), y un tema que se convirtió en algo más que su insospechado primer hit. Fue un himno de fin de la dictadura. “Me tenés podrido” empezó a destacar en las pocas radios que pasaban rock argentino como una queja machacante. Y una sugerencia: “Me tenés podrido… ¿por qué no te vas?”. La segunda voz de Fena repetía “No te banco más, no te banco más” y la canción –austera, esencial- sonó cada vez más fuerte en los sótanos. Era el “Imagine” punk de un hippie harto.

El disco de 1982 dejó la vara alta. Se descatalogó y quedó confinado a la condición de disco maldito. En democracia Fontova profundizó su perfil sexópata, en sintonía con el destape. La olla a presión cedió y en él fue un derrame de ritmos latinos, letras que jugaban con el doble sentido, algunas de coyuntura, olvidables. Pero nunca faltaban canciones que, entre hits inapelables como “Me siento bien”, destacaban por su lucidez social o por sus búsquedas surrealistas. Siempre el plano del humor se superponía a un plano onírico, poético o político. Cantaba, por ejemplo, en “Canción del indio triste”, como si fuera una versión de Las ruinas circulares nac & pop: “Hace un par de noches tuve un sueño que me hizo pensar/ que esta no es manera de vivir en este lugar/ En el sueño un indio viejo no paraba de llorar/ Yo al verlo le dije ¿Qué cosa te hace tanto mal?/ Qué tristeza, dijo el indio, ser soñado justo acá/ no saber si están dormidos o es que han prohibido despertar...”. Sabía dejar sugerida la crítica como un cantor de protesta en contundentes frases: “La Negra María tiene un rancho limpio, más blanco que el alma de más de un señor/ En su casa es: ‘Mami que hueles tan rico’/ Afuera: ‘Una negra de asquerosa olor’”, escribió, con una magistral síntesis, en “Cómo toca María”. Esa historia de una madre de nueve hijos, que vende pastelitos en la playa y toca el berimbau de noche, dialoga con “La Zenaida” de Leonardo Favio y con “La negrita” de Café Tacuba. Son clases de cultura popular en pocos minutos, miradas, altos atalayas ideológicos.

Detestaba el ambiente de la televisión. Le parecía una hoguera de vanidades. Peor es nada lo había ubicado en un sitio de masividad total. Muchos quisieron ver en él al reemplazante de Alberto Olmedo, pero supo desmarcarse. Se bajó a tiempo de la maquinaria de la industria del entrenamiento: actuaba en películas puntuales, en obras de teatro y en todo lugar donde se sintiera cómodo, como puede haber sido un sitio en Les Luthiers como reemplazante esporádico de Daniel Rabinovich (la muerte de Marcos Mundstock le hubiese causado un dolor extra: Fontova se anticipó un par de días).

Desde que vio a Néstor Kirchner ordenar descolgar los cuadros de los dictadores de Casa Rosada, se encolumnó hasta el tuétano junto al proyecto que continuó Cristina. “Soy Crischnerista”, decía. En 2004 editó Negro, que fue al fin su último disco. Es un gran trabajo, con versiones de viejos temas propios, algunas canciones humorísticas de circunstancia y un abordaje extraordinario de “Zamba de la toldería”, junto con Liliana Herrero.

Se lo veía feliz con Gabriela Martínez Campos, Gabi. Habitaban una casa en la calle Muñecas, en Villa Crespo. Amaban los gatos. Llegaron a tener cinco. “Los animales son ejemplo de la armonía entre los seres vivientes y la Madre Tierra. Ellos usan garras para defenderse, y lo hacen con valor. Nosotros, aún pertrechados con el último grito de la industria armamentista, estamos cagados en las patas. Me gusta observar a mis gatos. Después de pelearse a arañazos se lamen y se acarician con pasión y sin resentimiento. El ser humano tuvo alguna vez semejantes virtudes. Pero las perdió hace tiempo”.

Luchó como pudo hasta donde pudo. Intentaba algún arpegio en su guitarra, planeaba nuevos espectáculos y publicar un libro que compilara, precisamente, sus reflexiones sobre el comportamiento animal. Estuvo internado demasiado tiempo. Nunca perdió la ilusión. Por tristeza o quién sabe por qué, los cinco gatos se fueron muriendo uno a uno.

“¿De dónde venimos, adónde vamos, de qué estamos compuestos?”, se preguntaba hace poco más de un año. No hay respuestas. Solo queda la certeza del vacío que deja, tan grande como la tristeza. Fue muchos: fue Reverendo, General, Sonia Braguetti, Nigger… Debajo del disfraz siempre estaba --la mirada luminosa y al mismo tiempo melancólica, la sonrisa ladeada, la voz clara, el mohín tierno--, el Negro Fontova. Un viejo hippie. Un hombre noble.

Vuela golondrina.