Unos días. Eso era lo que nos separaba con Horacio Fontova. Nacimos en el mismo año, 1946, y en la misma semana, él a fines de octubre, el día 30, y yo a comienzos de noviembre, el 5. Así que, cuando nos conocimos, descubrimos que teníamos muchas cosas en común. Perteneciamos a la misma generación que empezó en los 60 con el folklore de guitarreada y desembocó en Los Beatles. Una generación que descubrió los ardores juveniles con la poesia de Rimbaud, los primeros pelos largos y el sexo libre en un mundo de gomina y mocasín, y terminó de estallar con los alucinógenos y la vida comunitaria.

Había una cosa que nos separaba: yo venía del zen de Alan Watts y él del sufismo de Mulá Nasrudin. Había pasado por un lugar de prácticas sufi llamado Kalendar, que quedaba a la vuelta del Bar Moderno, por el que circularon muchos rockeros y gente de la bohemia porteña. En realidad ese misticismo también nos unía, era otra búsqueda que teníamos en común, que se terminó de mixturar en Castaneda y el chamanismo americano, exploraciones que compartiamos. De todo esto hablábamos bastante durante todo ese tiempo en que trabajamos codo a codo en el Expreso Imaginario, y es algo que se puede ver en la revista. Hay notas que vienen de esas charlas: él terminó metiendo cuentos sufis, y yo varias cosas zen. Y las enseñanzas de Don Juan y otras visiones indigenas, siempre presentes.

Pocos meses antes de la salida de la revista nos había reunido Jorge Pistocchi, que apenas volví de mi viaje por Europa me convocó para hacer el Expreso Imaginario. En nuestra segunda reunión, Jorge me contó que había conocido a un flaco que podría ser el director de arte perfecto para nuestra publicación. Pero cuando me dijo su nombre yo recordé que ya nos habíamos conocido, y no en buenos términos. Porque antes de viajar había acompañado a una chica que acababa de conocer -y que luego se terminaría juntando conmigo en Europa, se llamaba Alicia- a buscar sus cosas en lo que por entonces se conocía como el Conventillo de las Artes, frente a Tribunales, al lado de la escuela de segunda enseñanza. Era el bulín de Fontova, que nos estaba esperando y en lo único que estaba interesado era en pelearse conmigo... ¡porque me estaba llevando a su novia!

Por entonces lo único que sabía de él era que se trataba de un tipo bastante agresivo. Que estudiaba dibujo, y no mucho más. Cinco años después, cuando Pistocchi nos juntó, Fontova ya se había convertido en un personaje: formó parte de la opera musical Hair, y conoció a Miguel Abuelo, que era como mi hermano, con el que terminaron cantando folklore. Se hizo amigo de Spinetta, que fue quien bautizó como Expreso Zambomba al grupo que tenía con Jorge Costa, un tipo que cantaba y componía muy bien, autor de “Qué mañana rara”. La noche en que debutó Sui Generis fue compartiendo un show con Expreso Zambomba y Pedro y Pablo: yo me lo perdí, todavía estaba en Europa. El asunto es que teníamos vidas medio paralelas, muchos amigos en común, y el episodio de la novia habia quedado olvidado. Creo que por ese parecido en nuestras historias pudimos conocernos mejor, trabajar juntos, y terminar siendo compinches y grandes amigos.

Al Negro lo conocí después como cantante, tocando aquellos temas de su grupo, que luego terminarían en el repertorio del Fontova Trío. No me puedo olvidar de esas reuniones de MEEBA, la Mutual de Estudiantes de Estímulo del Bellas Artes, que se realizaban en época más oscura de la Dictadura, cuando no se podían juntar más de tres personas en la calle. Por eso llegábamos y nos íbamos de a uno, disimuladamente, de aquel local en San Telmo que manejaba Resorte Hornos, donde Claudio Kleiman presentaba tímidamente sus primeros temas y lo acompañaba Skay, leíamos poemas, y subía al escenario improvisado Fontova con Edy Rodríguez. Ahí debutó La Fuente, por ejemplo. Eramos apenas una veintena en un centro cultural como los que hoy hay en toda la ciudad, pero a escondidas, ocultos de la represión. Un evento en el que éramos todos público y artistas al mismo tiempo.

Cuando pienso en Horacio pienso más que nada en esa época, compartida en una redacción por la que todo el mundo pasaba porque era el único lugar al se podía ir, y en la que él era un gran personaje. Era la planta alta de una casona ubicada en la esquina de Teodoro García y Cabildo, en el barrio de Belgrano, una casa que todavía está allí. El Negro tenía su refugio al fondo, en lo que debía haber sido la habitación de servicio, y allí había improvisado la sala de arte de la revista. De vez en cuando, para relajarse, pegaba gritos de guerra y salía a jugar a los dardos. Contra un blanco de corcho que colgaba de una pared, pero también contra las puertas de las oficinas, algo que volvía loco a Ohanián, el director financiero y mecenas de la revista. Siempre había algo que se rompía, y siempre lo había organizado Fontova.

Hoy pienso que era algo lógico, una válvula de escape inevitable, porque vivíamos asustados. Y también recuerdo aquellas largas charlas que teníamos los dos mientras Horacio dibujaba y armaba las páginas, pegando las tiras de texto. Porque muchos circulaban por la revista durante el día, pero a la hora de armar la revista quedábamos solos, y era una cocina de laburo muy intensa que encarábamos juntos. Fue entonces cuando descubrí que Horacio era alguien que había vivido muchas vidas, un explorador de la mente que hablaba varios idiomas, conocía todas las músicas, y había tenido acceso a mucha cultura. Un tipo muy loco, muy creativo, muy lanzado, dispuesto a pensar libremente, un divino.