Nunca en la historia el concepto de “libertad”, ahora enarbolado por la fundación que lidera Mario Vargas Llosa, había quedado tan ligado a la idea de “supervivencia de los más aptos”. Hasta ahora esta interpretación circulaba por el discurso público a la manera de una verdad no asumida, incluso vergonzante, recubierta por capas y capas de atajos lingüísticos: “meritocracia”, “emprendedurismo”, etc. Casi siempre a unos pocos les había ido muy bien con la receta y a la mayoría de la población le había ido muy mal, pero esa asimetría inherente al sistema solía ser atribuida a la falta de iniciativa y a la indolencia de los “perdedores”. Ahora, en plena pandemia, la invocación de Mauricio Macri, Patricia Bullrich, Darío Lopérfido, López Murphy (por citar solo algunos de los adherentes locales del manifiesto) a la “libertad” esconde, bajo ese paraguas eufemístico, su verdadera intención: levantar la cuarentena, despojar al Estado de su compromiso regulador y dejar librados bienes y vidas, respectivamente, a los rigores de los mercados y el coronavirus.

El viejo latiguillo progresista para relativizar el endiosamiento de una libertad que no emancipa ni otorga derechos (“libertad para morirse de hambre”) se comprime hoy en el más sencillo y concreto “libertad para morirse”. “Que mueran los que tengan que morir” es la frase que viene a sincerar la matriz ideológica de esa concepción de la libertad, que solo protege a los poderosos y deja a la intemperie al resto. La covid-19 determina en el plano biológico una selección natural análoga al modelo de exclusión promovido por Macri, Vargas Llosa y cía. Pero ahora, por obra y desgracia de una situación límite, ambos planos confluyen, se retroalimentan, escudados en la supuesta defensa de “los derechos de la gente a la libre circulación”.

Los cruzados del neoliberalismo interpretan las restricciones vinculadas al cuidado de la salud pública como un crimen intervencionista, en tanto estorba el natural desenvolvimiento de sus negocios. Que en este caso, además, los “menos aptos” sean en su mayoría ancianos de más de 70 años, añade una dosis de perversidad compatible con ese esquema ideológico. Se perderán, en todo caso, vidas no productivas (en los términos en que ellos entienden la productividad) que ocasionan un enorme “gasto” al Estado. La fatalidad biológica como alternativa –no querida, seguramente, en el plano consciente-- a un drástico ajuste sobre el sistema de seguridad social.

La condena histérica a un “Estado interventor” que restringe las “libertades individuales” se funda, además, en un argumento falaz: el Estado siempre interviene; a veces para proteger a los más vulnerables frente a las asimetrías del mercado; otras, para proteger al mercado frente a la “insolencia” de los más desfavorecidos. Los libertarios de hoy festejaban hace unos meses el intervencionismo represivo del Estado chileno, con indiferencia de los derechos individuales avasallados durante las protestas populares.

Estos párrafos precedentes no implican, de ningún modo, un menoscabo del ideal de libertad (una búsqueda que no debería desconocer sus tensiones con el ideal de justicia) sino una crítica de su malversación interesada. Quien escribe estas líneas viene viendo con alguna desconfianza la naturalización que podría imponerse, post pandemia, de ciertos patrones de control social. Pero a uno le ocurre como les debe pasar a muchos progres no peronistas cuando, un poco cansados de la retórica y de los límites del “populismo reformista”, se encuentran de pronto con intervenciones mediáticas de Fernando Iglesias, Federico Andahazi o especímenes similares del gorilismo criollo. La primera reacción instintiva es salir al balcón a cantar la marcha a voz en cuello y la segunda preparar un fueguito para el asado en el parquet. Después se discutirá todo lo demás. Como dice el colega Diego Fischerman: “Los malos sin contradicciones nos llevan casi inexorablemente a volvernos partidarios de los buenos con contradicciones”.

En este caso también: la natural rebeldía contra al encierro y las prevenciones frente a eventuales avances sobre la privacidad se posponen cuando la gesta “emancipadora” es interpretada por los esclavistas de mercado. Dan ganas de encerrarse en una pieza con doble barbijo y la tele apagada, todo sea para inmunizarse definitivamente de esta gente.