“Un buen baterista puede tocar diferentes cosas con cada uno de sus miembros: lo mío viene del pueblo Yoruba”, le confesó a este diario Tony Allen, antes de su única visita a Buenos Aires, el 7 de febrero de 2017, como parte de una gira en la que tributó a uno de sus ídolos: el jazzista estadounidense Art Blakey. Sin embargo, el artista nigeriano no será recordado por sus incursiones en ese género, sino por contribuir en la invención de uno de los brazos más poderosos de la contracultura africana: el afrobeat. Lo hizo en complicidad con el saxofonista, cantante, compositor, militante y paisano Fela Kuti, quien falleció en 1997. Allen murió el jueves 30 de abril, a los 79 años, en París, donde residía desde hace mucho tiempo. Pese a que no se conocen aún las causas de su muerte, en su entorno se asegura que no fue por el coronavirus.

En los últimos años, su figura volvió a tomar renombre de la mano de la modernidad y del hipsterismo, por cortesía de unos de sus principales cultores: Damon Albarn. Después de la conversión del líder Blur y de Gorillaz hacia la cadencia africana, lo que quedó en evidencia en su álbum Mali Music (2002), el cantautor inglés creó una suerte de all stars del que fueron parte Paul Simonon (exbajista de The Clash), Simon Tong (otrora The Verve) y Tony Allen. Dos discos dejó como legado The Good, The Bad & The Queen: su debut epónimo en 2007 y Merrie Land ocho años más tarde. La banda anunció su separación el 16 de agosto de 2019, con show de despedida incluido en el Lowland Festival de Holanda. Sin embargo, la leyenda de la expresión tribal unió fuerzas con el icono del britpop en un proyecto más: el alucinado Rocketjuice and The Moon, en el compartió con Flea (bajista de los Red Hot Chilli Peppers) y con el que aparte grabó (entre 2008 y 2012) tres álbumes.

Antes de morir, Tony Allen -definido por Brian Eno y el DJ Jeff Mills como el “mejor baterista” de todos los tiempos- nunca puso en hiato su carrera musical propia. En 2019 ganó un Grammy con Celia (tributo a Celia Cruz), de Angélique Kidjo, y su álbum colaborativo con Hugh Masekela, Rejoice, salió a principios de este año. En 2017 había editado su último disco de estudio, The Source, en el que había dejado de lado el rock y la exorcización africana para adentrarse en el jazz (se editó por Blue Note), lo que fue advertido por el EP A Tribute to Art Blakey & The Jazz Messengers. Si bien Allen lo describía como un trabajo “con mucho sentimiento, concebido para disfrutar”, en Film of Life revisitaba su trayectoria tras los parches. En 2009 había publicado el disco que lo había devuelto al mapa sonoro: Secret Agent. Acerca de esta producción, su creador dijo: “Es crítico, pero vitalista”. Por eso, la primera década de este siglo fue para él productiva: aportó su sapiencia para Charlotte Gainsbourg, Air y Gonjasufi.

Y todo esto gracias al bendito afrobeat. Nacido en Lagos, la capital nigeriana, Tony Oladipo Allen fue un músico autodidacta. Al mismo tiempo que trabajaba como ingeniero para una estación de radio, a los 18 años, empezó a tocar la batería. Tras consumir durante esos años el highlife (estilo musical de origen ghanés que agrupaba el jazz, los ritmos autóctonos y el guajeo cubano), el músico conoció a Fela Kuti a mediados de los '60. Cuando el saxofonista lo invitó a audicionar, le preguntó al final de la sesión: “¿Cómo es posible que alguien en Nigeria pudiera tocar jazz y highlife de esa forma”. Pero lo bueno no dura tanto. Entonces, después de grabar alrededor de 30 discos en conjunto, el baterista abandonó el grupo Africa ’70 (consecuencia de Koola Lobitos). Se fue porque no le pagaban los derechos de autor y también debido a que su compañero de proyecto no le reconocía su aporte en la creación del género. Antes de su partida, apareció un registro de culto, Live!, en el que la banda flirteaba con el baterista de Cream, Ginger Baker.

Así probó suerte en solitario, época en la que grabó discos que verdaderamente no lo representaban: Progress (1977), No Accommodation for Lagos (1979) o N.E.P.A. (1985). A mediados de los '80, en medio del auge de la world music, se mudó a París, donde se recuperó de su adicción a la heroína. Allí fue sesionista de Kid Creole and the Coconuts, King Sunny Ade y Manu Dibango. Allen no se quedó en eso: atravesó pop, dub, funk, rock, techno, house, dubstep y chanson. Eso vio sus frutos en la década pasada, en la que recogió un sinnúmero de elogios y se ganó un lugar privilegiado en el recopilatorio Red Hot + Riot: The Music and Spirit of Fela Kuti. Como si se tratara de un testamento, Allen, cuya rúbrica en el afrobeat es evidente en trabajos de la magnitud de Expensive Shit, Zombie y Unknown Soldier, escribió en su autobiografía, Master Drummer of Afrobeat (2013): “Nunca me detengo. Nunca dejo de experimentar. No me gusta repetirme demasiado. Necesito seguir adelante”.