Nada es familiar en un mundo que se ha vuelto estrecho y ajeno.

Todo lo que creíamos estable y predecible parece ahora enmarañado y amenazante. No es posible ya interactuar con la familia o los amigos cara a cara, ni menos abrazarlos o tocarlos, y las rutinas, códigos y hábitos a que nos habíamos acostumbrado ya no sirven para navegar el día a día. Tampoco contamos con los sistemas de resguardos sociales y fraternales con que solíamos enfrentar los problemas más urgentes. No está claro, cuando divisamos a un extraño si es un peligro o alguien que pudiera ofrecernos ayuda. Toda una existencia que se ha basado en acercarse más y más a los semejantes se encuentra ahora dominada por la distancia, mantenerse lejos.

Se trata, por cierto, de una somera descripción de lo que significa para incontables seres humanos subsistir hoy en los tiempos del coronavirus. Sí, pero también registra la experiencia cotidiana de un gran número de exiliados y migrantes que, desde el principio de la historia, fueron adquiriendo prácticas con las que han aprendido a sobrevivir al embarcarse en su propio viaje hacia lo desconocido. ¿No será posible, entonces, que estos hombres, mujeres y niños que dejaron sus hogares en busca de un nuevo destino --ya sea para alcanzar una vida más auspiciosa o porque huían de alguna catástrofe aterradora - tengan algo que enseñarnos ahora que la pandemia nos ha transformado a todos los habitantes del planeta de alguna manera en exiliados en nuestra propia tierra?

Como alguien que proviene de una familia de refugiados, y que ha pasado su vida vagando, perdiendo países y ganando idiomas con la frecuencia con que otras cambian de casa, tengo la certeza de que hay mucho que aprender de la intensa experiencia de dislocación sufrida por tantas multitudes expatriadas de la humanidad.

Ante todo, descubrir que se puede subsistir solo con lo básico, que gran parte de lo que estimaba era ab-so-lu-ta-mente necesario para el bienestar y satisfacción resulta no ser, después de todo, tan indispensable. Los migrantes pronto perciben lo que tiene prioridad en una emergencia, cómo apreciar lo que es valioso y de veras crucial para nuestra felicidad: el amor y la bondad de los demás, el hecho de que todos necesitamos techo, comida, seguridad, paz, salud. Si quienes enfrentamos la pandemia hoy fuéramos capaces de aferrarnos a esas certezas más allá de la crisis actual, tal vez podríamos salir de ella armados de un dejo de sabiduría, más profundamente sintonizados con nuestra condición humana elemental.

Pero estamos lejos de superar este naufragio. Una advertencia: cuando eres vulnerable, como lo son perpetuamente los exiliados y los migrantes, cuando estás al borde del abismo, es fácil que depredadores inescrupulosos se aprovechen de tu situación precaria. En coyunturas morbosas suelen aparecer catervas de personajes turbios, estafadores, tramposos, demagogos, que se jactan, con sus promesas falsas, de garantizar una pronta redención mediante alguna fórmula mágica. Cuando uno se encuentra a la deriva en circunstancias inusuales y azarosas, es entonces que más debemos cuidarnos de no sucumbir a tales seducciones insidiosas, recordando que más importa juzgar a los demás por la consistencia de sus acciones que por los vaivenes de sus palabras.

Habrá graves pérdidas durante esta crisis, enfermedades de personas queridas que no puedes aliviar y funerales a los que no podrás asistir. Y nacimientos y cumpleaños en la familia que pasarán sin tu presencia, así como festividades, matrimonios, aniversarios, graduaciones, los gloriosos acontecimientos que marcan y dan sentido a nuestro escaso tiempo en el universo infinito. Los emigrados que se ven obligados a observar desde lejos tantas muertes sin siquiera el consuelo de tener cerca a los individuos más entrañables, y que han sido privados de aquellos lejanos ritos de pasaje que alegran la existencia, han tenido que arreglárselas, hallar maneras novedosas, para hacer frente a la separación y su constante desgarro. El duelo se tendrá que llevar a cabo conectándose íntimamente con cada muerto, llevándolos adentro como una madre carga un niño. Y en cuanto a los remotos y alegres festejos de familia y amigos habrá que luchar contra el desapego y la soledad mediante un banquete interior de recuerdos y ternura. Estas tribulaciones, al poner a prueba nuestra fortaleza y capacidad de resistir la adversidad, pueden terminar convirtiéndose en un aliento para crecer y madurar.

Tal viaje de autodescubrimiento no es fácil. Ahora pertenecemos, como siempre lo han sabido los exiliados y los migrantes, a dos mundos, el que dejaste y el que está por venir. Es fundamental, por ende, utilizar esta ocasión con sagacidad, aprender a mirar las circunstancias que ahora habitamos con nuestros ojos nuevos y desencantados, para que examinemos cuidadosamente, como lo hacen quienes son extraños en una tierra extraña, lo que esta calamidad ha revelado sobre nuestra civilización. Esta es una oportunidad, como sucede a menudo cuando ocurren desastres, de reexaminar lo que parecían los cimientos inquebrantables del orden social, fundamentos que resultaron ser construidos sobre pilares dudosos y presunciones ya no incuestionables. Y cuando volvamos a la normalidad, al igual que los exiliados y los migrantes si tienen la suerte de volver a visitar sus terruños, ojalá contemplemos con esos ojos renovados el país al que ahora regresamos, ojalá recordemos que lo que creíamos antes era usual y duradero no nos entrenó bien para esta amenaza y otras amenazas que aún probablemente esperan en el horizonte. Tal vez descubramos que nada será como fue, y muchos – por ahí una gran mayoría – habrán de darse cuenta de que el viejo mundo “normal” exige una drástica reestructuración.

Y, cuando dejemos atrás este cataclismo, espero que no olvidaremos la noche oscura del alma y del cuerpo por la que acabamos de pasar. Cada uno debería recordar cuando temía que no hubiera lugar para él, para ella, o para sus familiares y amigos queridos, en los hospitales, recordar cuando te preguntabas si a ti te negarían la atención necesaria para sanar, la bienvenida que te hacía falta. Trata, entonces, de conectar ese temor a lo que muchos refugiados remotos en pantallas cercanas e indiferentes sufren cada hora de cada día ante las murallas y las fronteras, enfrentando mares tumultuosos y decretos desalmados, “no hay lugar, no hay lugar, nuestro país está repleto”. Piensa en aquellos que, mientras tú sobrevivías, no tenían jabón ni agua ni tampoco la posibilidad de un distanciamiento social que los protegiera. Empatiza, cuando lleguen tiempos mejores, con esos seres semejantes a ti en su desamparo, y abre tu corazón, las puertas y ciudades de la patria grande, a ellos, tus hermanos y hermanas. Ellos, que recorren el mundo sin un hogar permanente nos envían estos consejos desde la fuente de su dolor y esperanza. Si llegaras a escucharlos, quizás te ayude a entender que es cierto que cada uno de nosotros nos enfermamos y enfrentamos la muerte en la soledad, uno por uno, si no actuamos todos juntos, una única humanidad en esta era de migraciones masivas y plagas inmisericordes.

Ariel Dorfman es el autor de La Muerte y la Doncella. Sus libros más recientes son la novela, Allegro, y un folleto, Chile: Juventud Rebelde.