Hay películas que están por delante de lo que se hará. Y si no, vean El Topo. Cuando se intenta conceptualizar lo que se entiende como "cine de culto", éste es uno de los mejores ejemplos. Surgida de la imaginación "pánica" de Alejandro Jodorowsky (Tocopilla, Chile, 1929), El Topo es la consagración cinematográfica prospectiva de su autor, punta de lanza de una carrera fílmica errática (ocho largometrajes a la fecha) aunque suficiente. Vale decir, ¿cuántas películas deben ser hechas para alcanzar el concepto de "obra"?

Sin embargo, Jodorowsky es citado excepcionalmente por el panorama cinéfilo. Tal vez por su pluralidad expresiva, que parece demasiada: cineasta, dramaturgo, tarotista, escritor de cómics, psicomago, actor, literato. Su itinerario es tan vasto que no hay palabras capaces de contenerle. Hace dos años tuvo (poquísima, hay que decir) resonancia de cartelera con La danza de la realidad (2013, estrenada en 2015); una confesión alterada, sublime, de su historia de vida, vuelta relato encantado, con poderes curativos y estrafalarios. Su continuación, Poesía sin fin, espera turno de cartel. Ojalá.

Pero de vuelta con El Topo.

Alejandro Jodorowsky, asentado en México, venía de una primera experiencia con la película Fando y Lis (1968), a partir de la obra teatral de su amigo Fernando Arrabal. Los dos, junto con Topor, habían fundado en París el Movimiento Pánico, a partir de sus relaciones y desavenencias con el surrealismo. El Pánico vino a trastocar el asunto, invirtiendo la surrealidad: ya no permitir que el afuera se adentrara en uno, decía Jodorowsky, sino dejar que sea desde uno mismo como el afuera se extrañara. El Pánico conjugaba humor y terror, en obras teatrales y manifestaciones efímeras. Como testimonio vivo sobrevive el metraje de título Melodrama sacramental (1965), donde Jodo pega víboras vivas sobre su pecho desnudo y una actriz depila su pubis. Con Fando y Lis, el cineasta se ganó la antipatía mexicana, fue perseguido y amenazado de muerte. Quien se la tenía jurada era, ni más ni menos, que el "Indio" Fernández. Unas copas fortuitas y compartidas, según Jodorowsky, parece que aliviaron el temple del mexicano temerario.

Tras un paréntesis en París -mayo francés mediante‑, Jodo vuelve a México y a pesar de la distribución prohibida de Fando y Lis, encara otro proyecto: El Topo. Señala Diego Moldes: "El mejor conocimiento del paisaje mexicano, con sus profundos contrastes, unido a su interés por la meditación zen, el chamanismo, la cultura indígena y la experimentación con las drogas (...) le llevan a integrar todos sus intereses en un guión (...) en el que también tienen cabida sus propias neurosis y su biografía personal y familiar" (Alejandro Jodorowsky, Cátedra, 2012, página 195).

Fiel a la adopción de las expresiones populares, de acervo masivo, Jodoroswky circunscribe su puesta en escena desde parámetros similares al "spaghetti western": el Topo (el propio Jodorowsky) deambula a caballo por el desierto, de negro, con su hijo pequeño y desnudo. Le dice: "Hoy cumples 7 años, ya eres un hombre. Entierra tu primer juguete y el retrato de tu madre". Luego abandona al niño para perseguir la sabiduría de los cuatro Maestros del Revólver, a los que progresivamente enfrenta. El vestuario negro queda pronto relegado, con el personaje finalmente envuelto en una oscuridad de caverna platónica. Con la cabeza rasurada, el Topo convive con otros seres, deformes y maltrechos, deudores de una genealogía que rememora a Freaks, la película maldita de Tod Browning.

Salir de la caverna es un riesgo, podría significar la libertad dolorosa, porque la luz quema y mata. Por eso, una vez alcanzada la iluminación la muerte sobreviene a los contrahechos. Pero hay algo más profundo, y es lo que hace que el Topo se vuelva inmune al impacto de las balas. Sólo quedará a este ángel renacido, que ejecuta muertes en plan de venganza mística, encenderse a sí mismo y consumirse en su propia llama. Su presencia etérea ya no necesita de un cuerpo.

"Tienen que quedarse a ver lo que sigue, es extraordinario", dijeron a su público John Lennon y Yoko Ono en la trasnoche de The Elgin, la sala de New York donde la pareja proyectaba sus cortometrajes. El ardid funcionó, la gente acompañó la función y permitió que los horarios de trasnoche de viernes y sábados de El Topo perduraran unos siete meses. Corría 1970 y con El Topo nacían las midnight movies, un fenómeno que se alimentaría de allí en más con títulos cumbre como Pink Flamingos (1972, John Waters) y The Rocky Horror Picture Show (1975, Jim Sharman).

El éxito del film propició un intento de secuela que nunca se concretó. El guión tuvo idas y vueltas que no encontraban asidero. Dice Jodorowsky: "Se opusieron todos los estudios de Hollywood, que me consideraban un extraterrestre. Algunos productores, verdaderos aficionados, intentaron ayudarme, pero, dado que el cine es la más cara de todas las artes, ninguno consiguió reunir la suma necesaria". Esa misma década le vería estrenar otro largometraje ‑La montaña sagrada (1973)‑ y fracasar en el intento de la película más imposible y megalómana de todas: Dune, sobre la novela de Frank Herbert.

Así como la historieta El Incal fue posible a partir de la tarea del dibujante Moebius en el el storyboard de la fallida Dune; la historieta Los hijos del Topo (Reservoir Books) tiene una génesis similar. Más aún, su dibujante es el mexicano José Ladrönn, quien ya había colaborado con Jodo en la serie Final Incal. Y según nos dice el propio escritor, éste es el guión, ahora vuelto historieta, que no pudo llegar a filmar. De manera tal que es ésta la novedad que aletea por estos días entre las vidrieras de librerías, cada vez más receptivas a los libros de historieta.

¿Cuántos y quiénes son los hijos del Topo? El primero de ellos es el que da título al libro: Caín. Aquel que fuera abandonado de niño. "Al crecer, Caín buscó al Topo... Lo encontró... quiso matarlo, pero como su padre ya era un santo no pudo hacerlo". "A ti no te puedo matar, pero puedo matar a tu hijo", le dice al padre. Con este prólogo, Los hijos del Topo rememora el film seminal e inicia su andadura. Caín, el maldito, carga con la invisibilidad y viste de negro como lo hacía su padre. Nadie quiere o puede verle. En tanto, fieles de todo culto y religión van a saludar la tumba del santo -el Topo‑ en su aniversario. Alrededor de ella, menhires de oro le custodian. Codicia y veneración se mezclan entre mantras y aduladores.

El marcado Caín va tras los pasos de Abel. Abel va al encuentro de Caín. De uno y otro lado, los mandatos paterno y materno parecen jugar un designio secreto, que por ahora sólo conoce su primer capítulo. Una invitación a la introspección violenta, en donde lo terrible convive con la sensibilidad más pura para que puedan, ambas, distinguirse, liberarse. Abel y Caín como dos caras recíprocas, que se repelen porque se quieren. El negro y el blanco como una combustión inevitable. Más el designio de quien ya ha vivido lo que a sus hijos toca ahora sobrevivir.

Como una prueba condenada a reiterarse sin ánimos de trampa, como si se tratase de un sueño que se sueña, Los hijos del Topo logra dar continuidad a ese mundo de retazos simbólicos y cinematográficos, de décadas pasadas que parecen futuras, con la impronta de alguien -el escritor, el titiritero, el tarotista, el querido Jodo‑ que sabe cómo confundir la noche con el día. El dibujo de Ladrönn acompaña desde una elegancia clásica, de claridad figurativa y acción de plano cinematográfico. Las páginas parecen simular -algo destacado por el propio guionista‑ tres pantallas cinemascope, para que el dibujante sepa dónde acentuar el momento terrorífico -como la mirada que se atreve a Caín‑ y cómo inducir un estado de trance en personajes y lectores. El resultado: un letargo que duele.

El Topo es una de las tantas encarnaciones de Alejandro Jodorowsky. Su renacimiento es celebrable, hermoso, aterrador. Pulsiones bajas con alegrías plenas, un tándem que conoce su galería de nombres ilustres, cercanos al tacto del psicomago: Luis Buñuel, Moebius, Federico Fellini, David Lynch, Tod Browning, Roman Polanski. Topor y Arrabal, claro que también. Pero el Topo, y nadie más, es él. Es Jodorowsky. Quien sabe cómo hacer que el sueño encarne para quedar escrito, dibujado, filmado. Pocos como él.