Con 46.180 euros de PBI per cápita en 2019 y ubicada entre los diez países con mejor Índice de Desarrollo Humano, Suecia es reconocida como uno de los lugares con mejor calidad de vida del planeta. El país escandinavo es también habitualmente valorado por el alto grado de confianza que su ciudadanía depara hacia las instituciones públicas. Igualmente, por la autonomía y las libertades individuales en tanto principios rectores de la convivencia social.

Con la propagación del COVID-19, el gobierno sueco apeló a la responsabilidad de los individuos para administrar su vida social, evitando las políticas de confinamiento aplicadas en buena parte del mundo y resguardando su economía de los efectos negativos que tales medidas innegablemente generan. En Suecia, las escuelas, los parques, los restaurantes, los bares y los negocios han permanecido abiertos. Tan solo se recomendó a la población respetar el distanciamiento social, trabajar desde las casas y suspender los viajes innecesarios. La única restricción estatal fue la prohibición a reuniones de más de 50 personas. La vida cotidiana, aunque mitigada en términos de sociabilidad, no sufrió grandes alteraciones. Bajo la atmósfera de la preservación de las libertades individuales y de la convicción en la inmunidad de rebaño como horizonte para doblegar al virus, el país nórdico trazó su propio derrotero dentro de este gran laboratorio epidemiológico y social que estamos asistiendo y protagonizando.

Si bien el análisis definitivo corresponde hacerlo luego de un período más largo --por ejemplo, un año desde que surgió la pandemia--, resaltan, por lo negativo, los resultados que hasta aquí Suecia viene exhibiendo respecto al coronavirus. Al 8 de mayo, registra 314 muertes por cada millón de habitantes. La situación contrasta con la de sus vecinos, cuyos gobiernos establecieron medidas de aislamiento social: Noruega 40, Finlandia 47 Dinamarca 90, siempre fallecidos por cada millón de habitantes.

En Suecia, la planificación y administración para enfrentar la pandemia se encuentran bajo la dirección de Anders Tegnell, referente epidemiológico del Instituto Nacional de Salud Pública. La legitimidad del experto en un sistema político respetuoso de la división de funciones ha prácticamente relegado en la toma de decisiones a las autoridades políticas.

Cabe preguntarse si Suecia está fracasando en su estrategia o los demás países alcanzarán su tasa de mortalidad de modo paulatino, cuando vayan liberando sus cuarentenas. Mientras los especialistas debaten acerca de ese interrogante en tiempo real, la sociología dispone de herramientas interpretativas para aportar a la discusión pública. Para el caso sueco y para el argentino también.

Volvamos al contexto de Suecia. Algunas de sus premisas culturales y sociales debieran ser cuanto menos problematizadas.

Las estructuras sociales no son estáticas a lo largo de la historia. Los procesos migratorios, entre otros factores, modifican su composición en términos demográficos, etarios, étnicos, religiosos y culturales. Y esas transformaciones impactan en las formas de sociabilidad, en las costumbres y en la vida cotidiana. Actualmente en Suecia, alrededor del 20% de la población es inmigrante, mayoritariamente proveniente de Medio Oriente y África. Con otros hábitos de proximidad social y mayor densidad en los lugares de residencia --que contrasta con el 40% de hogares unipersonales de los suecos--, se desempeñan en trabajos de mayor exposición como el de los cuidados en casas de retiro para adultos mayores o en tareas subalternas en el área de la salud. El modelo auto-administrado para enfrentar el COVID-19 ha tenido un impacto tan desigual como fatídico, pues se advierte una sobrerrepresentación de los moradores extranjeros entre los muertos.

Implementar una estrategia uniforme, sin atender las singularidades sociales, apelando a un comportamiento social inmanente en tanto signo identitario de un país en el que uno de cada cinco habitantes no es nativo, proyecta un escenario más sombrío que exitoso.

En Argentina, han proliferado las referencias al camino emprendido por Suecia para enfrentar la pandemia, bajo el propósito de replicarlo en nuestro país. Esa idea es sostenida básicamente por quienes ponderan la necesidad de no interrumpir la actividad económica o, en su defecto, retomarla lo antes posible.

Ahora bien, una comprensión menos ligera de la situación del país nórdico nos deja algunas enseñanzas. En primer lugar, lo inadecuado de extrapolar modelos de una latitud a otra, sin contemplar disparidades en las variables demográficas, las capacidades de los sistemas sanitarios, los hábitos sociales, etc. En segundo lugar, la imperiosa necesidad de conformar equipos interdisciplinarios para la definición de acciones que no tienen margen de error, que parten de factores sanitarios pero que tienen implicancias sobre la cotidianeidad social. En tercer lugar, la importancia de la versatilidad de las medidas para garantizar su eficacia, atendiendo las particularidades de cada segmento social y los diversos contextos locales.

En los tres vectores, la sociología dispone de saberes para contribuir. Pero para que esos saberes sociológicos sean requeridos tanto en los debates científicos como en las decisiones estatales, quienes tienen responsabilidades institucionales en la gestión universitaria deben promoverlos y visibilizarlos. No alcanza con el diálogo entre sí y para sí dentro de la comunidad sociológica. Más que nunca, es imprescindible comprometerse con la gravitación pública de la disciplina.

* Profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET.